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incólume del correo, y al mismo tiempo recibía de él numerosas confidencias de sucesos más o menos misteriosos. De estas confidencias muchas no le servían para nada, otras las utilizaba para favorecer a los amigos que caían en desgracia del gobierno, y de todas tomaba pie para burlarse a la calladita de Calomarde, personaje a quien estimaba lo menos posible.

      Habían pasado muchos días desde el nacimiento de la princesa de Asturias, esperanza de la patria, cuando Pipaón fue a ver a Jenara y le anunció con misterio que tenía que comunicarle cosas de importancia.

      – O yo no soy quien soy – dijo sentándose junto a ella en el gabinete, – o yo he perdido el olfato, o nuestro endemoniado amigo está en Madrid.

      – ¿Será posible? ¡En Madrid!… ¡qué locura!, ¡y sin ponerse bajo nuestra protección! – exclamó la dama palideciendo un poco.

      – Yo no le he visto; pero hay en Gracia y Justicia algunos datos que permiten creer que está aquí… Y no habrá venido seguramente a matar moscas. Algún jaleo lindísimo traen entre manos esos bribones, que no quieren dejarnos en paz. El Gobierno teme algo en Andalucía, por lo cual no hay carta que no se abra ni vivienda que no se registre. Manzanares, Torrijos y Flores Calderón andan por allá preparando algo, y al fin, tanto va a la fuente el cántaro de la represión que en una de estas se rompe…

      – ¡Sangre… horca! – dijo maquinalmente Jenara mirando al suelo.

      – D. Tadeo pierde cada día su fuerza, y el Rey se está haciendo todo mantecas a medida que la gente de orden y el respetabilísimo clero ponen los ojos en el Infante, única esperanza de esta nación francmasonizada y hecha trizas por el ateísmo. Ya no es nuestro Rey aquel hombre que se ponía verde siempre que le hablaban de liberalismo. Con los achaques y el mal de ojo que le ha hecho la Reina, pues el amor que le tiene parece maleficio, está más embobado que novio en vísperas. Doña Cristina sabe a dónde va y dulcifica que te dulcificarás, está haciendo la cama al democratismo. Ya se habla de amnistía, de abrir la puerta a los lobos, señora, y traernos otros tres añitos como los de marras.

      Al decir esto, el ilustre D. Juan, inflamado en patriótica ira, dio un porrazo en el suelo con la contera de su bastón, añadiendo luego:

      – Pero no será, no será; que antes que doblar el cuello a las melifluidades pérfidas de la napolitana, antes que dejarnos llevar por ella a la ratonera liberalesca, echaremos a rodar Pragmática y Reina y la áurea cuna de la angélica Isabel, como dicen esos menguados poetastros, y habrá aquí un Vesubio, señora, un Etna…

      La señora no le hizo caso y seguía meditando.

      – Se levantará la nación – dijo el cortesano levantándose de la silla para expresar emblemáticamente su idea, – y veremos cuántas son cinco. Tenemos un príncipe varón, sabio, religioso, honesto; tenemos doscientos mil voluntarios realistas que se beberán el ejército como un vaso de agua, tenemos el reverendo clero con los reverendísimos obispos a su cabeza; tenemos el apoyo de la Europa, que, fuera de la nación francesa, marcha por las vías apostólicas. ¡Viva el señor Don…!

      – ¡Silencio! – indicó la dama. – No me atormente usted con su entusiasmo. Estoy de apostólicos hasta la corona y deseo que los kirie-eleysones del cuarto de D. Carlos no lleguen hasta mi casa trayéndome el olorcillo a sacristía que tanto me enfada… Pasando a otra cosa, ¿sabe usted que es temeridad venir a Madrid sin ponerse bajo nuestro amparo?… Yo le ofrecí mi protección para que viniera… Sin ella está en grandísimo peligro y tan bien ahorca a Juan como a Pedro.

      – Exactamente. ¿Pero le ha visto usted hacer cosa alguna que no fuera temeridad, locura y disparate?

      – Trabajo le doy a quien intente averiguar dónde está escondido – dijo la dama sin cuidarse de disimular su inquietud. – ¿Será posible averiguarlo?

      – Muy posible – repuso Pipaón soplando fuerte; que era en él signo claro de legítimo orgullo. – Como que ya tengo si no averiguado, casi casi…

      – ¿De veras? Estará en casa de algún amigo.

      – Que te quemas… digo, que se quema usted.

      – ¿En casa de Bringas?

      – No.

      – ¿En casa de Olózaga?

      – Nones.

      – ¿En casa de Marcoartú?

      – Requetenones… En suma, señora mía, yo no sé fijamente dónde está; pero tengo una presunción, una sospecha…

      – Venga… Si no me lo dice usted pronto, le contaré a Calomarde sus picardías.

      – No por la amenaza de usted sino por mi cortesía y deseo de complacerla le diré que me tendré por el más bobo, por el más torpe de los cortesanos de este planeta si no resultase que nuestro temerario trapisondista está en casa de Cordero.

      – ¡En casa de Cordero!

      La dama pronunció estas palabras con asombro y quedó luego sumergida en el mar de sus pensamientos, sin que los comentarios de Pipaón lograran sacarla a la superficie.

      – ¿Estorbo? – dijo al fin el cortesano advirtiendo que la dama no le hacía más caso que a un mueble.

      – Sí – repuso ella con la franqueza que tanta gracia le daba en ocasiones.

      – ¿Va usted de paseo?

      – No… me duele la cabeza… Abur, Pipaón, no olvide usted mis recomendaciones, a saber: la canonjía, la canonjía, Santo Dios, que esos benditos primos me tienen loca… la bandolera para el sobrino del canónigo; que su familia no me deja respirar… el pronto despacho en la censura de teatros de ese nuevo drama traducido por el busca-ruidos… en fin, no sé qué más. Esto no es casa, es una agencia.

      Despidiose Pipaón después de prometer activar aquellos asuntos, y la dama, al punto que se vio sola, empezó a vestirse con gran prisa y turbación. Le había ocurrido que aquel día necesitaba de ciertos encajes y no quería dilatar un minuto en ir a comprarlos.

      VIII

      A pesar de su amor a la vida inalterable y metódica, D. Benigno no veía con gusto que transcurriese el tiempo sin traer cambios o novedades en su existencia. Es que se había amparado del alma del héroe cierto desasosiego o comezoncilla que le sacaba a veces de su natural índole reposada. A menudo se ponía triste, cosa también muy fuera de su condición, y sufría grandes distracciones, de lo que se asombraban los parroquianos, los amigos y el mancebo.

      En la casa no había más variaciones que las que trae consigo el tiempo: los muchachos crecían, los pájaros se multiplicaban, los gatos y perros se rodeaban de numerosa y agraciada prole, Crucita gruñía un poco menos y Sola había engrosado un poco más.

      De todos los amigos de Cordero el más querido era el buen padre Alelí, de la orden de la Merced, viejísimo, bondadoso, campechano. Era de Toledo como D. Benigno y aun medio pariente suyo. Le ganaba en edad por valor de unos treinta años, y acostumbrado a tratarle como un chico desde que Cordero andaba a gatas por los cerros de Polán, seguía llamándole, por inveterado uso, chicuelo, Don Piojo, harto de bazofia, el de las bragas cortas. Cordero, por su parte, trataba a su amigo con mucho desenfado y libertad, y como las ideas políticas de uno y otro eran diametralmente opuestas y Alelí no disimulaba su absolutismo neto ni Cordero sus aficiones liberalescas, se armaba entre los dos cada zaragata que la trastienda parecía un Congreso. Felizmente toda esta bulla acababa en apretones de manos, risas y platos de migas al uso de la tierra, rociadas con vino de Yepes o Esquivias.

      He aquí un modelo de conversación Alelí-Corderesca:

      – Buenos días, Benignillo. ¿Cómo vas de régimen nefando?

      – Padre Monumento, vamos tal cual. Los del régimen se entretienen en tirarse coces unos a otros y no se acuerdan de perseguirnos.

      – Don Fulastre, don Piojo, el asno será él. ¿Sabes algo del nuevo Papa que tenemos, Gregorio XVI, el cual, o no será tal Papa o no dejará un Rey liberal en toda la Europa?

      – ¡Barástolis!

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