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el rey Aben-Habuz.

      – ¡Y bien! sino puedo verle, ¿cómo he de construir en el lugar donde se encuentra, un alcázar semejante?

      – Yo te traeré pintado en pergamino el alcázar; medido y dispuesto desde lo mas chico hasta lo mas grande, de modo que los alarifes y los oficiales solo tengan que labrar la piedra y la madera.

      – ¿Y cuando me traerás ese pergamino?

      – Pasada una luna.

      – ¡Una luna todavía!

      – Necesito ese tiempo para visitar el alcázar encantado, y puesto que tanto amas á mi hija, aprovéchate tú para reducirla á tu amor.

      – Dentro de una luna te espero, dijo el rey Nazar: vete.

      – Dentro de una luna yo te haré conocer el Palacio-de-Rubíes. ¡Que el Altísimo y Misericordioso quede contigo, rey Nazar!

      Y el astrólogo salió.

      – ¡Oh! esclamó el rey Nazar; ¡el sabio rey Aben-Habuz, encantado en un buho! ¡este buho inspirándome el amor de Bekralbayda! ¡ella pidiéndome un alcázar en cambio de sus amores! ¡ese viejo contándome un estraño encantamiento! ¡mi hijo enamorado de ella, guardando su secreto, y ella, enamorada de mi hijo y ocultando tambien su amor! y luego: ¡yo conozco á ese viejo: yo le he visto alguna vez! pues bien: ¡dejemos correr la cosas, y Dios me guiará!

      Fortalecido y tranquilo por su confianza en Dios, el rey Nazar se reclinó en su diván, se envolvió en su alquicel y se durmió.

      XIII

      LA SULTANA LOCA

      ¡Qué hermosa era aquella muger á pesar de su locura!

      Negros sus ojos y sus cabellos, como los ojos y los cabellos del ángel de la noche, su frente, su cuello y sus hombros eran mas blancos que la espuma de un torrente, cuando la ilumina la luz de la luna.

      ¡Qué hermosa era la sultana Wadah!

      Las flores palidecian de envidia al verla, y los ruiseñores cantaban estremecidos de amor cuando ella pasaba lenta y pensativa bajo las enramadas de los jardines del alcázar.

      Muchas veces pasaba largas horas sentada á la márgen de las corrientes, mirando abstraida el contínuo trenzar y destrenzar de las aguas ó con la mirada absorsta y fija en esas estrañas figuras que forman las nubes cuando las agrupa y las amontona el viento.

      Otras veces se la sorprendia escribiendo sobre la arena con una varita acabada de arrancar á un box, estrañas figuras y caracteres ininteligibles, ó ya retirada en sus retretes, entonando un cántico monótono y misterioso.

      Nadie la habia visto reir, pero nadie tampoco la habia visto llorar.

      Y á pesar de su enagenacion, y de lo estraño de sus palabras y de sus acciones, nadie á escepcion del rey Nazar la creia loca.

      Por el contrario la creian maga, y poseida por un espíritu invisible.

      Sus esclavos estaban con terror á su lado y aprovechaban la primera ocasion para huir de ella.

      De ella que era tan hermosa.

      Pero la mirada de sus negros ojos tenian una fijeza tal, parecian tan hambrientos que aterraban.

      El mismo rey Nazar habia acabado por espantarse de ella.

      La sultana no lloraba, pero cantaba cada dia de una manera mas triste.

      Y aquel canto era la lluvia de lágrimas de su alma.

      Hacia muchos años, casi veinte, desde el nacimiento del príncipe Juzef-Abdallah, segundo hijo del rey Nazar, que la sultana Wadah, estaba loca, ó como lo pretendian sus aterrados esclavos, poseida por un espíritu invisible.

      Wadah amaba al rey Nazar con un amor desesperado; muchas noches se la escucha llamando de una manera desesperada á Al-Hhamar, y otras abalanzándose y pretendiendo forzar las puertas que conducian á las habitaciones de su esposo.

      Otras veces se la oia rugir como una leona, y cuando acudian los esclavos encargados de sujetarla en aquellos accesos, la veian ir de acá para allá levantando tapices corriendo á todos los lugares oscuros, revolviéndolo todo como si buscase algo.

      No habia duda: la desdichada sultana Wadah, estaba poseida de un espíritu invisible.

      Un dia se abrió la puerta dorada de su retrete.

      Wadah exhaló un grito de alegría.

      Por aquella puerta solo podia venir el rey Nazar.

      El rey entró y cerró de nuevo.

      La sultana se abalanzó á él.

      – Yo te amo, te amo siempre, esclamó.

      Y le besó en la boca.

      El rey Nazar contestó estremeciéndose á aquel beso, con un beso trémulo.

      – Tú te aterras junto á mí, dijo Wadah, tú me temes ¿por qué temes á tu amada?

      El rey no supo qué contestar.

      – ¿Has visto acaso otra muger mas hermosa que yo? dijo la sultana fijando su terrible mirada en Al-Hhamar.

      – ¡Oh! no: esclamó el rey: tú eres la muger mas hermosa de la tierra.

      Y el rey Nazar se estremecia, porque las megillas de la sultana temblaban, y una leve espuma empezaba á blanquear sus labios rojos, como una banda de grana.

      – Sí, sí: esclamó Wadah corriendo hácia un gigantesco espejo de plata y arrancándose sus vestiduras hasta quedar medio desnuda: yo me veo ahí; yo soy cada dia mas hermosa: yo embellezco las joyas y doy brillo á los diamantes: yo soy mas blanca y mas nacarada que las perlas: y yo le amo, yo le amo y él me abandona: ¿habrá visto á otra muger mas hermosa que yo?

      El rey Nazar conoció que habia ido á ver á la sultana en uno de sus mas graves momentos de locura.

      Wadah continuó delante del espejo, destrozándose los cabellos y arracándose las joyas que la cubrian.

      – Sí, sí; soy muy hermosa, Nazar; mírame, amado mio, mírame y ámame; solo he perdido el color de mis megillas: me he quedado blanca, blanca como la luna: pero… eso fué desde un dia…

      Destellaron un relámpago salvaje los ojos de la sultana, se estremeció toda, lanzó un grito horrible, y casi desnuda, arrastrando su larga túnica de brocado, destrenzados los larguísimos cabellos, flotando sobre los tersos y redondos hombros, empezó á buscar por los rincones de la cámara, á revolver los almohadones del divan, á levantar los tapices de los retretes.

      – ¡Mi rosa blanca! gritaba: ¡mi rosa blanca! ¡yo la tenia escondida y me la han robado!

      Y luego se sentó en el suelo, cruzó sus manos sobre sus rodillas y se puso á cantar una melodía vaga, sin palabras, triste y lánguida como un suspiro.

      El rey Nazar la contemplaba inmóvil, y lágrimas de compasion asomaban á sus ojos suspendidas sobre sus megillas.

      ¡La rosa blanca!

      Jamás Wadah habia pronunciado una sola palabra que aclarase el misterio de la causa de su locura.

      ¡La rosa blanca!

      Hé aquí lo único que se la oía pronunciar en medio de su delirio.

      El rey habia preguntado á sus sabios, y estos se habian esforzado en vano por descifrar aquel misterio.

      En una ocasion se habia puesto una magnífica rosa blanca, en una copa de oro, oculta tras un tapiz, y el mismo rey Nazar habia observado á su esposa escondido.

      Llegado el acceso, la sultana habia buscado, segun costumbre, por todas partes, y al encontrar la rosa, se habia arrojado sobre ella y la habia despedazado esclamando.

      – Mi rosa era mas blanca, y mas pura, y mas fragante.

      El rey habia renunciado ya á conocer el misterio de la locura de su esposa.

      Y habian pasado años y años.

      Sin

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