Скачать книгу

Señora de la Soledad, me ha encargado dos pláticas para la semana que entra. Veremos qué tal salgo de ellas.

      El padre Castillo, que sin duda tenía prisa, se fue, y allí quedamos Salmón y yo. Desde que hubo salido su compañero, tomó aquel la palabra, y dijo:

      – Pues, como tuve el honor de indicar a usía, este muchacho sabe todo lo concerniente a don Diego, a sus artimañas, trapicheos y correrías, y él satisfará a vuecencia mejor que cuanto yo, relata referendo, pudiera decirle. Pero ¿será cierto, señora mía, lo que al entrar me ha dicho el señor marqués D. Felipe?

      – ¿Qué?

      – Que usía ha tenido anoche la felicísima suerte de hacer confesar a esa linda niña todo lo que de ella queríamos saber.

      – Así es – dijo Amaranta – Todo me lo ha confesado.

      – La paz de Dios sea en esta ilustre casa. ¿Dónde está ese blanco lirio, que la quiero felicitar por el buen acuerdo que ha tenido?

      – Esta tarde no se la puede ver, padre. Ya que su merced ha tenido la buena ocurrencia de traerme este joven, a quien supone al tanto de lo que quiero saber, tenga la bondad de dejarme a solas con él, para que la presencia de persona tan grave y respetabilísima como Vuestra Reverencia, no le impida decirme todo lo que sabe, aunque sea lo más secreto.

      – Con mil amores obedeceré a usía – dijo el padre Salmón; – y con esto se retiró dejándome solo con aquella estrella de la hermosura, con aquella deslumbradora cortesana, a quien nunca me había acercado sin sacar de su trato el fruto de una gran pesadumbre.

      VII

      – No ha sido una simpleza de este buen religioso lo que te ha traído aquí – me dijo severamente; – esto ha sido obra de tu astucia y malignidad.

      – Señora – le respondí, – por mi madre juro a usía que no pensaba volver a esta casa, cuando el padre Salmón se empeñó en traerme, con el objeto que él mismo ha manifestado.

      – ¿Y qué sabes tú de D. Diego?

      – Yo no sé más sino aquello que no ignora nadie que le trata.

      – D. Diego es jugador, franc-masón, libertino; ¿no es cierto?

      – Usía lo ha dicho; y si lo confirmo, no es porque me guste ni esté en mi condición el delatar a nadie, sino porque eso de D. Diego todo el mundo lo sabe.

      – Bien; ¿y tú querrías llevarme a mí o a otra persona de esta casa a cualquiera de los abominables sitios que el conde frecuenta por las noches, para sorprenderle allí, de modo que no pueda negarnos su falta?

      – Eso, señora, no lo haré, aunque usía, a quien tanto respeto, me lo mande.

      – ¿Por qué?

      – Porque es una fea y villana acción. Don Diego es mi amigo, y la traición y doblez con los amigos me repugna.

      – Bueno – dijo Amaranta con menos severidad. – Pero me parece que tú eres tan necio como él, y que le llevas a la perdición, incitándole y adulando sus vicios.

      – Al contrario, señora, a menudo le afeo su conducta, diciéndole que tal proceder es indigno de caballeros, y que al paso que deshonra su casa, deshonra también a aquella con quien va a emparentarse.

      – Eso está muy bien dicho – exclamó con pesadumbre. – Lo que hace Rumblar no tiene perdón de Dios. ¿Y quién le acompaña en su libertinaje?

      – El señor de Mañara y D. Luis de Santorcaz.

      – ¡También ese! – dijo con sobresalto y súbita transformación en su bello rostro. – ¿Qué hombre es ése? ¿Le conoces tú? ¿Dónde vive? ¿En qué se ocupa?

      – Si he de decir verdad, aún ignoro qué clase de hombre es. Tampoco sé dónde vive; pero he oído que es espía de los franceses, y que estos le dan un sueldo para que les escriba todo lo que pasa. Esto me han dicho; pero no lo aseguro.

      Entonces Amaranta acercó su silla a la mía, mirome como quien se dispone a entablar relaciones de confianza, y me habló así con voz dulce:

      – Gabriel, está de Dios que me prestes de vez en cuando servicios de esos que no se encomiendan sino a la despierta observancia y a la discreta malicia. ¿Querrás averiguar si D. Diego anda también en conspiraciones y malos pasos con ese que has llamado espía de los franceses?

      – No sé si podré hacerlo, señora. Tendría que hacerme dueño de su confianza para abusar de ella. Por otro conducto podrá averiguarlo su señoría.

      – Estás orgulloso; pero ven acá, chicuelo: ¿quién eres tú? ¿A quién sirves ahora?

      – No sirvo a nadie, ni quiero servir. Por ahora soy soldado, si soldado es ser alguna cosa. Vivo de la paga que da el Ayuntamiento de Madrid a las tropas que ha levantado. Pero no tengo afición a las armas, y si las tomo hoy es por puro patriotismo y sólo mientras dure la guerra. Después Dios dispondrá de mí, aunque, como no tengo riquezas, ni padres, ni parientes, ni papeles de nobleza, ni protección alguna, espero que no saldré de esta humilde esfera en que he nacido y vivo.

      – ¿Quieres que te proteja yo? ¿Necesitas algo? – me preguntó con bondad. – Te buscaré un buen acomodo, te socorreré, si por acaso no estás muy desahogado.

      – Aunque el recibir limosnas no deshonra a nadie, antes me asparían que tomarlas de vuecencia.

      – ¿Por qué? ¿Pero qué pretendes tú? Yo sé que tú picas muy alto, y no te andas por las ramas. Vamos, Gabriel, si me abres tu corazón, si me confías francamente todo lo que sientes, te prometo ser benévola contigo. ¿Crees que no estoy al tanto de tus atrevimientos? Y sí no, dime: ¿a qué paseas de noche por ese callejón cercano? ¿A qué arrojas piedrecitas a las ventanas?

      – ¿Usía me vio? – pregunté muy confuso.

      – Sí, y aunque me causó ira, reconozco que nadie es dueño de borrar de un golpe lo pasado, mucho más cuando uno no es autor de la situación en que ahora o después se encuentra, sino que es Dios quien a ella le conduce. Tú tienes aspiraciones ridículas y absurdas, y ahora yo, renunciando a medios violentos, hablándote con templanza y sensatez, voy a quitártelas de la cabeza.

      – Hable vuecencia; pero debo advertirle que no tengo ya pretensiones ridículas, pues todo aquello que vuecencia recordará de mi afán de ser generalísimo pasó, y…

      – No me refiero a eso, y bien sabes a qué aludo, tunantuelo. No puedo ocultarte el disgusto que tuve cuando en Córdoba me dijiste con mucha ingenuidad: «Señora, Inés y yo éramos novios». Tal despropósito, tratándose de mi prima, me indignó al principio; pero después me hizo reír. ¡Ay! cuánto he reído con esto. Por supuesto, no creas que ella se acuerda de ti. ¡Eres tan inferior a ella! Bien sabe Inés que si en otro tiempo y lugar la aparente igualdad de vuestra condición permitía que os estimarais, hoy el solo pensar en tal cosa es un crimen. ¡Pues si vieras cómo se ríe de ti, y cuenta tus simplezas!… Eso sí, dice que te está agradecida porque dice que la salvaste de no sé qué peligro; pero nada más. Mi primita ha sacado tal dignidad y estimación de su linaje, que no digo yo con condes, con emperadores se casaría, y aún se juzgara rebajada.

      – ¡Bendito sea Dios, y cómo se mudan las personas! – dije yo, comprendiendo no ser cierto lo que oía.

      – Pero si esto te digo – continuó Amaranta, – también añado que me intereso por ti y quiero recompensar los servicios que prestaste a Inés cuando estaba en la miseria; de modo que te daré lo necesario para que hagas fortuna con tu trabajo; mas con la condición de que has de marcharte de Madrid y de España mañana mismo, para no volver nunca.

      Oí con mucha calma estas razones que la condesa dijo, queriendo aparentar una tranquilidad de espíritu que no tenía, y le contesté:

      – ¡Ay, señora, y qué mal me ha comprendido usía! Hábleme ahora vuecencia sin ninguna clase de artificio, pues yo con el corazón en la mano le digo que conozco muy bien quién soy y todo lo que puedo esperar. En

Скачать книгу