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necesiten de limosnas para vivir: pero a tal situación ha llegado la indigencia pública en la corte de España, que los más gordos se han puesto como alambres.

      De intento he dejado para el fin de mi carta nuestro querido asunto, porque quiero sorprenderte. ¿No has adivinado en el tono de mi epístola que estoy menos triste que de ordinario? Pero nada te diré hasta que no tenga seguridad de no engañarte. Refrena tu impaciencia, hijo mío… Gracias a José, se me han suministrado algunos datos preciosos, y muy pronto, según acaba de decirme Azanza, este resplandor de la verdad será luz clara y completa. Adiós.

      21 de mayo.

      Albricias, querido amigo, hijo y servidor mío. Ya está descubierto el paradero de nuestro verdugo. ¡Benditos sean mil veces José y esa desconocida reina Julia, cuyo nombre invoqué para inclinarle en mi favor! Santorcaz no ha pasado todavía a Francia. Desde aquí, querido mío, considerándote en camino hacia Occidente, puedo decirte como a los niños cuando juegan a la gallina ciega: «Que te quemas». Sí, chiquillo, alarga la mano y cogerás al traidor. ¡Cuántas veces buscamos el sombrero y lo llevamos puesto! Aquello que consideramos más perdido está comúnmente más cerca. La idea de que esta carta no te encuentre ya en Piedrahíta me espanta. Pero Dios no puede sernos tan desfavorable y tú recibirás este papel; inmediatamente marcharás hacia Plasencia, y valido de tu astucia, de tu valor, de tu ingenio o de todas estas cualidades juntas, penetrarás en la vivienda del pícaro para arrancarle la joya robada que lleva siempre consigo.

      ¡Cuánto trabajo ha costado averiguarlo! Ha tiempo que Santorcaz dejó el servicio. Su carácter, su orgullo, su extravagancia, le hacían insoportable a los mismos que le colocaron. Por algún tiempo fue tolerado en gracia de los buenos servicios que presta, mas se descubrió que pertenecía a la sociedad de los filadelfos, nacida en el ejército de Soult, y cuyo objeto era destronar al Emperador, proclamando la república. Quitáronle el destino poco después de habernos robado a Inés, y desde entonces ha vagado por la Península fundando logias. Estuvo en Valladolid, en Burgos, en Salamanca, en Oviedo; mas luego se perdió su rastro, y por algún tiempo se creyó que había entrado en Francia. Finalmente, la policía francesa (la peor cosa del mundo produce algo bueno) ha descubierto que está ahora en Plasencia, bastante enfermo y un tanto imposibilitado de trastornar a los pueblos con sus logias y cónclaves revolucionarios. ¡Qué indignidad! ¡Los perdidos, los tunantes, los mentirosos y falsarios quieren reformar el mundo!… Estoy colérica, amigo mío, estoy furiosa.

      El que ha completado mis noticias sobre Santorcaz es un afrancesado no menos loco y trapisondista que él, José Marchena, ¿le conoces? uno que pasa aquí por clérigo relajado, una especie de abate que habla más francés que español, y más latín que francés, poeta, orador, hombre de facundia y de chiste, que se dice amigo de madama Staël, y parece lo fue realmente de Marat, Robespierre, Legendre, Tallien y demás gentuza. Santorcaz y él vivieron juntos en París. Son hoy muy amigos, se escriben a menudo. Pero este Marchena es hombre de poca reserva y contesta a todo lo que le preguntan. Por él sé que nuestro enemigo no goza de buena salud, que no vive sino en las poblaciones ocupadas por los franceses, y que cuando pasa de un punto a otro, se disfraza hábilmente para no ser conocido. ¡Y nosotros le creíamos en Francia! ¡Y yo te decía que no fueras al ejército de Extremadura! Ve, corre, no tardes un solo día. El ejército del lord debe de andar por allí. Te escribiré al cuartel general de D. Carlos España. Contéstame pronto. ¿Irás donde te mando? ¿Encontrarás lo que buscamos? ¿Podrás devolvérmelo? Estoy sin alma.

      II

      Cuando recibí esta carta, marchaba a unirme al ejército llamado de Extremadura, pero que no estaba ya en Extremadura, sino en Fuente Aguinaldo, territorio de Salamanca.

      En Abril había yo dejado definitivamente la compañía de los guerrilleros para volver al ejército. Tocome servir a las órdenes de un mariscal de campo llamado Carlos Espagne, el que después fue conde de España, de fúnebre memoria en Cataluña. Hasta entonces aquel joven francés, alistado en nuestros ejércitos desde 1792, no tenía celebridad, a pesar de haberse distinguido en las acciones de Barca del Puerto, de Tamames, del Fresno y de Medina del Campo. Era un excelente militar, muy bravo y fuerte, pero de carácter variable y díscolo. Digno de admiración en los combates, movían a risa o a cólera sus rarezas cuando no había enemigos delante. Tenía una figura poco simpática, y su fisonomía, compuesta casi exclusivamente de una nariz de cotorra y de unos ojazos pardos bajo cejas angulosas, revueltas, movibles y en las cuales cada pelo tenía la dirección que le parecía, revelaba un espíritu desconfiado y pasiones ardientes, ante las cuales el amigo y el subalterno debían ponerse en guardia.

      Muchas de sus acciones revelaban lamentable vaciedad en los aposentos cerebrales, y si no peleamos algunas veces contra molinos de viento, fue porque Dios nos tuvo de su mano; pero era frecuente tocar llamada en el silencio y soledad de la alta noche, salir precipitadamente de los alojamientos, buscar al enemigo que tan a deshora nos hacía romper el dulce sueño, y no encontrar más que al lunático España vociferando en medio del campo contra sus invisibles compatriotas.

      Mandaba este hombre una división perteneciente al ejército de que era comandante general D. Carlos O’Donnell. Habíasele unido por aquel tiempo la partida de D. Julián Sánchez, guerrillero muy afortunado en Castilla la Vieja, y se disponía a formar en las filas de Wellington, establecido en Fuente Aguinaldo, después de haber ganado a Badajoz a fines de Marzo. Los franceses de Castilla la Vieja mandados por Marmont andaban muy desconcertados. Soult, operaba en Andalucía sin atreverse a atacar al lord y este decidió avanzar resueltamente hacia Castilla. En resumen, la guerra no tomaba mal aspecto para nosotros; por el contrario, parecía en evidente declinación la estrella imperial, después de los golpes sufridos en Ciudad-Rodrigo, Arroyomolinos y Badajoz.

      Yo había recibido el empleo de comandante en Febrero de aquel mismo año. Por mi ventura mandé durante algún tiempo (pues también fui jefe de guerrillas) una partida que corrió el país de Aranda y luego las sierras de Covarrubias y la Demanda. A principios de Marzo tenía la seguridad de que Santorcaz no estaba en aquel país. Alargué atrevidamente mis excursiones hasta Burgos, ocupada por los franceses, entré disfrazado en la plaza, y pude saber que el antiguo comisario de policía había residido allí meses antes. Bajando luego a Segovia, continué mis pesquisas; pero una orden superior me obligó a unirme a la división de D. Carlos España.

      Obedecí, y como en los mismos días recibiese la última carta de las que puntualmente he copiado, juzgué favor especial del cielo aquella disposición militar que me enviaba a Extremadura. Pero, como he dicho, Wellington, a quien debiera unirse España, había dejado ya las orillas del Tiétar. Nosotros debíamos salir de Piedrahíta para unirnos a él en Fuente Aguinaldo o en Ciudad-Rodrigo. De aquí se podía ir fácilmente a Plasencia.

      Mientras con zozobra y desesperación revolvía en mi mente distintos proyectos, ocurrieron sucesos que no debo pasar en silencio.

      III

      Después de larguísima jornada durante la tarde y gran parte de una hermosísima noche de Junio, España ordenó que descansásemos en Santibáñez de Valvaneda, pueblo que está sobre el camino de Béjar a Salamanca. Teníamos provisiones relativamente abundantes, dada la gran escasez de la época, y como reinaba en el ejército muy buena disposición a divertirse, allí era de ver la algazara y alegría del pueblo a media noche cuando tomamos posesión de las casas, y con las casas, de los jergones y baterías de cocina.

      Tocome habitar en el mejor aposento de una casa con resabios de palacio y honores de mesón. Acomodó mi asistente para mí una hermosa cama, y no tengo inconveniente en decir que me acosté, sí, señores, sin que nada extraordinario ni con asomos de poesía me ocurriese en aquel acto vulgar de la vida. Y también es cierto, aunque igualmente prosaico, que me dormí, sin que el crepúsculo de mis sentidos me impresionase otra cosa que la histórica canción cantada a media voz por mi asistente en la estancia contigua:

      En el Carpio está Bernardo

      y el Moro en el Arapil.

      Como va el Tormes por medio,

      non se pueden combatir.

      Me dormí, y no se crea que ahora van a salir fantasmas, ni que los rotos artesonados

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