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momento después el precioso cuerpo de la dama inglesa descansaba sobre un lecho algo más blando que una roca, al cual tuve que conducirla en mis brazos, porque la acometió nuevamente aquel desmayo primero que la imposibilitaba toda acción corporal. Ella me dio las gracias en silencio volviendo hacia mí sus hermosos ojos azules, que dulcemente y con la encantadora vaguedad y extravío que sigue a los desmayos se fijaron, primero en mi persona y después en las paredes de la habitación. Más la miraba yo y más hermosa me parecía a cada momento. No puedo dar idea de la extremada belleza de sus ojos azules. Todas las facciones de su rostro distinguíanse por la más pura corrección y finura. Los cabellos rubios hacían verosímil la imagen de las trenzas de oro tan usada por los poetas, y acompañaban la boca los más lindos y blancos dientes que pueden verse. Su cuerpo atormentado bajo las ballenas de un apretado jubón, del cual pendían faldas de amazona, era delgadísimo, mas no carecía de las redondeces y elegantes contornos y desigualdades que distinguen a una mujer de un palo torneado.

      – Gracias, caballero – me dijo con acento melancólico y usando siempre el vos. – Si no temiera molestaros, os suplicaría que me dieseis algún alimento.

      – ¿Quiere la señora un pedazo de pierna de carnero – dijo Forfolleda, que arreglaba los trastos de la habitación, – unas sopas de ajo, chocolate o quizás un poco de salmorejo con guindilla? También tengo abadejo. Dicen que al Sr. D. Arturo le gusta mucho el abadejo.

      – Gracias – repuso la inglesa con mal humor, – no puedo comer eso. Que me hagan un poco de té.

      Fui a la cocina, donde la señora de Forfolleda me dijo que allí no había té ni cosa que lo pareciese, añadiendo que si ella probara tan sólo un buche de tal enjuagadero de tripas, arrojaría por la boca juntamente con los hígados la primer leche que mamó. Luego se puso a reprender a su esposo por admitir en la casa a herejes luteranos y calvinistas, cuales eran los ingleses; mas el dómine refutó victoriosamente el ataque afirmando que merced a la ayuda de los herejes luteranos y calvinistas, la católica España triunfaría de Napoleón, lo cual no significaba más sino que Dios se vale del mal para producir el bien.

      – Vete a cualquier casa donde haya ingleses – dije a Tribaldos, – y trae té. ¿Sabes lo que es?

      – Unas hojas arrugaditas y negras. Ya sé… todas las noches lo tomaba la mujer del capitán.

      Volví al lado de la inglesa que me dijo no podía comer cosa alguna de nuestra cocina, y habiéndome pedido pan, se lo di mientras llegaba el anhelado té.

      Al poco rato entró Tribaldos trayendo una ancha taza que despedía un olor extraño.

      – ¿Qué es esto? – dijo la dama con espanto, cuando los vapores del condenado licor llegaron a su nariz.

      – ¿Qué menjurgue has puesto aquí, maldito? – exclamé amenazando al aturdido mozo.

      – Señor, no he puesto nada, nada más que las hojas arrugaditas, con un poco de canela y de clavo. La señora de Forfolleda dijo que así se hacía, y que lo había compuesto muchas veces para unos ingleses que fueron a Salamanca a ver la catedral vieja.

      La inglesa prorrumpió en risas.

      – Señora, perdone usted a este animal que no sabe lo que hace. Voy yo mismo a la cocina y beberá usted té.

      Poco después volví con mi obra, que debió de satisfacer a la interesada, pues la aceptó con gozo.

      – Ahora, señora mía, me retiraré, para que usted descanse – le dije. – Deme usted órdenes para mañana o para esta noche misma. Si quiere usted que avise a su esposo… o es que se halla en la división de Picton que no está en este pueblo…

      – Señor oficial – dijo solemnemente bebiendo su té – yo no tengo esposo; yo soy soltera.

      Esto puso el límite a mi asombro, y vacilante al principio en mis ideas no supe contestarle sino con medias palabras.

      – ¡Buena pieza será ésta que se ha colgado de mi brazo! – dije para mí. – Los franceses traen consigo mujeres de mala vida, pero de los ingleses, no sabía que…

      – Soltera, sí – añadió con aplomo y apartando la taza de sus labios. – Os asombráis de ver una señorita como yo en un campo de batalla, en tierra extranjera y lejos, muy lejos de su familia y de su patria. Sabed que vine a España con mi hermano, oficial de ingenieros de la división de Hill, el cual hermano mío pereció en la sangrienta batalla de Albuera. El dolor y la desesperación tuviéronme por algunos días enferma y en peligro de muerte; pero me reanimó la conciencia de los deberes que en aquel trance tenía que cumplir, y consagreme a buscar el cuerpo del pobre soldado para enviarle a Inglaterra, al panteón de nuestra familia. En poco tiempo cumplí esta triste misión, y hallándome sola traté de volver a mi país. Pero al mismo tiempo me cautivaban de tal modo la historia, las tradiciones, las costumbres, la literatura, las artes, las ruinas, la música popular, los bailes, los trajes de esta nación tan grande en otro tiempo y otra vez grandísima en la época presente, que formé el proyecto de quedarme aquí para estudiarlo todo, y previa licencia de mis padres, así lo he hecho.

      – Sabe Dios qué casta de pájaro serás tú – dije para mi capote; y luego en voz alta añadí sosteniendo fijamente la dulce mirada de sus ojos de cielo: – ¡Y los padres de usted consintieron, sin reparar en los continuos y graves peligros a que está expuesta una tierna doncella sola y sin amparo en país extranjero, en medio de un ejército! Señora, por amor de Dios…

      – ¡Ah! no conocéis sin duda que nosotras, las hijas de Inglaterra estamos protegidas por las leyes de tal manera y con tanto rigor, que ningún hombre se atreve a faltarnos al respeto.

      – Sí, así dicen que pasa en Inglaterra. Y parece que allá salen las señoritas solas a paseo y viajan solas o acompañadas de cualquier galancete.

      – Aunque fuera su novio, no importa.

      – ¡Pero estamos en España, señora, en España! Usted no sabe bien en qué país se ha metido.

      – Pero sigo al ejército aliado y estoy al amparo de las leyes inglesas – dijo sonriendo. – Caballero, faltad al pudor si os parece, intentad galantearme de una manera menos decorosa que la que empleáis para amar a esa Dulcinea que fue causa de la muerte de Gray, y lord Wellington os mandará fusilar, si no os casáis conmigo.

      – Me casaría, señora.

      – Caballero, veo que quizás sin malicia principiáis a faltar al comedimiento.

      – Pues no me casaría… Permítame usted que me retire.

      – Podéis hacerlo – me dijo levantándose penosamente para cerrar por dentro la puerta.

      – Os agradeceré que mañana hagáis traer mi maleta. Felizmente no la traía conmigo. Está en el convoy.

      – Se traerá la maleta. Buenas noches, señora.

      IX

      Fuera de la estancia sentí el ruido de los cerrojos que corría por dentro la hermosa inglesa y me retiré a mi aposento que era el rincón de un oscuro pasillo, donde Tribaldos me había arreglado un lecho con mantas y capotes. Tendime sobre aquellas durezas y en buena parte de la noche no pude conciliar el sueño; de tal modo se había encajado dentro de mi cerebro la extraña señora inglesa, con su caída, sus desmayos, su té y su acabada hermosura. Pero al fin, rendido por el gran cansancio, me dormí sosegadamente. Por la mañana, díjome la señora de Forfolleda que la señorita rubia estaba mejor, que había pedido agua y té y pan, ofreciendo dinero abundante por cualquier servicio que se le prestara. Como manifestase deseos de entrar a saludarla, añadió la Forfolleda que no era conveniente, por estar la señorita arreglándose y componiéndose, a pesar de las heridas leves de su brazo.

      Al salir a mis quehaceres, que fueron muchísimos y me ocuparon casi todo el día, encontré a sir Tomás Parr, a quien encargué lo de la maleta.

      Por la tarde, después del gran trabajo de aquel día que me hizo poner un tanto en olvido a la interesante dama, regresé a casa de Forfolleda, y vi a gran número de ingleses que entraban y salían, como

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