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espontáneamente.

      – Yo no tengo nada que retirar más que a mi persona, que voy a retirarla de aquí ahora mismo.

      – No será sin que antes le demuestre yo, con una prueba sencillísima, todo lo importuno que ha sido su enojo, todo lo inconveniente que ha sido su conducta, ya que no se lo ha dado a entender la muy diferente y digna que han observado otros señores comerciantes que se hallan aquí presentes.

      – Es que a esos señores no se les ha pedido nada.

      – Eso es lo que usted no sabe.... ¡Señores, para que se comprenda toda la intemperancia del señor Cerojo y sus amigos, baste saber que de la base que tanto le ha sulfurado, no se ha leído más que la mitad! (Atención general.) La otra mitad dice así: «… y otro recargo de tres por ciento sobre la clavazón y quincalla (Protestas de los quincalleros), paños del reino.... (Enérgicos rumores entre los pañeros), y otros artículos de vestir y calzar.» (Alaridos en varias partes del salón.)

      – ¡Ahora no soy yo el intemperante, señor presidente!– vociferó Simón, dominando con dificultad el tumulto que empezaba a reinar en la sala.

      – ¡Orrrdeeen, señores!– gritó el presidente.

      – ¡Justicia era mejor!– le contestaron muchas voces.

      – ¡Catalana hay que hacerla en este pueblo!– añadieron otras.

      – ¡Orrrrdeeeen!

      – ¡Afuera esa gentuza!– gritaron otra vez los protarios.

      – ¡Abajo la comisión!

      – ¡Y los que quieran engordar a la sombra de ella!

      – ¡Vivan los pobres honrados!

      – ¡Viva el duque de la Victoria!– volvió a gritar el zapatero.

      – ¡Orrrdeeen!

      – ¡Canalla!

      – ¡Ladrones!

      Y se repite el tumulto, y la cosa se pone seria, y los prudentes desaparecen, y el presidente, enronquecido ya, sube sobre la mesa y logra hacerse oír breves momentos.

      – Señores— dice— : Por la centésima vez en mi vida presencio este espectáculo, hijo de la misma causa que hoy le ha promovido. Esto me demuestra que los habitantes de este pueblo estamos condenados a sufrir cobardemente, y por los siglos de los siglos, los desafueros de ese mal regato. La comisión, al comprenderlo así también, hace respetuosa renuncia de su cargo y levanta la sesión.

      Silbidos, denuestos, un estrépito espantoso y alguna que otra bofetada, fueron el resultado inmediato de esta arenga, y el término de aquella reunión.

      CAPÍTULO III

      Mientras tales cosas pasaban en las Casas Consistoriales, ocurrían otras de bien distinta naturaleza junto al mismo regato de que se ha tratado, a la escasa sombra que proyectaba el aún no bien formado follaje de dos cortas hileras de chopos, a las cuales se llamaba en la villa la Alameda grande.

      Como el día era de trabajo y la hora la menos a propósito para el descanso, eran dueñas absolutas de todo el paseo, para correr por él sin estorbos ni trozos, hasta media docena de niñas, de nueve años la más esponjada; todas risueñas, todas ágiles, todas hechiceras, como son todas las niñas a esa edad, cuando no están cohibidas por la opresión del vestido de gala o de las botitas recién estrenadas.

      Tras aquellas niñas tan alegres, que corrían y gritaban sin cesar un punto, no corría, sino andaba a lentos pasos, mustia y como recelosa, otra niña no menos agraciada y no más entrada en años que ellas. Había, sin embargo, notables diferencias entre una y otras. De éstas, las que no eran rubias eran muy blancas; aquélla era morena. Las que corrían eran ágiles como cabritillas, y al correr parecía que no tocaban el suelo con sus diminutos s; la que las seguía con la vista, era de formas más abultadas y de movimientos menos suaves y graciosos; y aunque vestía lo mismo que ellas en forma y calidad, en la combinación de los colores y en el aire de su vestido había algo que no era del mejor gusto. Indudablemente aquella niña no pertenecía, como las otras, al buen tono de la villa, y por eso no tomaba parte en sus juegos más que con la intención.

      He observado muchas veces que las niñas de corta edad son muy exigentes en la elección de amigas, por lo cual difícilmente se familiarizan con las que no sean de su categoría social, o de otra más alta si es posible. Los niños son todo lo contrario: parece que tienen a gala asociarse, para sus juegos y empresas, a todo lo más perdido y desarrapado que encuentran en la calle.

      La niña rezagada de nuestra historia seguía siempre, y aunque de lejos, las evoluciones de las que corrían, y frecuentemente, al encontrarse con alguna de ellas, corría también, como si se forjara la ilusión de que la perseguían al escondite o la disputaban el sitio a las cuatro esquinas.

      Y como estas libertades se las había permitido varias veces, en una de ellas la niña con quien tropezó se detuvo jadeante; y echándose atrás los rizos con ambas manos, exclamó en el tono más desdeñoso que pudo:

      – ¡Qué plaga de moco, hija!… ¡Cómo se agarra!

      – Eso es de familia— dijo otra, que se paró a su lado.

      – Pues vamos a decirla una fresca— añadió otra— , a ver si se va.

      – ¡Si yo creo que hasta debe de tener miseria, mujer!– apuntó una delgadita como un mimbre, que oscilaba mucho al andar y se chupaba un dedo en cuanto se paraba— . ¡Cómo se arrasca!

      – Oye, tú— dijo al oído de la anterior, abriendo mucho los ojos y enarcando las cejas, una pequeñuela, muy nerviosa y asombradiza— . ¡Si traerá la navaja!

      – ¿Qué navaja?– preguntó la delgadita, no muy segura de su valor.

      – Una muy grandona que tenía en la mano el otro día, a la puerta de su casa.

      – ¿Y qué nos haría con ella, tú?…

      – ¡Madre de Dios!… Como estamos aquí solas y en medio de este bosque…

      – ¿Quieres que nos vayamos a casa?…

      – ¡Para ella estaba!– dijo con desenvoltura una mayorzuela que había oído estas observaciones— . ¡Miedosas, más que miedosas!…

      – ¡Pues juega tú con ella si no!

      – ¡Como no juegue yo con ese pendón!… Primero iba y se lo decía a mi papá.

      – ¿Vamos a buscar el perro que tenemos nosotros en la huerta, y a hinchársele aquí mismo?– propuso la miedosa.

      – ¿Y si se la come toda?

      – Que se la coma. Mi papá es alcalde…

      – Sí; pero eso lo castiga Dios…, y puede que nos caiga algo malo.

      – Pues ¿qué hacemos si no?

      – Vámonos a aquel rincón, a ver si se queda aquí sola y después se marcha.

      Y esto dicho, las vanidosillas fueron desfilando lentamente y mirando hacia atrás con el rabillo del ojo; llegaron a un ángulo de la alameda, y allí se acurrucaron en el suelo, formando estrecho y apretado círculo.

      A todo esto, la pobre desdeñada niña, que había estado observando a las otras durante su breve diálogo, mirando de reojo y mordiéndose las uñas, cuando las vió sentadas se dirigió hacia ellas paso a paso, con la cabeza gacha; y al estar a media vara de las desdeñosas, se dejó caer al suelo lentamente y se puso a deshojar las florecillas del césped, sin arrancarlas, flechando ojeadas de través de vez en cuando al grupo, y sorbiendo muy recio el aire con las narices.

      – ¡Hija, qué peste de chica!– exclamó impaciente la mayorzuela al verla a su lado otra vez— . ¡Ni aunque fuera de engrudo!

      – ¡Así ella se pega!– observó la más cachazuda.

      – ¡Si el otro día la vi yo

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