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Corre, hombre, corre… Parece que estás lelo.

      La monja se alejó apresuradamente. Tilín, inmóvil y con la vista fija en ella la vio desaparecer bajo la arquería del claustro, como una sombra que se difundía en la masa oscura de la noche. Lentamente marchó a la sacristía, y empuñando la soga del esquilón, tocó el Angelus. La campana, difundiendo su gangoso tañido por los aires mucho más allá de Solsona, hasta los montes lejanos, parecía proclamar aquel nombre irrisorio que debía ser el nombre de un héroe, y gritaba con insistencia: Tilín, Tilín.

      – ¡Jesús, María y José! – exclamaba la madre abadesa. – ¡Vaya un modo de tocar el Angelus! Tilín se ha vuelto loco. Parece que toca a rebato.

      Y los vecinos decían: «Las monjas cascabeleras están tocando a fuego».

      V

      Transcurrieron muchos días (eran los de marzo de 1827) sin que Sor Teodora de Aransis volviese a departir tan extensa y acaloradamente con el sacristán de San Salomó, y en este se acentuaron más las distracciones y los descuidos, llegando a cometer faltas de servicio que eran escándalo de las madres y desdoro del culto. Pasaba a veces la noche entera en la ciudad, y su trato era por demás adusto y misantrópico.

      Una tarde de Abril presentáronse dos damas en el locutorio. Era una de ellas hermosa por todo extremo, ricamente ataviada, con ademán un poco altanero y edad que podía sin gran seguridad suponerse entre los 35 y los 40 años. Vestía con lujo y sin remilgos, dando a entender que no la mortificaba ninguna cosa que diera realce a su belleza, tanto más cuanto que esta iba necesitando auxilio para que no se conociera demasiado su occidente. Doña Josefina Comerford, pues tal era el nombre de aquella histórica dama, era una belleza en decadencia; mas no por esto dejaba de ser magnífica, como es magnífica una puesta de sol. La mujer que la acompañaba parecía servidora.

      Después de esperar breve rato, descorriose la cortina que tapaba la reja, y una voz dijo:

      – ¡Oh! Josefina… no me habían dicho que era usted… Voy a mandar que se le abra la puerta.

      – Mande usted abrir y entraré – repuso doña Josefina mirando al través de la reja sin ver nada.

      Después dio algunos paseos por el locutorio con impaciente desenvoltura. Miraba al suelo, como miran los hombres cuando tienen un grave proyecto entre ceja y ceja.

      Por fin una vieja criada del convento presentose a ella, cerró la puerta del locutorio que daba a la calle, mandó a la servidora que esperase allí, y haciendo señas a doña Josefina para que la siguiese, condújola por un pasadizo oscuro que iba a parar al claustro. Desde allí no necesitó guía la de Comerford para dirigirse a la sala interior del locutorio, donde la aguardaban tres monjas.

      Era la sala grande y no muy clara a pesar de la blancura de sus paredes. Zócalo de pintados azulejos cubría hasta la altura de una vara la parte inferior de aquellas, y sencilla y añosa estera de esparto libraba los pies de la frialdad de los ladrillos. Un tríptico de relevante mérito y dos o tres cuadros oscuros y muy borrosos en que apenas se distinguían el cordero de San Juan o el caballo de San Martín o el hábito de San Bernardo, por ser trozos pintados con blanco, compendiaban el interés iconográfico de la sala. En ella reinaba mortecina y difusa claridad roja producida por la transparencia de las dos cortinillas encarnadas que cubrían las ventanas. Media docena de sillones y un gran banco que parecían ser las obras más ingeniosas de la Inquisición, por lo duros, incómodos y rígidos, servían para martirio de los huesos. En uno de ellos se sentó la visitante después de saludar a las tres monjas una tras otra.

      La claridad roja daba al rostro de doña Josefina el aspecto de una llamarada en figura humana, con lo cual se avenía perfectamente el inextinguible ardor de sus palabras. Las tres monjas, encendidas también, y asemejadas en cierto modo a sanguinolentos espectros ocupaban sus puestos con correcta simetría, haciendo honor a los sillones de nogal por la tiesura con que se sentaban en ellos. Trabose al punto vivísima conversación en lengua catalana.

      – Ayer esperábamos a usted – dijo la madre abadesa.

      – No se puede, no se puede, señora – repuso la de Comerford. – Van los negocios muy atrasados. Acabo de llegar de Berga y apenas he tenido tiempo para vestirme… Debo salir esta noche misma para Manresa; el tiempo es corto. Diré en pocas palabras lo que tengo que decir y hasta otro día.

      – También nosotras seremos breves – indicó la madre abadesa moviendo un brazo. – Ante todo, díganos usted… ¿Es cierto que han sido ahorcados Planas y Lloret?

      – Cierto es que la serpiente nos ha herido a dos de nuestros bravos leones – dijo la de Comerford con vehemencia. – Pero todo no puede ser flores. Ha de haber muchas víctimas y no pocos mártires. Si no los hubiera no sería tan santa nuestra causa… Las partidas que hoy existen no tienen más objeto que ir tanteando a los pueblos en los límites del Principado. Más adelante se verá quién es Cataluña. Ahora lo que nos importa es que la empresa no se malogre por precipitación. De eso nos ocupamos, y si las órdenes se cumplen bien se conseguirá el objeto. Tenemos de nuestra parte muchas autoridades militares que se han vendido en secreto. Algunos sospechan que nos harán traición; yo no lo creo. Además, de Madrid vienen un día y otro las mayores seguridades de que tendremos apoyo en altas esferas. ¡Ay! aquella celosa Junta no se duerme en las pajas. Ha sabido unir todos los deseos en uno solo, y hoy, amigas mías, muchos personajes de aquí y de allá que tenían distintas opiniones piensan ya de la misma manera. El acuerdo es perfecto, puedo asegurarlo a ustedes, entre el arzobispo de Tarragona, el Sr. Miguel, vicecancelario de Cervera, el padre Barrí de Santo Domingo, el señor don José Corrons, lectoral de Vich, el domero de Manresa, el guardián de Capuchinos de esta ciudad y el valiente entre los valientes nuestro indomable Jep dels Estanys. Las instrucciones que ha recibido de Madrid la Junta son precisas y resuelven todas las dudas que había en puntos muy esenciales; los escrúpulos de algunos se han disipado; el beneplácito de la Santa Sede es ya evidente y aún se tiene por segura la protección de la Rusia y de la Francia. ¿Qué tal? En el palacio de Madrid se sabe todo lo que pasa aquí, y no se dará un paso por estas leales montañas que sea hijo del acaso o del capricho, sino que todos, chicos y grandes nos moveremos con arreglo a un plan admirablemente concertado. ¡Oh! amigas mías, regocijémonos, entusiasmémonos con la idea de que esta tierra de cristianos tendrá al fin el verdadero gobierno cristiano.

      – ¡Loado sea el Señor! – exclamó la abadesa moviendo por igual los dos brazos. – Este acuerdo entre tales varones nos prueba que no obedecen al capricho ni a la fantasía, sino a una voz divina que en el interior de todos ellos ha sonado. La Virgen Santísima sea con ellos. Ahora bien, amiga querida, puesto que para gloria y salvación nuestra nos corresponde hacer algo en la medida de nuestras escasas fuerzas, en pro de la causa del Señor, aquí estamos aguardando las órdenes de la junta de Manresa, de la cual es usted órgano tan precioso.

      – A eso voy, amiga mía – dijo doña Josefina acercando más su inquisitorial sillón al de las madres. – Primeramente, al dinerillo que ustedes tienen en depósito se unirá dentro de poco el que se está recaudando en esta diócesis de Solsona y parte del que vendrá de Madrid. Lo entregará el señor deán de esta Santa Iglesia Catedral y ustedes lo darán a Jep dels Estanys, a Caragol o a Pixola, previa presentación de un vale reservado y en cifra donde se especificará la suma. También podrá usted recibir dinero del alcalde de Solsona o dárselo. Aquí traigo la clave de la cifra y la explicaré para que no hallen dificultades en el momento preciso.

      Doña Josefina sacó un papel de su ridículo (porque doña Josefina llevaba ridículo) y acercándose a las madres explicoles durante corto rato los signos y combinaciones que aquellas debían conocer. Después la simetría que se había alterado cuando se inclinaron en una misma dirección las tres señoras volvió a restablecerse.

      – He comprendido perfectamente – dijo melífluamente la abadesa. – Se hará todo como lo mandan los señores. Dulcísimo es para nosotras prestar este concurso a obra tan insigne.

      Era la madre abadesa señora muy redicha, como se habrá observado. Tenía buen fondo; pero el fanatismo le había sorbido los sesos. Lanzada por las bullidoras eminencias del país a los torbellinos de una

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