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algo de parte de ellas?… Vamos, tú nunca has venido a mi casa con las manos vacías.

      El Sr. Guimaraens era un tipo militar de los de la guerra del Rosellón, viejo, sin barba ni bigote, con el blanco pelo un poco largo, cual si no hubiese renunciado aún a ponerse coleta. Aunque anciano era fuerte y membrudo y tenía la presencia majestuosa, la talla corpulentísima, el semblante agraciado y noble. Era hombre muy devoto y realista ferviente aunque no de los furibundos; y cuando Tilín se presentó a él estaba sentado en su lustroso sillón de cuero, leyendo la vida del santo del día, costumbre piadosa a que no había faltado en treinta años. Era célibe y vivía en compañía de dos viejos, leales camaradas de sus campañas allá en los tiempos del general Ricardos y ora criados que parecían amigos. Un pinche, un mozo de cuadra y la señora Badoreta, famosa en el cocinar y antaño criada en San Salomó, completaban la familia del pacífico veterano.

      Vio con desconsuelo que Tilín no traía consigo cesta ni bandeja cubierta con la blanquísima servilleta monjil, y dando un desconsolado suspiro le dijo:

      – Esas señoras reverendísimas, ocupadas de la insurrección, han dejado apagar los hornillos. ¡Qué pícaras! Siéntate, Tilín, hablaremos un poco y echarás un cigarro.

      – Gracias, señor; tengo que marcharme pronto – dijo el voluntario dando un paso hacia él.

      – ¿Entonces a qué has venido?

      – A traer a usted un recado.

      – ¿De las monjas?

      – De las monjas, sí, señor.

      – ¿Qué quieren esas señoras mías?

      – Que me entregue usted inmediatamente todas las armas que tiene en su casa, y que se venga conmigo para ponerse a las órdenes de Pixola.

      Dijo esto Tilín con tal osadía y aplomo, que Guimaraens se quedó perplejo por un momento; pero al punto recobrose, y tomando el caso a risa, como era natural, empezó a batir palmas. Reía con estrépito, echado el cuerpo hacia atrás y apretándose los ijares.

      – ¡Bravísimo, deliciosísimo, señor sacristán! – exclamó poniéndose como la grana de tanto reír. – Di a tus amas que me he reído de la gracia hasta morir… ¿Con que armas?… ¡Bendito seas Dios! ¡Pobre Tilín!… Me dan ganas de abrazarte por el gusto que me das. Eres un mamarracho…, pero chistosísimo… y con esa casaca… y esos humos de general… ¿Conque mis armas? Pide por esa boca, monago.

      Guimaraens dejó de reír, porque vio a Tilín transformado de súbito. El rostro del voluntario realista estaba lívido, sus ojos centelleaban, y su mano convulsa mostraba una pistola. Fiero e imponente el monago, exclamó:

      – No he venido aquí a hacer reír.

      – ¿Miserable, qué haces? – dijo Guimaraens levantándose y poniéndose a la defensiva.

      – Saltarle a usted la tapa de los sesos si no me obedece.

      Tilín apuntó al rostro del venerable anciano, que al punto echó mano a una silla.

      – Si usted se mueve – dijo Tilín intrépido y osado hasta lo sumo, – si usted da un grito pidiendo socorro, le mato como a un perro. Tengo cuarenta hombres en el bosque a espaldas de la casa, con encargo de arrasarla y de matar a todos sus moradores si se me hace resistencia.

      – ¡Ratero! – gritó furioso Guimaraens – ¡qué has de tener tú!… ¡Hola, Valentín!… ¡Suárez!

      Al punto apareció despavorido un hombre, un jovenzuelo. Oyéronse dos disparos en la huerta y los gritos de la señora Badoreta que exclamaba: ¡ladrones! El joven abalanzose a la defensa de su amo; pero Tilín, rápido como el pensamiento guardose las espaldas apoyándose en un alto ropero, y disparó sobre el criado que cayó muerto sin exhalar un grito. Guimaraens al ver desarmado a Tilín que arrojara al suelo su pistola, arremetió a él como un león. Pero recibiole Pepet con un puñal, sin que por esto se acobardase el veterano. Trabáronse estrechamente de manos, y después de una lucha breve y terrible, en la cual Armengol se esforzaba en defenderse de su enemigo sin herirle, apareció bañado en sangre uno de los tres montañeses de Pixola.

      – ¡Miserables ladrones – gritó el coronel – no os valdrá vuestra alevosía!… ¡Suárez!… ¡Valentín!

      Guimaraens fue acorralado, vencido, pero aún se necesitó el concurso de otro guerrillero para atarle los brazos por la espalda. El valiente y noble anciano rugía, y de su espumante boca salían blasfemias, como sale del volcán la hirviente lava.

      Valentín, uno de los veteranos que servían a D. Pedro, entró malherido, echando venablos por la boca, armado de tremenda espada con que acometió ciego de ira a los guerrilleros que sometían a su amo; pero como se hallaba descalabrado, tuvo que someterse sin que le valiera de nada su fiera intrepidez. Suárez estaba atado al tronco de un árbol y herido también. Sorprendidos cuando el uno se hallaba limpiando el caballo y el otro trabajando en las hortalizas, no tuvieron tiempo ni de armarse ni de pedir auxilio a los payeses de las cercanías. El plan de Pepet Armengol había tenido realización cumplida, aunque no fácil porque uno de los guerrilleros quedó muerto por Suárez que pudo disponer de la azada; otro recibió un sartenazo de la señora Badoreta, a quien el peligro dio los alientos y el rencor de una leona.

      Antes de anochecer Tilín y los tres hombres de su cuadrilla, penetraron en Solsona llevando atado como alimaña recién cogida, al respetable coronel D. Pedro Guimaraens. A poca distancia les seguía un carro lleno de armas diversas. Inmenso gentío se agolpaba para ver al preso, a quien no compadecían muchos por ser hombre repudiado de orgulloso, y que últimamente, a causa de la sospechosa templanza de su realismo, era acusado de jacobino.

      VII

      Al día siguiente Pixola, después de encomiar la acción de Tilín, dijo al señor capellán:

      – Me parece que tenemos un hombre. Cuando las madres me lo recomendaron, yo le destiné mentalmente a ranchero, pero me parece que ese caballero del esquilón va a picar un poco alto. Le voy a dar el mando de una compañía. Ahí tiene usted un sacristán que valdrá más que cien obispos.

      Las hordas de Pixola eran un conjunto heterogéneo de voluntarios realistas uniformados y procedentes de los cuerpos que se formaran el 24, de soldados desertores, de payeses que se armaban con lo que podían, y de trabucaires o contrabandistas de la Cerdaña y de los valles de Arán y de Andorra. En el improvisado ejército las jerarquías militares iban saliendo de los acontecimientos, de las hazañas individuales y también de las intrigas, que son fruto natural de toda colectividad donde hierven las pequeñas pasiones al lado de las grandes. Así es que el prestigio adquirido en un buen golpe de mano, y la recomendación de personas a quienes se tenía en mucho, bastaron a elevar a Tilín a una categoría semejante a la de teniente. El carnicero le llamó aparte, y agarrándole por un botón de la pechera, como era su costumbre siempre que hablaba con un amigo, hablole así:

      – Mira, Tilín, yo voy ahora hacia Balaguer y la Conca de Tremp a recoger las tropas que se están organizando. Tú te vas hacia Pinós, donde hay mucha gente que no ha querido afiliarse. Allí se necesita una mano pesada. Te llevarás cincuenta hombres con el encargo de que has de reclutar doscientos. En ese país hay muchos caballos, no perdones ninguno… Oye otra cosa – añadió reteniéndole por el botón. – También hay mucho dinero, es preciso que recaudes todo lo que puedas. Hombres, dinero, caballos… Abre bien las orejas: hombres, dinero, caballos. Espero que nuestro monago sabrá ayudar esta misa de sangre. Después nos reuniremos en Cardona para ir todos sobre Manresa donde nos espera el general en jefe, Jep dels Estanys… ¡Ah! se me olvidaba otra cosa; si encuentras tropas del gobierno te retiras a la montaña y las dejas pasar.

      Con estas instrucciones y sus cincuenta hombres partió Tilín el 8 de Julio en dirección a Clariana y al río Cardoner. Asombró a todos la atinada organización que supo dar a su pequeña hueste, principiando por establecer en ella la más rigurosa disciplina. El segundo día de expedición, dos individuos de malísima estofa que habían sido contratados por Pixola en la raya de Andorra no mostraron gran celo por cumplir una orden que el gran Tilín les diera. Reprendioles este con severidad,

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