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la misma falsedad que en la política. No hay religión, por buena que sea, que no haya derramado sangre inocente.

      – Sigue, que me muero de risa. Eres un filósofo de agua y lana. Cuando acabes de volverte loco con tu Emilio saldremos a enseñarte en las ferias a dos cuartos por barba. Ven acá, almacén de sandeces y tienda de majaderías, ¿qué sabes tú lo que es religión?

      – Me lo enseñan los de sayo y sandalia, a quienes se puede decir… «Je, je, son tontos y piden para las ánimas».

      – Cuando tú y tus amigos los liberales herejes os desocupéis de la paliza que os están dando en toda la Europa, y soltéis el ronzal para formar Congreso y decir: «señor presidente, pido el rebuzno», no faltará quien os enseñe a hablar con respeto de las cosas sagradas.

      – Día vendrá en que rompamos el ronzal, padre difinidor, y entonces difiniremos la conventualla, diciendo: Al fraile hueco, soga verde y almendro seco.

      – También se dijo: Donde las dan las toman.

      – Y también: Cuentas de beato y uñas de gato.

      – ¡Ah!, mercachifle, si fueras bueno no serías rico. Esas sí que son uñas de gato, que es como decir de filósofo.

      – No sé si se dijo por mí aquello de A la puerta del rezador nunca eches tu trigo al sol.

      – Ladrón y rapante tú; mas no nosotros, que de limosna vivimos.

      – ¿De limosna, eh? ¡Ah!, señor D. Cepillo de Ánimas, qué bien dijo el que dijo: Reniego de sermón que acaba en daca.

      – Yo he oído que tienes la cabeza a pájaros.

      – A propósito de pájaros. Yo he oído que el abad y el gorrión dos malas aves son.

      – Mira, Benigno – dijo Alelí cuando el tiroteo llegaba a este punto, – vete al mismo cuerno, y echa acá un cigarrillo.

      Cordero alargó su petaca al fraile, diciéndole:

      – A la paz de Dios. Viva mil años mi fraile.

      – ¿Cómo están hoy tus nenes? – preguntó Alelí encendiendo su cigarro. – Lo de Rafaelillo resultó indigestión como te dije, ¿no es verdad? Dale hojas de Sen y créeme.

      – No sólo de Sen sino de Can y Jafet se las ha dado Cruz, que tiene en casa el herbolario más completo de Madrid.

      – ¿Ha parido la podenca?

      – Todavía, no; pero parirá su merced. Para ser un Retiro a esto no le falta más que el estanque; que de animales y hierbas tenemos cuanto Dios crió, sin que falte el león, que es mi hermana… ¡Ah!, me olvidaba: las perdices que traje ayer las están aderezando a la toledana, a lo Castañar puro. Si viene usted tendremos para diez perdices cuatro.

      – ¿Pues no he de venir, hombre de Dios? Sr. D. Ladrón de encajes. No faltaba más sino desairar a la tierra… ¿Hoy?

      – Hoy. Además yo tengo que hablar con usted de un asunto grave.

      Al decir esto, Cordero tomó un aire de seriedad y de temor, que puso en gran curiosidad al padre Alelí.

      – ¿Un asunto grave? No será el primero que me consultas.

      – Pero es seguramente el más delicado, el más peliagudo. Necesito consejo y ayuda.

      – Para eso estoy yo. Vengan esos cinco.

      Se estrecharon las manos, y Cordero besó las flacas y temblorosas del anciano fraile con mucho cariño.

      – El mal camino andarlo pronto, y pues esto urge, tratémoslo ahora.

      – Cuando quieras hijo. A bien que ambos somos toledanos y parientes.

      – ¡Viva la Virgen del Sagrario! – dijo Cordero con emoción. – Es temprano: ahora viene poca gente. El chico se quedará en la tienda. Subamos a mi cuarto y hablaremos.

      – ¿Es cosa larga?

      – Primero una confesión, un secreto, que si no lo suelto pronto, creo que me hará daño; después un consejo sobre lo que se ha de hacer, y por último… a ver si se luce el buen Padre Engarza-credos con una comisión delicada.

      – Vamos, por el hábito que visto, que estoy curioso.

      Salieron. Media hora después, D. Benigno y su amigo reaparecieron en la trastienda. El comerciante traía el semblante alegre y las mejillas más que de ordinario encendidas. Alelí movía su cabeza con más nerviosidad y temblor que de ordinario, y al despedirse de su paisano, le dijo:

      – Me parece muy bien, Benigno de mi corazón. Yo quedo encargado de arreglarlo.

      IX

      Dulce melancolía inundaba el alma pura del buen Cordero. Parecíale que todo lo de la tienda, incluso el feo hortera, concordaba con el estado de su espíritu, tiñéndose de inexplicable color lisonjero, y que había una sonrisa general en todo lo externo, como si cada objeto fuera espejo en que a sí propio se miraba. Para más dicha, hasta hubo muchas ventas aquel día, que fue, si no estamos mal informados, uno de los de Febrero del año de 1831, al cual se podría llamar, como se verá más adelante, el año sangriento.

      Serían las once cuando entró en la tienda una dama y tomó asiento. Era parroquiana y amiga. D. Benigno la saludó y al punto empezó a sacar género y más género, blondas de Almagro, Valenciennes, Bruselas, Cambray, Malinas, en tal abundancia y variedad que no parecía sino que la señora iba a llevarse todo Flandes a su casa.

      – ¡Qué carero se ha vuelto usted!… Ya no vuelvo más acá… Me voy a casa de Capistrana… ¿Cincuenta y seis reales?, ¡qué herejía!… Esto no vale nada… Es imitación… Vaya una carestía… No doy más que tres onzas por todo.

      – No es sino muy barato… Por ser usted lo llevará en cincuenta duros todo… ¿Capistrana? No hay allí más que maulas, señora… Volverá usted por más… Es legítimo de Malinas… lo recibí la semana pasada. Este encaje de Inglaterra me cuesta a mí veinticuatro. Pierdo el dinero.

      – Lo que pierde usted es la caridad… ¡Santo Dios, cómo nos desuella! Así está más rico que un perulero… Con estos precios que aquí usan, ¡ya se ve!, no es extraño que se compren casas y más casas.

      Tantos dimes y diretes concluyeron con que la dama pagó en buenas onzas y doblones. Mientras Cordero empaquetaba las compras para mandarlas a la casa de la señora, esta le preguntó si era cierto que se había hecho propietario de la finca donde estaba la tienda, y como el encajero le contestara que sí, la parroquiana aparentó alegrarse mucho diciendo:

      – Precisamente estoy muy descontenta del cuarto en que vivo y deseo mudarme. ¿No viven en este principal los de Muñoz? ¿No se van de Madrid? Pues si dejan la casa yo la tomo.

      – Mucho me alegraré – replicó el héroe. – Pero me figuro que mi principal será pequeño para quien tanto lujo tiene y a tanta gente recibe en sus tertulias.

      – ¡Oh!, no… pienso reducirme mucho y vivir más para mí que para los otros – dijo la dama con mucha gracia. – Estoy cansada de poetas, de mazurcas y de chismes políticos. El Gobierno ha principiado a mirar con malos ojos mis reuniones, a pesar de que mi absolutismo pasa por artículo de fe. Ya sabe usted lo que es Calomarde y toda esa gente: van de exageración en exageración… están ciegos. El poder absoluto es como el vino, una cosa muy buena y un vicio, según el uso que de él se haga. No lo dude usted, esa gente está borracha, y mientras más bebe y más se turba más quiere beber. El año comienza mal, y según dicen, las conspiraciones arrecian y el Gobierno no se para en pelillos para ahorcar.

      – No faltará tampoco quien amanse y dulcifique – dijo Cordero apoyando sus codos en el mostrador para atender mejor a un tema tan de su gusto. – La Reina…

      – ¡Oh!, sí, la Reina… – exclamó la dama con ironía. – Sus dulcificaciones, de que tanto se ha hablado, son pura música. Ya lo ve usted, ha fundado un Conservatorio por aquello de que el arte a las fieras domestica. Me hace reír esto de

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