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algunas reflexiones sobre la subordinación de las fuerzas armadas al poder civil como una característica inherente a la democracia. En esta reflexión, y en concordancia con la producción académica del Grupo de Investigación en Seguridad y Defensa, se utilizan elementos conceptuales que se han planteado en anteriores producciones1.

      Partimos de entender el Estado —en la perspectiva weberiana— como el aspecto político de las relaciones de dominación social, pero también como el agente de unificación de la sociedad y detentador, a ese título, del monopolio de la violencia física legítima, lugar de integración y de represión, pero igualmente de cambio: integrando, reprimiendo o asegurando el cambio, el Estado se define por su modo de intervención en relación con la sociedad y con un sistema político (Vargas, 1999).

      Max Weber (1998) afirmaba que,

      […] sociológicamente el Estado moderno solo puede definirse en última instancia a partir de un medio específico que, lo mismo que a toda asociación política, le es propio, a saber: el de la coacción física. “Todo Estado se basa en la fuerza”, dijo en su día Trotsky en Brest- Litowsk. Y esto efectivamente es así […]. Por supuesto, la coacción no es en modo alguno el medio normal o único del Estado —nada de esto— pero sí su medio específico. En el pasado, las asociaciones más diversas —empezando por la familia— emplearon la coacción física como medio perfectamente normal. Hoy, en cambio, habremos de decir: el Estado es aquella comunidad humana que en el interior de un determinado territorio —el concepto de “territorio” es esencial a la definición— reclama para sí (con éxito) el monopolio de la coacción física legítima. Porque lo específico de la actualidad es que a las demás asociaciones o personas individuales solo se les concede el derecho de la coacción física en la medida en que el Estado lo permite. Este se considera, pues, como fuente única del “derecho” de coacción. (p. 201)

      Al Estado, de esta manera, se le adjudica el primer elemento fundamental para cualquier tipo de análisis al interior de su estructura: la coacción legítima. El uso de la fuerza legítima por parte del Estado permite que las decisiones tomadas dentro de su entorno sean respetadas en el marco general que lo rodea. De esta manera, la sociedad reconoce —desde la mirada weberiana— este monopolio estatal, permitiendo la definición de su seguridad.

      Asimismo, el Estado es una construcción histórica; en ese sentido, compartimos lo afirmado por Ernst Wolfgang Böckenförde cuando anota:

      El concepto de Estado no es un concepto universal, sino que sirve solamente para indicar y describir una forma de ordenamiento político que se dio en Europa a partir del siglo XIII y hasta fines del siglo XVIII o hasta los inicios del XIX, sobre la base de presupuestos y motivos específicos de la historia europea, y que desde aquel momento en adelante se ha extendido —liberándose en cierta medida de sus condiciones originarias concretas de nacimiento— al mundo civilizado todo. (Böckenförde, citado en Bobbio, Mateucci y Pasquino, 1998, p. 563)

      De esta manera, el Estado no es algo que se haya presentado de manera histórica a lo largo del desarrollo de la humanidad; por el contrario, responde a las configuraciones políticas de un momento determinado, teniendo su nacimiento en la Europa moderna. Esta estructura de poder político sigue permeando la actualidad como la institución fundamental en respuesta a las demandas sociales; no obstante, no deben eludirse las características históricas que, si bien han cambiado en forma, no hay cambiado en el fondo. Dentro de las principales se puede encontrar y concatenar la primera referida, el monopolio legítimo de la fuerza, que le confiere al Estado una posición de autoridad que permanece en la actualidad.

      A propósito de lo fundamental del elemento coercitivo en la conformación del Estado, Roger Caillois (1975), en su sugerente trabajo acerca de la guerra, escribe que Hegel considera que:

      […] la guerra se convierte en el motor principal de la Historia, es decir, de la realización del Espíritu. Es ella la que forma los Estados en los que se encarna la Idea. En ella la mantiene su cohesión y la que le permite, finalmente, el cumplir su destino.

      Y anota en otro pasaje de su obra que:

      […] numerosos historiadores admiten que la guerra está en el origen del Estado. Quizá esto sea apresurarse demasiado. Sin embargo, su precipitación se explica fácilmente: ven con suma evidencia que la guerra favorece la concentración del poder […] Keller es de la misma opinión: el Estado es, en su origen, un producto de la guerra y existe ante todo bajo la forma de paz impuesta entre los conquistadores y los conquistados. (Caillois, 1975)

      De esta manera la guerra, en la perspectiva de nuestro grupo, es algo que se da en un escenario de relaciones complejo, configurando de diversas maneras la historia. La historia de la guerra es anterior a la de los Estados, y ha acompañado por siglos la configuración de los lazos de la humanidad. Empero, Caillois (1975) agrega un elemento fundamental en su texto: con el surgimiento del Estado en el orden occidental como principal organización de poder político de la modernidad y como ente con la pretensión de detentar el monopolio de la fuerza se genera una relación intrínseca entre un elemento estructural de historia humana (la guerra) y un elemento emergente (el Estado).

      Esta relación se daría de tal manera que la guerra desempeñaría un papel central en la construcción del Estado-nación en Europa:

      El Estado nacional europeo, que se organizó en la forma de organización política determinativa a lo más tardar en el siglo XIX, es el producto final de un proceso de selección y competencia que duró siglos. Las guerras que príncipes y reyes se declararon entre sí casi sin interrupción para ampliar con ellas su territorio y su ámbito de poder fueron al mismo tiempo la palanca más importante para agilizar la consolidación interior del Estado. Sirvieron para gravar a los ciudadanos con impuestos regulares, para propiciar la formación de un ejército estable y una administración eficiente, para impulsar la apertura de calles y canales, para fomentar la economía, etc. (Waldmann y Reinares, 1999)

      De esta manera, se puede ver que el concepto de guerra compenetra los inicios de las estructuras estatales, así como su desarrollo y conclusión. En el caso de Europa, esta interrelación se hace evidente a lo largo de los siglos y muestra el transcurrir de la estructura estatal.

      Entonces, podemos referir la noción de Estado a la relación de dominación y articulación básica de una sociedad, que refleja en su interior las contradicciones y los conflictos derivados de los diversos posicionamientos institucionales y de la pugna de fuerzas. Esta relación de dominación se conforma a partir de las desiguales distribuciones de poder real entre sectores sociales como desequilibrio fundamental y de las desigualdades entre culturas, razas y regiones como desbalances secundarios.

      De esta manera, el Estado se construye sobre los siguientes elementos: 1) la igualdad de los individuos y su posibilidad de intercambiar mercancías libremente; 2) la disociación entre el sujeto vendedor de mercancías en el ámbito del mercado y el ciudadano, con iguales derechos ante las instituciones estatales; 3) la encarnación de las instituciones estatales y del monopolio de los medios de coerción física como tercer sujeto social que obra como garante para todos; y 4) la autorrepresentación del Estado como expresión del “interés general”, que termina por asociarse a los intereses de las clases dirigentes.

      Es necesario señalar que el poder político —en el sentido de Max Weber (1998)— hace referencia al monopolio de la violencia física legítima (es por ello primariamente coactivo), lo que lo diferencia del poder económico o del poder ideológico, aun cuando sus cercanías son muy grandes. Pero necesariamente va a requerir de su aceptación por parte de aquellas personas (o de un sector importante de ellas) que van a ser sujeto de ese poder regulador; es decir, se requiere niveles de consenso que contribuyan a velar el aspecto coercitivo del poder político, porque, como afirma Landa (1990), “cada poder tiene necesidad de una forma específica de legitimación, aun cuando la autoconciencia de legitimidad no haya existido desde siempre” (p. 30).

      Por tanto, se puede partir señalando que las relaciones de dominación social son constatables en las sociedades

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