Скачать книгу

escogidos entre la hez de la sociedad, se encargan de atrapar a los individuos que se les antoja y almacenarlos en la cárcel de villa, sin forma de juicio, ni más guía que la arbitrariedad y la delación. El motivo aparente de estas tropelías es la complicidad con los insurgentes; pero los malvados de uno y otro bando se dan buena maña para utilizar esta nueva Inquisición que hará olvidar con sus gracias las lindezas de la pasada. Todo aquel que quiere deshacerse de una persona que le estorba, encuentra fácil medio para ello, y aun ha habido quien, no contentándose con ver emparedado a su enemigo, le ha hecho subir al cadalso. Se cuentan cosas horribles, que me resisto a darles crédito, entre ellas la maldad de una señora de esta corte, que, mal avenida con su esposo le delató como insurgente y despacharon la causa en cosa de tres días, lo necesario para ir de la callejuela del Verdugo a la plaza de la Cebada. También se habla de un tal Vázquez, que delató a su hermano mayor, y de un tal Escalera que subió la del patíbulo por intrigas de su manceba.

      Hay una Junta criminal que inspira más horror que los jueces del infierno. Los hombres bajos que la forman condenan a muerte a los que leen los papeles de los insurgentes, a los empecinados, que aquí llaman madripáparos, y a todo ser sospechoso de relaciones con los espías, ladrones, asesinos, bandoleros, cuatreros y… tahures, a quienes llamáis vosotros guerrilleros o soldados de la patria.

      Una de las cosas más criticadas a los franceses, además de su infame policía, es la introducción de los bailes de máscaras. En esto hay exageración, porque antes que tales escandalosas reuniones fuesen instituidas en nuestro morigerado país, había intrigas y gran burla de vigilancia de padres y maridos. Yo creo que las caretas no han traído acá todos los pecados grandes y chicos que se les atribuyen. Pero la gente honesta y timorata brama contra tal novedad, y no se oye otra cosa sino que con los tapujos de las caras ya no hay tálamo nupcial seguro, ni casa honrada, ni padre que pueda responder del honor de sus hijas, ni doncella que conserve su espíritu libre y limpio de deshonestos pensamientos. Creo que no es justa esta enemiga contra las caretas, más cómodas aunque no más disimuladoras que los antiguos mantos, y tengo para mí que muchas personas hablan mal de las reuniones de máscaras porque no las encuentran tan divertidas ni tan oscuritas como las verbenas de San Juan y San Pedro.

      Pero la novedad que más indignada y fuera de sus casillas trae a esta buena gente, es un juego de azar llamado la roleta, donde parece baila el dinero que es un gusto. Los franceses son Barrabás para inventar cosas malas y pecaminosas. No respetan nada, ni aun las venerandas prácticas de la antigüedad, ni aun aquello que forma parte desde remotísimas edades, de la ejemplar existencia nacional. Lo justo habría sido dejar que los padres y los hijos de familia se arruinaran con la baraja, siguiendo en esto sus patriarcales y jamás alteradas costumbres, y no introducir roletas ni otros aparatos infernales. Pero los franceses dicen que la roleta es un adelanto con respecto a los naipes, así como la guillotina es mejor que la horca, y la policía mucho mejor que la Inquisición.

      Lo peor de esto es que, según dicen, la tal endemoniada roleta, no sólo es consentida por el gobierno francés, sino de su propiedad, y para él son las pingües ganancias que deja. De este modo los franceses piensan embolsarse el poco dinero que han dejado en nuestras arcas.

      No concluiré sin ponerte al corriente de un proyecto que tengo, y que, realizado, me parece ha de ser más eficaz para nuestro objeto que todas las averiguaciones y búsquedas hechas hasta ahora. El plan, hijo mío, consiste en interesar al mismo José en favor mío. Pienso ir a palacio, donde seré recibida por el señor Botellas, el cual no desea otra cosa y ve el cielo abierto cuando le anuncian que un grande de España quiere visitarle. Hasta ahora he resistido todas las sugestiones de varios personajes amigos míos que se han empeñado en presentarme al Rey; pero pensándolo mejor, estoy decidida a ir a la corte. En Diciembre del 8 traté a los dos Bonaparte, y las bondades que encontré en José me hacen esperar que no será inútil este paso que doy, aun a riesgo de comprometerme con una causa que considero perdida. Adiós: te informaré de todo.

      22 de abril.

      He estado en palacio, hijo mío, y me he prosternado ante esa católica majestad de oropel, a quien sirven unos pocos españoles, moviéndose bulliciosamente para parecer muchos. Si yo dijera a cualquier habitante de Madrid que José I, conocido aquí por el tuerto, o por Pepe Botellas, es una persona amable, discreta, tolerante, de buenas costumbres, y que no desea más que el bien, me tendrían por loca o quizás por vendida a los franceses.

      Recibiome Copas con gozo. El buen señor no puede ocultarlo cuando alguna persona de categoría da, al visitarle, una especie de tácito asentimiento a su usurpación. Sin duda cree posible ser dueño de España conquistando uno a uno los corazones. Habrías de ver su diligencia y extremado empeño de hacer cumplidos. Cierto es que su etiqueta es menos severa y finchada que la de nuestros reyes, sin perder por eso la dignidad, antes bien aumentándola. Habla hasta con familiaridad, se ríe, también se permite algunas gentilezas galantes con las damas, y a veces bromea con cierta causticidad muy fina, propia de los italianos. El acento extranjero es el único que afea su palabra. Confunde a menudo su lengua natal con la nuestra y hay ocasiones en que son necesarios grandes esfuerzos para no reír.

      Su figura no puede ser mejor. José vale mucho más que el barrilete de su hermano. Poco falta a su rostro grave y expresivo para ser perfecto. Viste comúnmente de negro, y el conjunto de su persona es muy agradable. No necesito decirte que cuanto hablan las gentes por ahí sobre sus turcas, es un arma inventada por el patriotismo para ayudar a la defensa nacional. José no es borracho. También se cuentan de él mil abominaciones referentes a vicios distintos del de la embriaguez; pero sin negarlos rotundamente, me resisto a darles crédito. En resumen, Botellas (nos hemos acostumbrado de tal manera a darle este nombre, que cuesta trabajo llamarle de otra manera) es un rey bastante bueno, y al verle y tratarle, no se puede menos de deplorar que lo hayan traído, en vez del nacimiento y el derecho, la usurpación y la guerra.

      Sus partidarios aquí son pocos, tan pocos, que se pueden contar. Esta dinastía no tiene más súbditos leales que los ministros y dos o tres personas colocadas por ellos en altos puestos. Estos españoles que le sirven parecen víctimas humilladas y no tienen aquel aire triunfador y vanaglorioso que suelen tomar aquí los que por méritos propios o ajeno favor se elevan dos dedos sobre los demás. Viven o avergonzados o medrosos, sin duda porque prevén que el lord ha de dar al traste con todo esto. Algunos, sin embargo, se hacen ilusiones y dicen que tendremos Botellas, Azumbres y Copas por los siglos de los siglos.

      No pertenece a estos Moratín, el cual está más triste y más pusilánime que nunca. Ya no es secretario de la interpretación de lenguas, sino bibliotecario mayor, cargo que debe de desempeñar a maravilla. Pero él no está contento; tiene miedo a todo, y más que a nada a los peligros de una segunda evacuación de la Corte por los franceses. Me ha dicho que el día en que cayese el poder intruso no daría dos cuartos por su pellejo; pero creo que su hipocondría y pésimo humor, entenebreciendo su alma, le hacen ver enemigos en todas partes. Está enfermo y arruinado; mas trabaja algo, y ahora nos ha dado La escuela de los maridos, traducción del francés. Ni la he visto representar ni he podido leerla, porque mi espíritu no puede fijarse en nada de esto.

      Moratín viene a verme a menudo con su amigo Estala, el cual es afrancesado rabioso y ardiente, como aquel lo es tímido y melancólico. Aquí no pueden ver a Estala, que publica artículos furibundos en El Imparcial, y hace poco escribió, aludiendo a España, que los que nacen en un país de esclavitud no tienen patria sino en el sentido en que la tienen los rebaños destinados para nuestro consumo. Por esto y otros atroces partos de su ingenio que publica la Gaceta, es aborrecido aún más que los franceses.

      Máiquez sigue en el Príncipe, y como José ha señalado a su teatro 20.000 reales mensuales para ayuda de costa, le tachan también de afrancesado. Ahora, según veo en el diario, dan alternativamente el Orestes, La mayor piedad de Leopoldo el Grande y una mala comedia arreglada del alemán, y cuyo título es Ocultar, de honor movido, al agresor el herido.

      El teatro está, según me dicen, vacío. La pobre Pepilla González, de quien no te habrás olvidado, se muere de miseria, porque no pudiendo representar, a causa de una enfermedad que ha contraído, está sin sueldo, abandonada de sus compañeros. Lo estaría de todo el mundo, si yo no cuidase de enviarle todos los días lo muy preciso para que no expire. Pepilla, el venerable padre Salmón

Скачать книгу