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le harán a usted seis: dos de seda en claro, uno en obscuro, dos piqué y uno escocés.

      – ¡Maravilloso! Y en tanto que me confeccionan todo eso, me estaré en casa, escondidito, leyendo Las mil y una noches, única lectura a que debo aplicarme ahora para hacerme a estas sorpresas… Adiós, maestro… Y que se esmeren en el corte… ¿Cuándo probamos? Estoy aquí a su disposición todo el día. ¿Pues cómo voy a salir a la calle con estos adefesios de ropa que he traído de mi pueblo?… Vaya con Dios… y no me olvide, maestro.

      Retirose el sastre, y D. Pedro Hillo, que acechaba en la puerta aguardando que el joven estuviese solo, entró de rondón con los brazos abiertos, diciendo muy gozoso: «Pero, niño, ¡le regalan ropa elegante, y todavía gruñe! Rarísimos son en el Universo estos fenómenos de salirle a uno sastres ex-machina, que le miden, le cortan, le cosen, y después no cobran. Casos tales acaecen sólo de siglo en siglo, y hay que saber aprovecharlos. ¡Oh fortunate nate! Yo, que para hacerme una sotana tengo que ahorrar seis meses en la comida, le declaro a usted simple de solemnidad si no acepta calladito esas mercedes anónimas. Por la sagrada orden que profeso, declaro también que a mí no me ha pasado jamás cosa semejante, y que las deidades misteriosas y las manos ocultas no han existido para mí. A usted me arrimo, por si se me pega algo y halla en su ventura mi desventura algún remedio. Ya, ya sé… me lo ha dicho Méndez, que anoche recibió usted un abultado pliego. Abrió, ¿y qué era? Billetes para los teatros del Príncipe y la Cruz. Dígame: ¿no ha recibido también para los Toros?».

      – Todavía no – dijo Calpena sonriente; – pero por lo que voy viendo, ya no dudo que los tendré la víspera de la primera corrida. Y como de los teatros mandan dos, para que vaya con algún amigo, iremos juntos a la plaza.

      – Ya le mandarán también, cuando empiece el tiempo de las máscaras, para los bailes de Trastamara y del Café de Solís. Pero a eso no podré acompañarle… Le daré consejos, porque de fijo han de salirle aventuras y le acosarán mascaritas…

      – Ya adivino sus consejos.

      – ¿A que no?

      – Que remate la suerte.

      – No, no es eso, sino todo lo contrario. Que se prevenga contra las celadas que pudieran tenderse a su voluntad honesta, virginal. Este Madrid es muy malo. No se fíe usted de las caras tapadas.

      – De las manos ocultas debo fiarme, según dice.

      – No es lo mismo. Esa mano desconocida le viste a usted, le da de comer, atiende a sus necesidades. Las caritas encapuchadas podrían hacer lo contrario: desnudarle, quitarle el pan de la boca y reducirle a la ruina y la miseria. Existirán tal vez, ¿quién asegura que no?, manos escondidas que quieran perderle, como las hay que trabajan por su bien. Lo primero que usted debe hacer es averiguar en qué cielo habita esa deidad misteriosa, para poder rezarle y pedirle lo que le convenga.

      – ¿Qué le pediría usted para mí si estuviese en mi lugar?

      – Lo primero, un destino de Hacienda o de lo Interior con doce mil realetes… Y puesto a pedir, yo que usted pediría también la cátedra de Alcalá para un amigo.

      – Para usted eso y mucho más.

      – Las manos mágicas deben extender sus caricias a los buenos amigos. A Roma con Santiago he revuelto yo para conseguir esa humilde plaza, y aquí me tiene usted esperando a que San Juan baje el dedo. Si hubiera para mí una mano oculta, esa mano, en medio de las tinieblas de lo incógnito, me daría una bofetada. Estoy dejado de la mano de Dios, por lo que voy creyendo que Dios está en todas partes menos en las oficinas, y que, si acaso está, no tiene en ellas la mano, sino el pie.

      – No hay que desmayar. Hagamos un trato. Búsqueme usted a la persona que ha mandado a Utrilla tomarme medidas, y si me la encuentra, prometo a usted solemnemente que el primer favor que pediré a mi desconocida providencia es esa colocación que usted desea… esto en el caso de que nos resulte influyente.

      – ¡Influyente!… ¡Por Dios, D. Fernandito, no me venga usted con inocencias! Esa persona desconocida tiene que ser muy alta, pero muy alta.

      – ¿En qué lo conoce?

      – A ver… pronto, enséñeme usted la carta en que venían las localidades de teatro.

      – No es carta… Es un pliego cerrado con obleas… Aquí lo tiene usted.

      – A ver, a ver… ¡San Canuto, qué papel más fino!… Este papel, puede usted asegurarlo, no se encuentra en ninguna tienda de Madrid… ¿Y la letra del sobre?… ¡Ay qué letra, San Bartolomé! ¿Es de mujer? ¿Es de hombre?… Sr. D. Fernando, no se asuste de lo que voy a decirle. La mano que ha escrito esto es de sangre real.

      – ¡Atiza!

      – ¡De sangre real!… Y si no, al tiempo… ¡Ay, Sr. D. Fernandito de mi alma, allá va una profecía! Déjeme usted ser profeta, y adivino, y augur, y brujo, si usted quiere. Antes de cuatro días recibe usted, como llovido del cielo, el nombramiento… de…

      – ¿De qué?

      – Vamos… de Caballerizo Mayor del Reino, digo, de Palacio… Y si no es esto, será de otra cosa de mucha categoría.

      Rompió a reír Calpena, y dijo a su amigote:

      «Pero, Sr. D. Pedro, ¿somos clásicos o no somos clásicos?».

      – Sí, sí, tiene usted razón: no desvariemos, ilustre joven; pero por de pronto, yo, el más desgraciado de los nacidos, quiero hacer constar que anhelo ser su amigo de usted. Sí, sí: seamos amigos; déjeme usted arrimarme al ser más afortunado, más resplandeciente de felicidad que he visto en mi vida. Es usted el sol, y yo me muero de frío.

      – Bueno, seamos amigos – replicó D. Fernando, no sin cierta emoción. – Y pues el día está hermosísimo, vámonos de paseo, y le contaré a usted muchas cosas que ignora, y que quizás le hagan rectificar sus juicios acerca de mí como depositario de la dicha terrestre. Diré a usted quién soy, de dónde vengo, por qué estoy en Madrid…

      – Todo eso me interesa extraordinariamente… Ya me lo contará usted otro día; hoy no puede ser… Ni usted ni yo debemos salir hoy. Nos estaremos aquí toda la mañana acechando a Iglesias.

      – ¿Pero Iglesias no duerme aún?

      – Aún estaría en el primer sueño, o empezando el segundo, si no hubieran venido a despertarle muy temprano, serían las siete, dos de sus amigotes. Sin duda ocurren cosas gravísimas. ¿Y sabe usted quiénes son esos dos que entraron, y, tirándole de una pata, le sacaron de la cama? Pues yo tampoco lo sé a punto fijo, porque soy poco fuerte en fisonomías. Uno de ellos me parece que es el Conde de las Navas; el otro tan pronto me parece Fermín Caballero, como Seoane… De que son pájaros gordos del jacobinismo, no tengo duda…

      – ¿Y a nosotros qué nos importa?

      – A usted, hombre feliz por obra y gracia de la Providencia enmascarada, nada le altera. ¿Ha leído usted El Español de hoy?… ¿A que no?… ¿A que tampoco ha leído El Mensajero ni El Eco del Comercio? En mi cuarto los tengo. Vienen los tres diarios echando bombas, cada uno según el son a que baila. Yo me alegro, para que se arme de una vez. Esta visita de los compinches de Iglesias tan a deshora, significa que anoche hubo gran trapatiesta en la casa de Tepa, entiéndase logia, y en los cafés donde bulle la patriotería. Parece que las Juntas no quieren disolverse, las de Andalucía sobre todo, y he aquí al Sr. Mendizábal en un brete, porque nos ofreció poner fin a esta horrible anarquía, y en los primeros días creímos que lo lograba. Pero aquí, para que usted se vaya enterando, tanto puede la envidia de los propios, como la mala voluntad de los extraños; o en otros términos, que los amigos, o sea el agua mansa, son más de temer que los enemigos. ¿No lo entiende? Pues quiere decir que los estatuistas templados caídos del poder con Toreno, se introducen en los conciliábulos de los patriotas, fingiéndose más exaltados que estos, para sembrar cizaña, y al propio tiempo los libres que aún no tienen empleo se van a las sacristías del otro bando y atizan candela, para que los diarios de la moderación se desborden y se encienda más el furor de las Juntas. Estas nos ofrecen un espectáculo delicioso. Una

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