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leído sino por literatos, mientras que el vulgo y gran multitud de personas cultas, vulgo en esto, se aburre leyéndole, si es que intentan leerle, y apenas perciben algunas de sus bellezas, y los demás se escapan por completo a su percepción, aunque la tengan muy viva, sutil y despierta para comprender hasta los ápices y más menudos primores de Feuillet, Musset, Mérimée, Sue, Balzac, Dickens, Dumas, Víctor Hugo y otra caterva de novelistas contemporáneos, extranjeros, y aun españoles. Claro está que, por patriotismo, por no contrariar la corriente, con lo cual se harían, en este caso, reos de lesa gloria nacional, casi todos afirman y sostienen que el Quijote es obra admirable, si bien la admiran por fe y sin leerla.

      Y no digo esto lamentándolo, sino para consignar un hecho. Esta diversidad de gustos, esta moda vulgar de cada siglo, es conveniente. ¿Qué sería del infeliz escritor si el gusto fuese siempre igual? ¿Qué concurrencia no le harían los autores antiguos? ¿Cómo competir en España con el ignorado autor de la Celestina o del Amadas y con tantos otros famosos novelistas, si sus obras tuviesen hoy la vida, la frescura y el encanto, y si fuesen tan sentidas y comprendidas del vulgo como cuando se escribieron? Muchos, los más de los que hoy escribimos, tendríamos que cruzarnos de brazos, llenos de aflicción y desaliento. ¿Quién escribiría un drama si gustasen y se comprendiesen Calderón y Lope y Tirso, y respondiesen hoy, como en el siglo XVII, a los afectos, pasiones y creencias de la muchedumbre?

      De todos modos, yo entiendo que la novela de Dafnis y Cloe dista poco de ser una obra extraordinaria; pero entiendo también que hay en ella mérito bastante para colocarla en el número de las novelas excepcionales, de belleza absoluta e independiente de la moda. Esto me basta para justificar su traducción y su publicación en castellano. Pero ¿cómo he de fundar en esto la esperanza de que se divulgue y sea popular la novela que, traduzco y patrocino?

      Lo espero, en primer lugar, por su concisión, pues no pasa, traducida por mí, de ciento veinte páginas. Y lo espero también, porque la traducción francesa de Courier, refundiendo la de Amyot, y las disputas de Courier con Furia por ocasión de la mancha de tinta, han dado en Francia no muy distante celebridad y popularidad a esta novela; y como las modas vienen a España de Francia, pudiera ser que viniese esta moda de gustar de Dafnis y Cloe.

      Otra razón para que la novela guste, es la sencillez de su estilo, donde la belleza de convención no entra para nada, pues los autores griegos, hasta en la edad de decadencia, como se cree que fue la de Longo, se dejaban más difícilmente extraviar por los artificios conceptuosos al uso o al gusto de un momento.

      Razón es, asimismo, la de que, a pesar de lo que aseguran muchos, de que los autores griegos y latinos no sentían ni comprendían tan hondamente la Naturaleza como los modernos y los orientales, en Dafnis y Cloe la Naturaleza está viva, cuando no hondamente sentida y pintada. Así lo declaran el sabio Humboldt, en el Cosmos; Villemaín y otros críticos. La brevedad de estas descripciones hace que hieran con más vigor la fantasía de todo lector un poco atento, sin peligro de que fatiguen, como ocurre con frecuencia en las descripciones minuciosas, analíticas e interminables de muchos escritores modernos, de quienes se diría que miran con microscopio, tocan con escalpelo y escriben con plomo derretido.

      Una gran contra, fuerza es confesarlo, tiene, por cierto, Dafnis y Cloe: el realismo de sus escenas amorosas, y la libertad, que raya en licencia, con que algunas están escritas; pero sirva de disculpa que lo que en Dafnis y Cloe pueda tildarse de licencioso no es en el fondo perverso, y si algo de esto último hay en el original, lo hemos cambiado o suprimido. En las impurezas de Dafnis y Cloe resplandecen, además, cierto candor y cierta nitidez, y hasta me atrevo a decir que la desnuda y limpia inocencia d mármol pentélico, trabajado por el cincel de escultor antiguo. Para mí sería no menos injusto tildar de poco decentes algunas escenas de Dafnis y Cloe, como tildar de poco decentes el Apolo de Belvedere y la Venus de Milo. Toda la culpa, si la hay, no está en el desnudo. Vestidas, y bien vestidas, están Fanny, Madame Bovary, La mujer de fuego, La Dama de las Camelias y otras mil heroínas del día, y son harto menos honestas que Cloe. Inmensa, pongamos por caso, es la distancia entre Cloe, que ama a Dafnis sin ningún interés y por él mismo, y jura serle fiel, y le es siempre fiel en vida y en muerte, y la heroína de Goethe, Margarita, a quien las damas más púdicas admiran, no ya a solas, en su estancia, donde no es pública la desvergüenza, si no en pleno teatro, por lo menos haciendo gorgoritos en italiano, y en cuya seducción interviene, no obstante, el incentivo de la codicia, el regalo de las joyas, y donde ella, para estar con más descuido en los brazos de su amante, da a su madre un narcótico, y para ocultar su pecado, mata a su hijo. Todo lo cual no impide que Margarita sea admirada como criatura angelical, modelo de ternura y de otras virtudes, y que se vaya derecha al cielo, sin media hora siquiera de purgatorio, y que después interceda con la Virgen María para llevarse también por allá al bribonazo del doctor Fausto, del cual ha hecho el poeta alemán un extraño Job al revés, ya que, en lugar de padecer con resignación las duras pruebas a que somete el diablo al Job árabe, hace, con ayuda del diablo, cuanta maldad y bellaquería se te antojan, sin escrúpulo de conciencia; y para distraer sus melancolías en la ocasión más terrible, cuando ha deshonrado y perdido a Margarita y causado la muerte de tres personas, se va a bailar el jaleo con brujas jóvenes y bonitas en un estupendo y desenfrenado aquelarre.

      Al lado de Fausto, al lado de gran parte de los más celebrados libros modernos, es inocentísimo el que traducimos.

      Algo podrá también influir para que guste y para que las antedichas faltas se perdonen o se disimulen, el haber indudablemente servido de modelo a la famosísima y con razón encomiada novela de Bernardino de Saint-Pierre, que se titula Pablo y Virginia. No negaré yo que en ésta el pudor y el espiritualismo de los amores se levantan inmensamente por cima de lo que se pinta y refiere en Dafnis y Cloe, como que allí todo está informado, a pesar del autor, que era poco cristiano, por el casto espíritu del cristianismo, mientras que Dafnis y Cloe es obra gentílica; pero en otras cosas, a mi ver, Dafnis y Cloe aventaja a Pablo y Virginia. En esta última novela hay, sin duda, en medio de sus sencillas y naturales bellezas, sobrada afectación y sensiblería malsana, propias de Rosseau, maestro de Saint-Pierre, y teosófico prurito de buscar en la Naturaleza una revelación religiosa, mientras que en Dafnis y Cloe hay religión positiva, aunque sea mala, y todo es más candoroso y menos alambicado.

      Tales son las principales razones que me asisten para creer que Dafnis y Cloe pueden gustar aún al vulgo en España.

      Ya otra novela griega, que ha sido dos o tres veces traducida o parafraseada en español, la única quizá que ha obtenido esta honra, Teágenes y Gariclea, de Heliodoro, gustó mucho durante más de un siglo, como lo prueban, Cervantes imitándola en el Persiles; Calderón tomando asunto de ella para su comedia Los Hijos de la Fortuna; la antigua traducción hecha por Fernando de Mena y publicada en 1516, y la nueva hecha del latín, como la antigua, por don Fernando Manuel del Castillejo, en el año 1722. Ambas traducciones gustaron, aunque son desmayadísimas, y, más que traducciones, desleídas paráfrasis. La novela de Heliodoro, además, hasta en el original peca de fastidiosa, si bien en lo moral apenas tiene punto vulnerable, como obra de un santo varón cristiano que llegó a ser obispo.

      Debe, por último, excitar la curiosidad pública y avivar el deseo de leer la novela de Dafnis y Cloe la consideración de ser la primera por su merecimiento, ya que no en el orden cronológico, de cuantas nos ha dejado la literatura griega, germen fecundo y guía constante de todas las literaturas de la moderna Europa.

      Aunque de la historia de este género de ficciones, que hace tiempo se llaman novelas, y que tan en moda están en el día, pudiéramos excusarnos de hablar, remitiendo al lector a los autores de más valer que sobre ello han escrito, bueno será poner algo aquí, en breve resumen, acerca de la novela griega en general, y singularmente acerca de Dafnis y Cloe, tomando por guía a Chassang, a Chauvin, a Sinner, a Dunlop y a otros.

      Cierto que la novela, escrita en prosa, con alguna extensión, en una forma aproximada a aquella en que hoy la concebimos y escribimos, y contando lances de la vida privada de personas, no históricas, sino particulares y fingidas las más veces, es una aparición muy tardía en la literatura griega, y se puede y debe colocar en época de decadencia, al menos relativa; pero, si por novela hemos de entender toda narración, oral o escrita, en prosa o en verso, de casos inventados, ya se inventen con plena conciencia, ya se imaginen o se sueñen por unos hombres de

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