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ido una tarde a ver una película cubana que estrenaban en el cercano cine “Payret” y cuando salgo de allí, venía con la vista gacha encendiendo un cigarro y miro para el frente del Capitolio veo una gente conocida. El corazón me dio un brinco, no podía ser. Agucé la mirada y aun así me parecía que estaba soñando. Mis pies, creo que sin que el cerebro se lo ordenase ya me estaban acercando a ella. No me había visto y cuando le hablé, bajito por la duda de estar equivocado, la voz me salió gruesa y era por el nerviosismo

      _ ¡¿Bety?!

      Se volvió poniéndose al mismo tiempo las manos en la cabeza.

      _Pero Rey, si tú me has caído del cielo, mi Patico_ y al momento comenzó a llorar emocionada.

      Sí, era mi Bety, la rubita alocada de aquellas noches camagüeyanas.

      _Pero muchacha, ¿qué tú haces aquí? Yo te hacía en Rusia ¡Cálmate! Ven, vamos a conversar.

      Sentados en la escalinata del Capitolio me pasó todo el casete. Cuando abordó el barco para Odesa debía haber caído con la menstruación desde una semana antes, pero no le dio mucha importancia al asunto pensando que el nerviosismo por el viaje era el culpable del atraso. Le ayudó a corroborar la idea de que no estaba embarazada, el hecho de que fue una de las que menos vomitó a causa de los mareos en el viaje, que dice que entre hembras y varones hizo estragos debido al mal tiempo que los acompañó.

      Llegaron a Odesa después de veintiún días de navegación y nada de regla, llegaron a Tula la ciudad donde iban a estudiar y nada, pasó otro mes y empezó a preocuparse seriamente, pero no fue al médico. Me contó que allá los servicios de salud eran un desastre, olvídate de lo que publican en Spútnik, me dijo que aquello había que verlo para creerlo. En definitiva cuando fue y le corroboraron que tenía casi tres meses y que no se lo podían sacar decidió continuar fingiendo, pues sabía que estaba prohibido estrictamente a las estudiantes salir embarazadas. Se le ocurrió ponerse una faja y como estaban a fines de otoño y en el invierno los largos y gruesos abrigos que debían usar le escondieron la barriga pudo seguir ocultando el hecho hasta que ya en febrero, con siete meses, la bomba explotó. Se enteró el representante de los alumnos, después el jefe de la oficina, luego otro funcionario de la embajada, hasta que decidieron enviarla de regreso a Cuba.

      La madre, que había sido informada de todo, le prohibió viajar en aquel estado a Camagüey para evitar el qué dirán de los vecinos y la pena, y le ordenó quedarse en la capital en casa de una tía hasta que pariera y después ver qué solución se le daba a todo. Ahora el bebé tenía un año y tres meses de nacido. Mi bebé, así me lo hizo saber, juró y perjuró que desde que Ricardo la dejó por la profesora en marzo del año anterior sólo había tenido relaciones sexuales conmigo. Además el cálculo que hicimos de los nueve meses de embarazo y la edad del niño coincidía totalmente. Se parece a ti, deja que lo veas, me dijo riendo emocionada.

      Realmente la noticia lejos de asustarme me alegró, quería poner en orden mi vida y ahora recibir así de sopetón, a mí que extrañamente llevaba una vida sexual demasiado pacífica, a un hijo ya nacido y una esposa joven y bonita me pareció en verdad un regalo de Dios. Ahí mismo se lo hice saber, que lo asumía todo, que se considerara casada informalmente hasta que lo hiciéramos ante un notario. Me dio mucha lástima cuando me contó la cantidad de veces que había soñado con este encuentro, para más desgracia había perdido mi dirección y no imaginaba siquiera como podría localizarme. Un poco apenaba me comentó que al niño le había puesto mi nombre. Me atreví y la besé levemente, pero ella, parece que por la emoción y tanta desesperación acumulada respondió con una succión prolongada que casi me deja sin aliento.

      No salía de su asombro, decía que nuestro reencuentro era milagroso, pues aquella era la primera vez que hacía el viaje al centro de la Habana después del parto y no imaginaba ya tener la más remota posibilidad de hallarme.

      La llevé de inmediato a conocer su futura casa y le encantó. No cesaba de alabarme por mi suerte y yo le prometí formalmente que mi suerte era la suya. Hicimos el amor apasionadamente, solo que reprimiendo los deseos de gritar, pues aún no había oscurecido y muchos vecinos rondaban por el pasillo del solar. Esa misma noche en un taxi fuimos hasta Boyeros, donde estaba viviendo y regresamos con el niño y todas sus pertenencias.

      Pronto el chiquillo, que como era un Rey pequeño le decía Príncipe, se acostumbró a mí y comenzó a llenarme de emociones, caricias y tibias meadas diurnas y nocturnas. Más trabajo pasó Bety para acostumbrarse al solar, le molestaba la música alta casi a todas horas, los frecuentes toques de tambor, el ruido del dominó, el orine de los perros en el pasillo. En fin que lo que había comenzado como un nido de paz y armonía poco a poco se fue convirtiendo en un caos. Se enemistó con varios vecinos que conmigo se llevaban mamey y me vi obligado a hacer de árbitro en unas cuantas discusiones. No sé si por eso le cogieron ojeriza y empezó a sentirse mal, mareos, dolores de cabeza, nerviosismo y todo se lo achacaba a la brujería.

      _Eso es un polvo que recogí, Rey, no seas bobo muchacho, si yo nunca me había sentido nada de esto.

      Le entró entonces la locura de permutar y empezamos a oír proposiciones. Quería irse para Alamar, pero a mí aquello no me gustaba, le propuse buscar algo en Boyeros, cerca de su pariente y me respondió que ni loca. Decidimos hasta tanto apareciera algo que colmara nuestros gustos en común dar un viaje desestresante a Camagüey, a pasar unos días entre los suyos y aproveché la ocasión para montar por primera vez en avión, un YAK-40 que en cuarenta minutos nos llevó a la tierra de los tinajones. Miles de añoranzas recorrieron al trote mi mente mientras veía desde el aire los contornos de la vieja ciudad ¿Dónde estarían a estas horas Ricardo, el Plomo, Fide y todos los demás? ¿Estaría aún en la Universidad Layanta Palipana,el que me compró la guitarra? Me prometí que si me quedaba tiempo pasaría por allá.

      Sin embargo a los tres o cuatro días de estar allí me entró un culillo por regresar a la Habana que no se me quitaba ni atrás ni alante. Bety, que se recuperaba visiblemente de sus malestares no quiso volver tan pronto de ninguna manera, por lo que agarré mi vieja mochila y salí para la terminal de ómnibus.

      Las cosas buenas y malas se van turnando en la vida de las personas igual que la luz y la oscuridad, la salud y la enfermedad. Siempre andan unas disputándole el puesto a las otras, así le pasó a mi bonanza. El culillo que tenía era una premonición, algo que me alertaba. Cuando llegué al comienzo de la cuadra donde vivía me percaté de que algo andaba mal, todavía algunos curiosos, de los tantos transeúntes que a diario circulan por allí, se detenían frente a la puerta de acceso a la escalera del solar.

      No me dejaron llegar, enseguida dos o tres vecinos se acercaron a mí para contarme y consolarme. Nadie sabía aun cómo ocurrió todo, sólo estaban claros de que la fuerza del fuego fue descomunal, además de mi cuarto se quemaron otros dos, la vieja Hortensia sufrió lesiones muy serias. A mí con la noticia me entró una flojera en las piernas que me hizo caer de nalgas en la acera, mi mirada quedó fija en un punto indefinido del espacio mientras en la mente trataba de hacer un cálculo del valor de las pérdidas. Allí no quedó nada, me habían dicho, ni subas. Por lo pronto pensaba en el frío, el televisor y el aire acondicionado, pero también en la cocina, la ropa, el radiecito de Mariana y más que todo en unos siete mil pesos que dejé guardados en el escaparate, y más aún en la propia casa ¿Dónde iba a vivir ahora, cómo recibiría Bety aquella noticia? ¿Sería esto también parte del polvazo que le habían echado, según ella? Brujería, casualidad o el Destino, lo cierto era que quedaba nuevamente con una mano adelante y la otra atrás.

      Logré, después de mucho insistir, que me dejaran subir para inspeccionar los daños. La realidad superaba todo lo que había imaginado: las puertas estaban convertidas en cenizas, las paredes interiores y todo el maderaje de la barbacoa hechas mierda, las losas del piso se habían cuarteado según pude ver entre los carbones, el techo perdió el estuco y en varias partes afloraban las cabillas desnudas y renegridas. De los muebles no pude discernir rastro alguno entre tanta carbonización. Cuando vine a darme cuenta me dolían los labios de tan fuerte que mis dientes los oprimían, al tiempo

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