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dejado de tener un lugar privilegiado en la esfera pública; del mismo modo que la violencia familiar ha dejado de ser un asunto propio de la esfera privada. En esa línea de ideas, no parece conveniente intentar enumerar con pretensiones de exhaustividad todos los posibles aspectos de la vida humana que ingresarían al ámbito de lo público o de lo privado, pues dicha valoración habría de hacerse caso por caso, y contextualmente.

      A diferencia de la Antigüedad y del Medioevo, lo público y lo privado ya no se definen hoy en función a un espacio físico. Por el contrario, con el auge de los medios electrónicos de comunicación como la radio, la televisión y la internet, han surgido nuevas “formas de comunicación mediáticas que no tienen características dialógicas ni espaciales” (Thompson, 2011, p. 33), convirtiéndose así en lo que Habermas (1991) denomina una esfera pública como plataforma para el entretenimiento y la comercialización. Más aún, lo transmitido por dichos medios se perenniza en cierto modo, pues puede “ser puesto en circulación indefinidamente en el espacio de los flujos de información y reproducido en muchos medios y contextos diferentes” (p. 34). En ese sentido, una de las principales concepciones actuales de la esfera pública la constituye lo que llamamos el entorno público mediático. Correlativamente a ello, la esfera privada se ha convertido en un entorno no-espacial “de información y contenido simbólico sobre la cual el individuo quiere ejercer control” (p. 33), lo que no significa que esta posibilidad de control se vea constantemente desafiada, desdibujándose así, una vez más, los límites entre ambas esferas.

      Por otro lado, Rabotnikof (2008) sugiere que la búsqueda de una auténtica esfera pública no ha cesado; en esta se articularían lo común, lo general y lo visible, con niveles de accesibilidad ciertamente ampliados. A su juicio, lo público lo configurarían una pluralidad de espacios de debate abierto, en el que “concurren diversas formas de organización, de comunicación, de construcción identitaria que no pueden resolverse con una pura exaltación de las diferencias o con una fácil celebración del consenso” (p. 47).

      Adicionalmente, es importante tener en consideración que, en la actualidad, se ha abandonado el acento individualista de la esfera privada. Así, por ejemplo, si bien desde el Comunitarismo se proclama que la autonomía individual se ejerce a partir de los valores y compromisos centrales con la identidad personal, esta se encuentra definida por una variedad de roles, relaciones y prácticas sociales. Desde el liberalismo, autoras como Roessler (2005) afirman que la esfera privada requiere protección jurídica no solo porque garantiza un espacio de autonomía individual, sino también porque tiene una dimensión social de carácter constitutivo, al proteger las relaciones que los individuos gestan en esta esfera.

      Más aún, Mokrosinka (2018) sostiene que la protección jurídica de la esfera privada tiene también una dimensión política, pues permite que los ciudadanos se gobiernen por normas que son fruto de una deliberación y una justificación pública. En su opinión, en la esfera privada permanecerían todas aquellas visiones de vida buena, estilos de vida, compromisos e informaciones que no son susceptibles de ser aceptados por los otros miembros de la comunidad política luego de una deliberación racional (p. 129). En ese sentido, se podría decir que hoy el material a ser visible en la esfera pública debe ser susceptible de ser aceptado razonablemente por todos, de modo que la comunidad política se gobierne por normas que todos sus ciudadanos reconocen, garantizando así su autogobierno.

      Sin perjuicio de las indispensables contribuciones de las autoras citadas, resulta importante recordar que una vida buena al interior de una comunidad política no puede gestarse viviendo exclusivamente para la esfera pública. Como señala Cruz Prados (2009, p. 100): “la vivencia de los objetos propios de la esfera privada posibilita una adecuada participación en la esfera pública de la comunidad política”.

      De lo hasta aquí estudiado podemos obtener, al menos, las siguientes conclusiones. Primero, que en toda comunidad política hay objetos que son comunes, dado que todos los ciudadanos los entienden como relevantes, a pesar de sus diferentes puntos de vista, y precisamente por dicha relevancia, la autoridad adquiere competencia sobre ellos. Segundo, que en toda comunidad política existen objetos que tienen una naturaleza privada, por lo que son compartidos entre algunos pocos y determinados por la libre y espontánea acción social, generando que, en principio, sobre ellos no pueda intervenir legítimamente la autoridad política. Tercero, que no puede plantearse razonablemente una regla fija sobre qué aspectos deben ser incluidos en el primer grupo de objetos y cuáles han de serlo en el segundo; lo que queda más bien librado a una determinación prudencial al interior de cada comunidad política: una decisión fruto de la deliberación racional dirigida a lograr el bien específico de dicha comunidad. Cuarto, que a lo largo de la historia se han dado diversas formas de materializar la distinción entre lo público y lo privado, y que ello ha llevado a que las fronteras entre ambas dimensiones no siempre se hayan podido delinear con claridad. Quinto, en la actualidad se concibe la esfera pública no como un espacio físico, sino como la posibilidad de otorgar visibilidad a una serie de hechos y conductas a través de los medios de comunicación electrónicos, lo que viene dando lugar a formas de comunicación no dialógicas y comerciales, que invaden en mayor medida la esfera privada. Sexto, que en este contexto, se busca nuevamente encontrar el ámbito propio de una auténtica esfera pública y, asimismo, custodiar una esfera privada que permita el florecimiento de los ciudadanos en el seno de la comunidad política.

      La protección jurídica de la esfera privada también ha experimentado una evolución a lo largo de los años y, ciertamente, al igual que la distinción entre el ámbito público y el privado de la vida de los ciudadanos, no ha tenido siempre una idéntica configuración. Lo veremos muy brevemente.

      Si bien en la Grecia Clásica no se encuentra propiamente una protección jurídica de esta esfera, en Roma encontramos, por ejemplo, una protección específica del domicilio y de la correspondencia (Ruiz Miguel, 1995, p. 49). Así también, podría considerarse un hito de la protección de la vida privada, el Edicto de Milán del año 313, por el que los Emperadores Constantino y Licinio declararon la libertad de la Iglesia cristiana para ejercer su religión al igual que los otros credos del Imperio (p. 50).

      Ruiz Miguel afirma también que durante la Edad Media quizá la protección de la inviolabilidad del domicilio haya sido la vertiente de la vida privada con mayor desarrollo, específicamente a través de la doctrina de la tranquilitas doméstica (p. 54). Del mismo modo, habrían merecido cierta protección tanto el honor como la fama personal, por ejemplo.

      También es importante mencionar que, durante la Edad Media, incluso en propuestas de regímenes políticos con una fuerte visión sacra de la autoridad como la de Tomás de Aquino, resuena la idea de tolerancia, hoy tan cercana a nuestros oídos. Como señala George (2002, p. 44), el Aquinate se mostró proclive a tolerar los ritos de la religión judía (los que consideraba, en cierta medida, valiosos, por prefigurar la verdad completa de la religión cristiana) y también los de otras religiones que no consideraba valiosos en sí mismos; y lo hizo con el fin de evitar en el futuro lo que, a su juicio, serían males mayores al interior de la comunidad política, tales como el rechazo precisamente a la religión cristiana.

      Dicho de otro modo: la pretensión por parte de la autoridad de impedir que los ciudadanos hagan el mal podría ocasionar en el futuro que se impida a los mismos optar por el bien. Tomás de Aquino se opuso también a la imposición de un bautismo cristiano obligatorio sin el consentimiento de los padres del menor, esto último por atentar contra lo justo natural. Eso sí, se mostró contrario a la tolerancia de actos heréticos o apóstatas. Por otro lado, incluso defendiendo la tesis de que el bien común al interior de la comunidad política implica el logro de la salvación eterna de sus ciudadanos, el Aquinate observaba con acierto que los legisladores prudentes debían adecuar sus leyes (principalmente en el ámbito penal) al carácter de su pueblo, así como al talante moral de su sociedad, lo que implicaba tolerar ciertos vicios y males morales (George, 2002, p. 41).

      Habermas (2003), por su parte, destaca que entre los siglos XVI y XVII, se emitieron los llamados “edictos de tolerancia” que obligaron a los oficiales del Estado y a la población a ser, precisamente, tolerantes en su comportamiento para con las minorías

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