Скачать книгу
nos tuteábamos, hablando de nuestro porvenir como si nunca hubiéramos de separarnos. Después en casa de D. Mauro Requejo, parecía como que nuestras desgracias nos hacían querernos más. Teníamos mil bromas, y yo le decía: «Inesilla, cuando seas condesa, ¿me querrás como ahora?». Y ella me contestaba que sí, y yo me lo creía… Después todo ha cambiado. Cuando fui a la guerra, yo no pensaba sino en ser un hombre de provecho para hacerla mi mujer; mas al mirar de cerca la esfera a donde ella había subido, al verme a mí mismo sin poder subir un solo peldaño en la escala de la sociedad, me entró una tristeza tal, que pensé morirme. Pero al fin se ha ido abriendo paso mi razón por entre este laberinto de atrevidas locuras, y he dicho para mí: «Gabriel, eres un loco en pensar que el mundo se va a volver del revés para darte gusto. Dios lo ha hecho así, y cuando su obra ha salido con tantas desigualdades, él se sabrá por qué. Renuncia a tus vanos sueños; que esto, y ser generalísimo de un tirón, como antes pensabas, es todo uno». Al fin, señora condesa, he llegado a costa de grandes tristezas a adquirir una resignación profunda, con cuyo auxilio ya estoy curado de mis atrevimientos. He renunciado a lo imposible. Si así no lo hubiera hecho, sería real y efectivo lo que cuentan las malas novelas de que se reía hace poco el padre Castillo, y en las cuales se ve a una archiduquesa que se casa con un paje, y a un porquerizo enamorado de una emperatriz. No, señora: vengamos a la realidad triste; pero que es lo único que no engaña. Ya no tengo las aspiraciones que usía me supone, y no es necesario que vuececia compre con dinero mi resignación ni mi alejamiento de esta casa, de Madrid y de España.