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Dafnis y Cloe. Juan Valera
Читать онлайн.Название Dafnis y Cloe
Год выпуска 0
isbn
Автор произведения Juan Valera
Жанр Зарубежная классика
Издательство Public Domain
En esta última época, a saber, desde el primero al quinto o sexto siglo de la Era Cristiana, es cuando escriben los principales novelistas griegos de la novela propiamente dicha, o dígase de la novela de costumbres, o más bien de la novela de amor y aventuras, ya que las costumbres no se pintaban entonces con la exactitud de ahora; no se empleaba lo que hoy llamamos o podemos llamar color local y temporal, sino cuando esto salía sin caer en ello los autores; ni mucho menos había, ni era posible que hubiese, este análisis psicológico de las pasiones y afectos, que hoy se usa y agrada tanto. En cambio, el empleo de lo sobrenatural y prodigioso no era tan difícil como en el día, porque los hombres creían sin gran dificultad, por dónde era llano ingerir en las novelas lo fantástico de las antiguas fábulas filosóficas, religiosas, geográficas e históricas.
Las novelas más famosas y conocidas del expresado género son: la Eubea, de Dión Crisóstomo; el Asno, de Lucio de Patras; Las Efesiacas, de Jenofonte de Éfeso; Teágenes y Clariclea, de Heliodoro; Leucipe y Clitofonte, de Aquiles Tacio, y Las Pastorales, de Longo, o Dafnis y Cloe, que damos aquí traducida, y que es sin duda la mejor de todas, ya que el Asno, de Lucio, es ferozmente obsceno, y la Eubea, de Dion, tiene poco interés, por más que esté lindamente escrita. Las otras novelas de dicha época son en el día harto pesadas de leer. Y las novelas posteriores, del Bajo Imperio, no son más amenas ahora, si bien son en extremo interesantes por lo mucho que influyen en el desenvolvimiento de todas las literaturas del centro y occidente de Europa durante la Edad Media; ya en leyendas y cuentos; ya en poemas y libros de caballerías; ya en el mismo teatro, cuando el renacimiento y después, como sucede por ejemplo, con la historia de Apolonio de Tiro, el poema de Alejandro y las historias troyanas.
Según ya hemos dicho, aunque nuestro elogio se atribuya a pasión de traductor Dafnis y Cloe es la mejor de todas estas novelas; la única quizá que, por la sencillez y gracia del argumento, por el primor del estilo, y en suma, por su permanente belleza, vive y debe gustar en todo tiempo.
Contra los ataques que se han dirigido a su poca moralidad y decencia, ya la hemos defendido hasta donde nos ha sido posible. De otras faltas es harto más fácil defenderla. Una, sobre todo, apenas se comprende que haya críticos juiciosos que se la atribuyen: la de la intervención milagrosa de Pan para salvar a Cloe, a quien llevaban robada. Lo extraño es que los críticos se hayan fijado en este momento, como si en él apareciese sólo lo sobrenatural, y no hayan querido comprender que, desde el comienzo de la novela, lo sobrenatural interviene en todo. Sin su intervención la novela no sería verosímil, y por lo tanto, no sería divertida. La verosimilitud estética se funda, pues, en la creencia en ciertos seres por cima del ser humano y que le amparan y guían; en la creencia en las Ninfas; en Amor, no como figura alegórica, sino como persona real, viva y divina, y en Pan, como dios protector de los pastores, belicoso a veces y tremendo.
Sin la providencia especial de estas divinidades, sin el cuidado que toman por Dafnis y Cloe y sin la elección que hacéis de ello para un caso singular de enamoramiento dulcísimo, ni se hubieran salvado los niños recién nacidos, abandonados en medio del campo, ni los hubieran criado con tanto amor una cabra y una oveja, ni hubieran conservado su rama hermosura a pesar de las inclemencias del cielo, ni hubieran sido tan sencillos e inocentes, ni hubiera pasado, en resolución, casi nada de lo que en la novela pasa. Por esto es de maravillar que los críticos censuren el milagro de Pan para libertad a Cloe, y no censuren los demás milagros ni se paren en ellos.
Ni yo creo en Pan ni en las Ninfas, ni hay lector en el día que pueda creer en tales disparates; mas, para la verosimilitud estética, es fuerza ponerse en lugar del vulgo gentilicio, que en un tiempo dado (todavía cuando la novela se escribió) creía en las mencionadas patrañas, sobre todo en lugares agrestes, lejos de las grandes ciudades. Una vez concedido esto, todo es verosímil y llano.
Dafnis y Cloe, en completo estado de naturaleza, aunque sublimado e idealizado por el favor divino, pero por el favor divino de dioses poco severos, se aman antes de saber que se aman, son bellos e ignorantes, contemplan y comprenden su hermosura, y de esta contemplación y admiración nace un afecto bastante delicado para dos que viven casi vida selvática: él, sin colegio ni estudio de moral, y ella sin madre vigilante y cristiana, sin aya inglesa que la advierta lo que es shocking, y sin nada por el estilo. Si el autor, dado ya el asunto, hubiera puesto en los amores de sus dos personajes algo de más sutil, etéreo y espiritual, hubiera sido completamente falso, tonto e insufrible.
La novela de Dafnis y Cloe es, pues, lo que debe y puede ser, y, tal como es, es muy linda.
Su autor imita, sin duda, a los antiguos poetas bucólicos, a Teócrito sobre todo; pero le imita con tino y gracia. De aquí que su obra sea la mejor, la más natural, la menos afectada y artificiosa, la única acaso no afectada de cuantas novelas pastorales se han escrito posteriormente, y que, pasada ya la moda, no hay quien lea con paciencia.
Dafnis y Cloe, más bien que de novela bucólica, puede calificarse de novela campesina, de novela idílica o de idilio en prosa; y en este sentido, lejos de pasar de moda, da la moda y sirve de modelo aún, mutatis mutandi, no sólo a Pablo y Virginia, sino a muchas preciosas novelas de Jorge Sand, y hasta a una que compuso en español, pocos años ha, cierto amigo mío, con el título de Pepita Jiménez.
De estas novelas en prosa se ha pasado también al componerlas en verso, tomando asunto de la vida común; pintando escenas villanescas, rústicas o burguesas que no carecen de poesía, sino que la tienen muy grande, cuando se aciertan a pintar con la debida sencillez homérica. En vez de cantar a los héroes tradicionales de la epopeya, se ha cantado en estos idilios modernos a sujetos de condición humilde. Los dos más bellos modelos de tal género de composición, en nuestros días son Hermann y Dorotea, de Goethe, y Evangelina, de Longfellow. Algunos de nuestros mejores poetas han seguido un poquito esta corriente desde hace cinco o seis años. Así Campoamor, en los que llama Pequeños poemas, y Núñez de Arce, en otro que titula Idilio.
Grecia también nos dio el ejemplo de esto, al ir a expirar su gran literatura. En el siglo V, o después (porque así como nada se sabe de quién fue Longo, nada se sabe tampoco de este otro autor, ni del tiempo en que vivió), hubo un cierto Museo, a quien llaman el gramático o el escolástico, para distinguirle del antiquísimo Museo mitológico, hijo de Eumolpo y discípulo de Orfeo, el cual Museo más reciente compuso la novela en verso de Hero y Leandro, que es un idilio por el estilo de los que ahora se usan, un dechado de sencillez y de gracia, un pequeño poema precioso. Ganas se lo han pasado al productor de Dafnis y Cloe de traducirle también y de incluirle en este mismo volumen; pero, como no está seguro de que el público guste de lo primero, deja para más adelante, si el público no le desdeña y le anima, el ofrecerle lo segundo. Entretanto, y por hoy, se despide de él, pidiéndole perdón de sus muchas faltas.
Proemio
Cazando en Lesbos, en un bosque consagrado a las Ninfas, vi lo más lindo que vi jamás: imágenes pintadas, historia de amores. El soto, por cierto, era hermoso, florido, bien regado y con mucha arboleda. Una sola fuente alimentaba árboles y llores; pero la pintura era más deleitable que lo demás: de hábil mano y de asunto amoroso. Así es que no pocos forasteros acudían allí, atraídos por la fama, a dar culto a las Ninfas y a ver la pintura.
Parecíanse en ella mujeres de parto, otras que envolvían en pañales a los abandonados pequeñuelos, cabras y ovejas que les daban de mamar, pastores que de ellos cuidaban, mancebos y rapazas que andaban enamorándose, correría de ladrones y algarada de enemigos. Otras mil cosas, y todas de amor, contemplé allí con tanto pasmo, que me entró deseo