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cosa es?

      – Darla mate, para que rabie de envidia.

      – Pues emza tú.

      – Verás qué pronto. Amigas de Dios— continuó muy recio, de modo que lo oyera la intrusa— : mi papá vino de las Indias el año pasado…, y trajo cinco fragatas cargadas de onzas…, y un negrito para que le sirviera el chocolate…; y es tan rico, que se cartea con el rey de las Indias…; y a mí me da dos reales cada vez que es su santo…, y yo los echo en lo que me da la gana…; y tengo tres muñecas de resorte, y un muestrario de botones que le regaló a mamá para mí una modista que quitó la tienda…; y tengo dos marmotas de lana para ir al colegio en el invierno…, porque yo voy al colegio, y no a la escuela de zurri-burri, como algunas infelices… que yo conozco…, y puede que no estén muy lejos de aquí. Yo voy a cumplir siete años; y cuando los cumpla, me dará mamá una pechera de imitación, que ella ya no pone, para hacer unos encajes a la muñeca grande; y un señor que viene a casa, me da dos cuartos todos los domingos; y si yo quisiera, me regalaría una almohadilla de coser, con su llave de oro y su dedal de plata…, y… y… (Ahora tú)– dijo a la nerviosa, que la seguía por la derecha; la cual, después de estremecerse y de mirar con ojos espantados a la solitaria niña, continuó:

      – Pues mi papá es alcalde de toda la villa, y tiene tres casas como tres palacios, y un primo en la corte del rey; y mi mamá tiene una doncella que es hija de condes, y siete vestidos para cada hora que da el reló, y una cadena así, así, así de larga, que le costó un millón a papá cuando estuvo en París de Francia. Y cuando yo sea grande, me comprarán tres vestidos cada mes, y un reló con diamantes y botas a la emperatriz. Yo voy también al colegio con ésta; y en mi casa se come principio todos los días, y los domingos se toma café; y mi papá tiene un perro en la huerta que muerde a las tarascas pegotonas.

      – Yo soy hija de juez— dijo la que seguía a la nerviosilla— ; y siendo hija de juez, a mi papá le sirven cuatro alguaciles, de levita, y le llaman usía; y además le pagan una onza cada día todos los españoles; y cuando va a Madrid, vive en los palacios del rey; y la otra noche me dijo en la mesa que si le tocaba la lotería me iba a comprar una caja de música. Y mi mamá compra los garbanzos por mayor: ayer compró tres libras; y por Navidad nos regalan pavos los señores que van a casa porque tienen pleitos; y yo tengo muchos vestidos, más de tres, y dos pares de botas, con las que tengo puestas y otro par que me harán para San Pedro, si le cae a papá la lotería; y mi papá es tan poderoso, que manda a la cárcel a todo el que quiere, u le manda ahorcar, como ya lo ha hecho otras veces; y si yo le dijera que metiera en la cárcel a una pegotona que yo sé, en seguida la metía.

      – Pues en mi casa— continuó la delgadita, dejando de chuparse el dedo— todo es un puro merengue. Mi mamá no come más que pastelillos; mi papá, bizcochos; y yo, jalea; y mi hermana Carmen, suspiros. No queremos puchero, porque no es de tono; y por eso a las muchachas les damos hojaldre. Y mi papá recibe todos los años, de renta, más de doce sacos de harina, quince arrobas de manteca y dos cajas de azúcar de la Habana.... Porque mi papá es indiano, y trae todas las noches mucho dinero a casa, cuando viene de la tertulia, adonde va también el juez, el papá de ésta; y si no comieran tanta inmundicia algunas niñas zanguangas que yo sé, no estarían tan pringosas y tendrían mejor educación.

      – Toda mi casta— dijo la más seria y conceptuosa— viene de reyes; y en mi casa las camas son de oro y las ropas de seda de la India; y si mi papá gana el pleito que le defiende el papá de ésta, ensanchará la huerta en más de otro tanto…; y como soy tan fina por principios, cuando me apesta una niña ordinaria, se lo digo, y al sol.

      – Pu… pu… pues yo— concluyó la sexta, que era bastante tartamuda— ta… ta… ta… tamién....

      Oír esto y soltar la carcajada la niña, hasta entonces taciturna y desdeñada, fué una misma cosa.

      – ¡Y se chancea!– exclamaron admiradas las otras.

      – ¡Ta… ta… ta!– repetía entre carcajada y carcajada la burlona.

      – ¡El demonio de la…!

      – ¡El diantre de…!

      – ¡Miren si…! ¡Atreverse a burlarse de una niña fina!

      – Y sí; y me río. ¿Y qué? «Ta… ta… ta....»

      – Ahora mismo voy a decírselo a mi papá— exclamó la que nos dijo ser hija del juez.

      – Y dile de paso que pague los doscien tos reales que debe a mi padre— replicó con desgarro la amenazada.

      – ¡Ay, qué atrevida!

      – Déjate, que yo traeré el perro— dijo la nerviosa.

      – ¡Fachenda traerás tú! Y no tendrás tanta cuando le ajusten las cuentas a tu padre en el Ayuntamiento.

      – ¡Ay, qué bribona!

      – ¡Chismosas!

      – ¡Pegotona, aceitera!

      – ¡Hambronas! ¡Tramposas, más que tramposas!

      – ¡Aldeana! ¡Tarasca!

      – ¡Golosas! ¡Relambidas!

      – Ta… ta… ta… tab… tabernera!– logró decir la tartamuda, después de un esfuerzo desesperado.

      – ¡Tar… tar… tartajosa!– la contestó, remedándola, la otra.

      En esto se oyeron muy cercanos los ladridos de un perrazo. La del alcalde, pensando que era el de su huerta, que venía a vengarla, comenzó a gritar:

      – ¡Aquí, chucho, aquí!… ¡Éntrala, éntrala!…

      – ¡A ella, chucho, a ella, que aquí está!– gritaron a coro sus amigas.

      La amenazada chica comenzó a mirar, asustada, en todas direcciones, y aunque no se veía el perro, como los ladridos se oían cada vez más cerca, dió a correr desespera damente, buscando la entrada de la villa por un atajo.

      – ¡A ella, chucho!– seguían gritando las otras— . ¡Cómela, cómela!

      Y viendo que el perro no aparecía, siguieron a la fugitiva arrojándole dras, con una de las cuales la descalabraron al fin.

      – ¡Que me matan!– gritó la pobre chica llevándose las manos a la cabeza.

      Pero cuando, al retirarlas, las vió manchadas de sangre, su espanto no tuvo límites, y sus alaridos pudieron oírse desde media legua.

      Entonces retrocedieron aterradas las perseguidoras, cuya intención no alcanzaba más que a meter miedo a la fugitiva; pero al volver a la alameda, se hallaron con el perro que, por desgracia, no era el del alcalde. Acabaron de aturdirse en su presencia, y huyeron a la desbandada; mas el animal, «a una quiero y a la otra la dejo», hartóse de romper vestidos; y sabe Dios qué más hubiera roto, si a los gritos y a los ladridos no hubieran acudido algunas personas que ahuyentaron a palos a la fiera, y condujeron al pueblo a las inocentes criaturas, bien merecedoras del susto que pasaron si se les toma en cuenta lo que hicieron padecer a la pobre descalabrada.

      CAPÍTULO IV

      Esquina a la plaza y a una de las calles que desembocaban en ella, había una casa más pequeña que cuantas la seguían en la fila. Debajo del balcón del único piso que tenía, y sobre la puerta principal, se leía, en un largo tablero coronado con las armas de España, lo siguiente:

      ESTANCO NACIONAL

      ESTABLECIMIENTO DE SAN QUINTÍN

      LÍQUIDOS Y OTROS COMESTIBLES

      Penetrando por aquella puerta, se veía la razón del letrero en un mostrador sobrecargado de cacharros menudos; en una gran aceitera con canilla, y algunas botellas blancas, llenas de aguardiente de otras tantas denominaciones; en una estantería espacio a, ocupada con paquetes de cigarros y de cajas de cerillas, libritos de fumar, grandes pedazos de bacalao, tortas de pan, madejas de hilo, garbanzos y otros artículos, tan varios en su naturaleza como reducidos en cantidad; en algunas

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