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que es bueno, atrévete a faltar al respeto a la señorita Fly, que en inglés se dice Flai, pues ya sabes que en esa lengua se escriben las palabras de una manera y se pronuncian de otra, lo cual es un encanto para el que quiere aprenderla.

      Acto continuo referí a mi amigo las escenas de la noche anterior y el paseo que en la soledad de la noche dimos miss Fly y yo por aquellos contornos, lo que oído por Figueroa, causó a este muchísima sorpresa.

      – Es la primera vez – dijo – que la rubita tiene tales familiaridades con un oficial español o portugués, pues hasta ahora a todos les miró con altanería…

      – Yo la tuve por persona de costumbres un tanto libres.

      – Así parece, porque anda sola, monta a caballo, entra y sale por medio del ejército, habla con todos, visita las posiciones de vanguardia antes de una batalla y los hospitales de sangre después… A veces se aleja del ejército para recorrer sola los pueblos inmediatos, mayormente si hay en estos abadías, catedrales o castillos, y en sus ratos de ocio no hace más que leer romances.

      Hablando de este y de otros asuntos, empleamos la mañana, y cerca del medio día fuimos al alojamiento de Carlos España, el cual no estaba allí.

      – España – nos dijo el guerrillero Sánchez – está en el alojamiento del cuartel general.

      – ¿No marcha lord Wellington?

      – Parece que se queda aquí, y nosotros salimos para San Muñoz dentro de una hora.

      – Vamos al alojamiento del duque – dijo Figueroa; – allí sabremos noticias ciertas.

      Estaba lord Wellington en la casa-ayuntamiento, la única capaz y decorosa para tan insigne persona. Llenaban la plazoleta, el soportal, el vestíbulo y la escalera multitud de oficiales de todas las graduaciones, españoles, ingleses y lusitanos que entraban, y salían, formaban corrillos, disputando y bromeando unos con otros en amistosa intimidad cual si todos perteneciesen a una misma familia. Subimos Figueroa y yo, y después de aguardar más de una hora y media en la antesala, salió España y nos dijo:

      – El general en jefe pregunta si hay un oficial español que se atreva a entrar disfrazado en Salamanca para examinar los fuertes y las obras provisionales que ha hecho el enemigo en la muralla, ver la artillería y enterarse de si es grande o pequeña la guarnición, y abundantes o escasas las provisiones.

      – Yo voy – repuse resueltamente sin aguardar a que el general concluyese.

      – Tú – dijo España con la desdeñosa familiaridad que usaba hablando con sus oficiales, – ¿tú te atreves a emprender viaje tan arriesgado? Ten presente que es preciso ir y volver.

      – Lo supongo.

      – Es necesario atravesar las líneas enemigas, pues los franceses ocupan todas las aldeas del lado acá del Tormes.

      – Se entra por donde se puede, mi general.

      – Luego has de atravesar la muralla, los fuertes, has de penetrar en la ciudad, visitar los acantonamientos, sacar planos…

      – Todo eso es para mí un juego, mi general. Entrar, salir, ver… una diversión. Hágame vuecencia la merced de presentarme al señor duque, diciéndole que estoy a sus órdenes para lo que desea.

      – Tú eres un atolondrado y no sirves para el caso – repuso D. Carlos. – Buscaremos otro. No sabes una palabra de geometría ni de fortificación.

      – Eso lo veremos – contesté sofocado.

      – Y es preciso, es preciso ir – añadió mi jefe. – Aún no ha formado el lord su plan de batalla. No sabe si asaltará a Salamanca o la bloqueará; no sabe si pasará el Tormes para perseguir a Marmont, dejando atrás a Salamanca o si… ¿Dices que te atreves tú?…

      – ¿Pues no he de atreverme? Me vestiré de charro, entraré en Salamanca vendiendo hortalizas o carbón. Veré los fuertes, la guarnición, las vituallas; sacaré un croquis y me volveré al campamento… Mi general – añadí con calor, – o me presenta vuecencia al duque, o me presento yo solo.

      – Vamos, vamos al momento – dijo España entrando conmigo en la sala.

      XI

      Junto a una gran mesa colocada en el centro estaba el duque de Ciudad-Rodrigo con otros tres generales examinando una carta del país, y tan profundamente atendían a las rayas, puntos y letras con que el geógrafo designara los accidentes del terreno, que no alzaron la cabeza para mirarnos. Hízome seña don Carlos España de que debíamos esperar, y en tanto dirigí la vista a distintos puntos de la sala para examinar, siguiendo mi costumbre, el sitio en que me encontraba. Otros oficiales hablaban en voz baja retirados del centro, y entre ellos ¡oh sorpresa! vi a miss Fly, que sostenía conversación animada con un coronel de artillería llamado Simpson.

      Por fin, lord Wellington levantó los ojos del mapa y nos miró. Hice una amabilísima reverencia: entonces el inglés me miró más, observándome de pies a cabeza. También yo le observé a él a mis anchas, gozoso de tener ante mi vista a una persona tan amada entonces por todos los españoles, y que tanta admiración me inspiraba a mí. Era Wellesley bastante alto, de cabellos rubios y rostro encendido, aunque no por las causas a que el vulgo atribuye las inflamaciones epidérmicas de la gente inglesa. Ya se sabe que es proverbial en Inglaterra la afirmación de que el único grande hombre que no ha perdido jamás su dignidad después de los postres, es el vencedor de Tipoo Sayd y de Bonaparte.

      Representaba Wellington cuarenta y cinco años, y esta era su edad, la misma exactamente que Napoleón, pues ambos nacieron en 1769, el uno en Mayo y el otro en Agosto. El sol de la India y el de España habían alterado la blancura de su color sajón. Era la nariz, como antes he dicho, larga y un poco bermellonada; la frente, resguardada de los rayos del sol por el sombrero, conservaba su blancura y era hermosa y serena como la de una estatua griega, revelando un pensamiento sin agitación y sin fiebre, una imaginación encadenada y gran facultad de ponderación y cálculo. Adornaba su cabeza un mechón de pelo o tupé que no usaban ciertamente las estatuas griegas; pero que no caía mal, sirviendo de vértice a una mollera inglesa. Los grandes ojos azules del general miraban con frialdad, posándose vagamente sobre el objeto observado, y observaban sin aparente interés. Era la voz sonora, acompasada, medida, sin cambiar de tono, sin exacerbaciones ni acentos duros, y el conjunto de su modo de expresarse, reunidos el gesto, la voz y los ojos, producía grata impresión de respeto y cariño.

      Su excelencia me miró, como he dicho, y entonces D. Carlos España, dijo:

      – Mi general, este joven desea desempeñar la comisión de que vuecencia me ha hablado hace poco. Yo respondo de su valor y de su lealtad; pero he intentado disuadirle de su empeño, porque no posee conocimientos facultativos.

      Aquello me avergonzó, mayormente porque estaba delante de miss Fly, y porque, en efecto, yo no había estado en ninguna academia.

      – Para esta comisión – dijo Wellington en castellano bastante correcto, – se necesitan ciertos conocimientos…

      Y fijó los ojos en el mapa. Yo miré a España y España me miró a mí. Pero la vergüenza no me impidió tomar una resolución, y sin encomendarme a Dios ni al diablo, dije:

      – Mi general. Es cierto que no he estado en ninguna academia; pero una larga práctica de la guerra en batallas y sobre todo en sitios, me ha dado tal vez los conocimientos que vuecencia exige para esta comisión. Sé levantar un plano.

      El duque de Ciudad-Rodrigo alzando de nuevo los ojos, habló así:

      – En mi cuartel general hay multitud de oficiales facultativos; pero ningún inglés podría entrar en Salamanca, porque sería al instante descubierto por su rostro y por su lenguaje. Es preciso que vaya un español.

      – Mi general – dijo con fatuidad España, – en mi división no faltan oficiales facultativos. He traído a este porque se empeñó en hacer alarde de su arrojo delante de vuecencia.

      Miré con indignación a D. Carlos, y luego exclamé con la mayor vehemencia:

      – Mi general, aunque en

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