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      Ante un panorama así de sombrío, y previendo un futuro no menos desolador, se impone una sola pregunta: ¿qué hacer? Algunas directivas sobre cómo afrontar estos tipos de fenómenos vienen siendo propuestas desde hace décadas por distintas comisiones, instituciones y especialistas. Sin dudas, el Protocolo de Kioto de 1997 significó un hito en este sentido, no sólo por el grado de consenso alcanzado en torno a qué hacer, sino por los exigentes compromisos que fijó en materia de “reducción o limitación de emisiones de gases causantes del efecto invernadero en 2012 para 39 naciones desarrolladas” (Singer, 2003: 35). El camino transitado desde entonces, sin embargo, ha sido difícil. En el año 2001, Estados Unidos abandonó el Protocolo, siendo la principal potencia generadora de gases de efecto invernadero. Pero, así como ha habido retrocesos, también cabe constatar algunos avances. El Acuerdo de Copenhague (2009), que volvió a incluir a los Estados Unidos, como así también la Cumbre de Clima de Varsovia (2013) o la Cumbre de Clima de París (2015), en la cual se celebró un acuerdo histórico que volvió a comprometer a las naciones desarrolladas a implementar las medidas y los recursos necesarios para reducir la temperatura global del planeta, permiten contar con una hoja de ruta bastante más certera y esperanzadora. Hoy, pues, el problema principal ya no sería el de ‘qué hacer’, sino el de visualizar qué herramientas resultan más efectivas para lograr que los principales actores a nivel mundial finalmente cumplan los compromisos asumidos. En este plano, tanto la política como el derecho internacional están llamados a asumir un rol clave.

      Todo esto, por cierto, resume en líneas muy gruesas el creciente nivel de concientización que hemos alcanzado en torno a un fenómeno cuyo tratamiento resulta impostergable. Pero también es verdad que las consecuencias de este fenómeno ya son visibles en varias regiones del planeta, habiéndose vuelto muchas de ellas tan inevitables como irreversibles. En algunos casos, como el de Australia, la magnitud del daño producido por el calentamiento global es tan grande que su mitigación probablemente exceda con creces la capacidad de dicho país para hacerle frente. Si tomamos en cuenta que Australia representa una de las potencias que más contribuyen a la producción de gases de efecto invernadero, habrá quienes sugieran tratar su caso bajo el famoso apotegma: «el que las hace, las paga». Sin embargo, obrar de esta manera no sólo dejaría sin solución a algunas regiones del planeta que sufren consecuencias similares a las de Australia sin haber contribuido en la misma medida a generarlas, sino que implicaría desconocer el impacto que estas mismas consecuencias, a su vez, producen en otros países y regiones. Como lo puso cristalinamente Ulrich Beck al referirse a “la globalización de los riesgos civilizatorios”:

      A la producción industrial le acompaña un universalismo de los peligros, independientemente de los lugares de su producción: las cadenas de alimentos conectan en la práctica a todos los habitantes de la Tierra. Atraviesan las fronteras. El contenido en ácidos del aire no ataca sólo a las esculturas y a los tesoros artísticos, sino que ha disuelto ya desde hace tiempo las barreras aduaneras modernas. También en Canadá los lagos tienen mucho ácido, también en las cumbres de Escandinavia se mueren los bosques (Beck, 1998: 42).

      Por eso, hay dos cuestiones que deberíamos diferenciar con mucho cuidado. Por una parte, está la cuestión de cómo distribuir los costos entre los causantes de cierto fenómeno, la cual ciertamente plantea obstáculos prácticos de gran envergadura, en especial debido a la reticencia que siguen exhibiendo muchas potencias a asumir las responsabilidades que les competen y a la dificultad de establecer sanciones realmente efectivas por parte de la comunidad internacional. Pero, por otra parte, está la cuestión de cómo comportarnos en el mientras tanto frente a algunos hechos que tienen incidencia directa en nuestras comunidades, es decir: en la medida en que las soluciones a la primera cuestión sigan postergándose en el tiempo. En todo caso, el carácter global o heredado de un fenómeno no tiene por qué implicar que no haya nada que pueda hacerse a nivel local para combatir o mitigar su impacto.

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