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que trabajó por la bandera que defendían Riego, Arco, Agüero, Quiroga…

      – También es cierto. Todas aquellas trapisondas salían de la Masonería, que ahora es una vieja pintada, y entonces era una mocetona llena de vida y seducciones, con las cuales enloquecía a la juventud.

      – No me disgusta la imagen, señor mío. Adelante.

      – En Cádiz existía lo que llamaban el Soberano Capítulo y el Sublime Taller, y qué sé yo qué. De estos talleres y capítulos salían las conspiraciones para sublevar el Ejército y derrocar la tiranía; de allí las trifulcas, las asonadas, los ríos de sangre… Mendizábal era masón, que en aquel tiempo era lo mismo que decir político. Si quiere usted más noticias, pídaselas a D. Arturo Alcalá Galiano, que anduvo con él en aquellos trotes; al Sr. Istúriz, a D. Vicente Bertrán de Lis…

      – De donde se deduce, amigo Calpena – dijo el clérigo suspirando fuerte, – que el que pretenda en estos tiempos ser algo o conseguir alguna ventaja, aunque esta le corresponda de justicia, y lo intente sin agarrarse previamente a los faldones o a las faldas de esa gran púa de la Masonería, es un simple o un loco.

      – No diré yo tanto. Las cosas son como son.

      – Tenga usted presente que hay logias liberales y logias absolutistas. Las primeras conspiran; las segundas también. Unas y otras introducen individuos suyos en la contraria, fingiéndose amigos, para sorprender secretos.

      – Sí, sí; y se pelean en las tinieblas de los ritos nefandos. De las unas salen los ejércitos sediciosos, que todo lo destruyen y profanan; de las otras los tribunales sanguinarios que levantan la horca. Así vive España… hoy te fusilo, mañana te ahorco.

      – Y vea usted. Si el 24 hubiera sufrido D. Juan de Dios la suerte de su compinche Riego, hoy no tendríamos la dicha de que ese señor nos arreglara la Hacienda y nos hiciera juiciosos y ricos.

      – Porque escapó a Inglaterra.

      – Le llamaba la banca más que la política.

      – Se estableció en un país grande y libre, donde forzosamente había de aprender muchas cosas sólo con tener ojos y ver, sólo con tener oídos y oír.

      – Sí, porque en los libros me parece que poco aprende su ídolo de usted. Le llamo así porque veo, amigo Calpena, que es usted de los devotos furibundos del hombre nuevo, y que conoce su vida y milagros, entendiendo por milagro lo que dicen ha hecho en Portugal.

      – Algo sé del Sr. Mendizábal… Más de lo que usted piensa.

      – ¿Andan por el extranjero biografías del grande hombre?

      – No he leído ninguna.

      – ¿Pues quién se lo ha contado?

      – Él mismo.

      – ¡Le conoce usted… le trata!

      Al ver en el rostro de Calpena la sonrisa plácida y el movimiento afirmativo con que a su pregunta respondía, Hillo se quedó suspenso de estupor, de admiración… No daba crédito a tan inaudito caso de precocidad. ¡Tan joven, y haber tratado a Mendizábal, charlar con él, quizás poseer su confianza! Desde aquel momento vio el clérigo en su amiguito un ser extraordinario, misterioso. Aumentaban su fascinación la procedencia extranjera del joven; el no saberse quién era; la atención y exquisitos cuidados que le prodigaban los patrones, recatando sigilosamente el nombre de las personas que habían recomendado al nuevo huésped; la educación exquisita de este; su aire, belleza y modales aristocráticos… y, sobre todo, haber tratado a Mendizábal, y oír de él mismo la narración de episodios históricos y lances personales. D. Pedro se levantó de su asiento impulsado de la sorpresa, que como un resorte le movía, y dio pasos desordenados, repitiendo: «¡Le conoce, le ha tratado!… Dígame, cuénteme: no deje que me abrase la curiosidad».

      IV

      – Allá voy – dijo Calpena indicando a su amigo que se sentara. – Paréceme haber contado a usted que los hermanos de mi padrino me mandaron a París a instruirme en el comercio y la banca. Empecé a trabajar, digo, a aprender, en la casa de comisión de Reischoffen y Bloss, alsacianos, donde sólo estuve tres meses, pasando después a la célebre casa de banca de Ardoin, que opera por millones de millones, y hace empréstitos a las naciones apuradas, negociando con los Estados y con los Reyes, con los Gobiernos y hasta con las revoluciones. En fin, esto es largo de contar. Allí estaba yo muy bien. Llevaba toda la correspondencia de la América española; me daban regular sueldo, y el principal me distinguía y me trataba con mucho miramiento. Un día de Febrero vimos entrar a un señor alto y bien parecido, de ojos negros, cabello rizado, patillas cortas, muy elegante y pulcro. Al punto corrió la voz entre los dependientes: «Es Mendizábal, el gran Mendizábal, el restaurador de la Monarquía legítima en Portugal…». Entró en el despacho del Barón, nuestro jefe, y a la media hora este me llamó…

      – Para presentarle al Sr. D. Juan de Dios.

      – No, señor; para mandarme que le acompañara por las calles de París, que yo conocía perfectamente, y el Sr. Mendizábal no. Tenía que ir a la casa Erlanger, Rue Drouot, muy cerca de la nuestra, Chaussée d’Antin. Cojo mi sombrero, y me pongo a la disposición del hombre grande, en cuya compañía salí muy orgulloso. Por la calle me hizo mil preguntas: quién era yo, cómo se llamaban mis padres, cuánto tiempo llevaba de residencia en París y de aprendizaje en casa de Ardoin. Yo le contesté como pude, y al llegar a las oficinas de Erlanger me mandó esperar para que le condujese a otra parte.

      – Nada, que le cayó usted en gracia – dijo Hillo restregándose las manos. – Así se empieza, así.

      – Al salir de la visita me preguntó si sabía yo cuál era la mejor casa de París en guantes y perfumería, y le indiqué Damiani, en el bulevar Saint-Denis. Tomó el hombre un coche de alquiler, que allí llaman fiacres, y fuimos de compras. Debo decirle a usted que es algo presumido, y que gusta de acicalarse y lucir su buena figura. De la guantería fuimos a comprar un maletín de mano para viaje, con muchos compartimientos y algún secreto para papeles reservados. Compró también un calzador, tirantes y algunas otras baratijas que no recuerdo. Dejome en mi escritorio, y él se fue a su hotel, en la Rue de l’Arcade, mostrándose en la despedida tan fino y al propio tiempo tan llano, que yo estaba encantado. Díjome que, siempre que no le convidasen, comería en el Palais Royal, en casa de Very, y se dignó invitarme, excusándome yo todo turbado y confuso.

      – Esto se llama caer de pie, amigo mío, o nacer en Jueves Santo. Siga usted, que me parece que aún falta algo.

      – Verá usted. A los dos días mandó un recado a mi principal, pidiéndole un buen amanuense español que escribiese corrido, con buena letra y mejor criterio. El Barón me eligió a mí, y aquí me tiene usted, encerrado con el Sr. Mendizábal en una cómoda estancia del hotel Meurice, los dos frente a frente, con una mesa por medio, él dictando y yo escribiendo. Hombre más incansable no he visto en mi vida. Cinco horas me tuvo con la pluma en la mano. Dictó una larguísima carta a Martínez de la Rosa, otra al Conde de Toreno, y dos o tres a personas para mí desconocidas. Él estaba en bata, una bata elegantísima, y zapatillas de terciopelo, con las que lucía su pie pequeño, que parece de mujer. Casi era preciso escribir taquigrafía para poder seguirle. Expresaba su pensamiento con rapidez; rectificaba pocas veces; no se paraba en el estilo; iba derecho al asunto y a la idea, sin cuidarse de la forma. Mandome volver al día siguiente, y me dictó tres o cuatro decretos, uno de ellos suprimiendo las órdenes religiosas y haciendo tabla rasa de todos los frailes, monjas, clérigos y beatas que hay en estos reinos, estableciendo la reversión de todos los bienes al Estado para venderlos… y ¡qué sé yo!

      – ¡María Santísima! Pero eso sería broma.

      – ¿Broma? Ya verá usted las que gasta ese sujeto. No habíamos concluido aquella degollina de frailes y la repartición de sus riquezas, cuando entró un señor inglés, que debía de ser diplomático, pariente, sobrino, hijo quizás del embajador en Madrid, que no sé cómo se llama.

      – Mister o sir Jorge Williers. Adelante.

      – Y

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