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presentan referenciándose entre ellos, pero es el presente el que adquiere mayor importancia porque sobre él se asientan el pasado y el futuro.

      El refrán original («A más años, más desengaños») se parece un poco al tiempo de las ciencias: todos tenemos un mismo tiempo, los años; ese tiempo objetivo que para todos pasa igual. Así, cuantos más años objetivos, más desengaños. Sin embargo, ¿no hay gente muy desengañada a los 23 y gente inocente con una confianza plena en la humanidad a los 56? Es que ¿no tenemos distintos tiempos cada uno independientemente de nuestros años biológicos? Eso que dicen que la edad no está en el carnet quizá sea cierto…

      Pero hay una cosa que no hemos resuelto todavía. ¿Con base en qué se organizan los distintos tiempos de cada uno? En el ejemplo que pusimos más arriba, los distintos tiempos de Gema y de nuestros amigos se organizaban en torno a la novedad: así, para nosotros, que seguíamos en nuestra ciudad y en nuestra rutina, el tiempo corría más despacio, pero para Gema, que estaba descubriendo una nueva vida, el tiempo volaba.

      El contrarrefrán nos da otro centro en torno al cual pueden girar nuestros tiempos. Así, y como dice nuestro contrarrefrán, a más desengaños, más años. La vida, entonces, andaría entre momentos rápidos donde todo cambia (los del desengaño) y tiempos más lentos, reposados, donde no parece haber decepciones o malas noticias. En los tiempos rápidos, donde ocurre el desengaño, todo lo que pensábamos que era cierto se viene abajo. Así como veíamos a nuestra pareja de una manera, de repente, la vemos de otra. Todas las acciones pasadas se reinterpretan (decimos cosas como «¡Ah! O sea que lo de la otra vez lo hiciste por esto!»). Nuestra vida cambia, nos sentimos engañadas y tenemos que cambiar nuestra visión del mundo: hay que hacer algo, no podemos hacer como si nada. De repente el desengaño se asimila. Estamos en los tiempos lentos. No ocurre ningún desengaño, pero todavía estamos asimilando las lecciones que la vida nos ha dado. No pasa nada especialmente importante en nuestra vida, lo importante fue la sacudida que nos dio la decepción o el susto. Ahora simplemente estamos en otro tiempo. Si el de antes era el tiempo de cambiar, este es el de aprender y aceptar.

      Así la vida va girando en tiempos discontinuos, en tiempos rápidos y tiempos lentos que se organizan en torno a decepciones y desengaños. Son esos momentos los que sacuden nuestra vida. Los que nos mandan a otra etapa, los que inician una nueva época de relaciones con las personas. Así, el tiempo se mide en decepciones y engaños, y a más desengaños, más años.

      5

      A rey puesto, rey muerto

      A rey muerto, rey puesto

      La democracia tiene muchas características más allá de votar cada cuatro años. Si fuese solo esto, podríamos pensar que un país donde se vota cada cuatro años, pero los policías tienen el derecho de asesinar por doquier, es un país democrático. Sin embargo, sabemos que difícilmente lo es. Por esto, la democracia, más que una votación cada cuatro años, es una estructura de justicia.

      Quizá (y decimos solo quizá) habrá países donde no se vote (tanto), pero sus gentes se sientan protegidas por el Estado ante casos de desahucio, desempleo, enfermedad, abuso de poder o de otros imprevistos. Así también podemos encontrar Estados donde se vote en las elecciones cada cuatro años, pero el pueblo no se beneficie de ello: no se persigue el bien común y el pueblo no es soberano de sí mismo. Estados donde la voz del pueblo está acallada o simplemente se escucha más a los políticos, que son quienes nos representan (al menos en una democracia parlamentaria). ¿Qué sería más democrático? ¿Lo tienes claro?

      La democracia tiene un truco, y quizá por eso es el mejor sistema político (¿el menos malo?): cuantas más cosas se voten, más difícil es que se produzcan abusos de poder o que el pueblo no tome las riendas. Si en un país el pueblo vota en referéndum la mayoría de las leyes, es difícil —pero no imposible— que se aprueben leyes que les perjudiquen. A gran escala, el truco de la democracia dice: «Si no sabes cómo es un país justo, haz un país donde se vote mucho. Si no sabemos qué es la justicia, que la elija el pueblo».

      ¿Y cómo podríamos hacer nuestro país más democrático? Hay muchas maneras de aumentar nuestra participación en la política como, por ejemplo, aprovechando las tecnologías del siglo XXI para realizar votaciones de manera más frecuente, fomentar la participación ciudadana en la toma de decisiones (aunque al principio sean decisiones más banales, poco a poco irán adquiriendo importancia). Esto es, sin duda, un reto político que nuestras generaciones futuras deberán abordar en algún momento. Sin embargo, querido caminante, podemos empezar a andar el camino de la democracia con una votación que sería muy fácil de realizar: la de nuestro jefe de Estado, es decir, la del rey.

      Es cierto que no todas las monarquías son iguales (¡ni mucho menos!): las monarquías donde el rey tenga el poder son menos democráticas que aquellas en las que simplemente representa al Estado, como es el caso de España, donde nosotros vivimos. Pero ¿acaso no es decir mucho que nos represente alguien que es quien es solo por ser hijo de? ¿Puede ser ese un país en el que se le diga a la hija del camarero que tendrá las mismas oportunidades que el hijo del banquero? ¿Es acaso una representación legítima aquella que ha sido impuesta y no votada? Si la soberanía reside en el pueblo… ¿no debe elegir también su representación?

      Durante miles de años nos han venido contando el refrán de que, cuando se moría un rey, se ponía otro. ¡La monarquía debía perdurar! «A rey muerto, rey puesto» han dicho a lo largo de la historia. ¡Pero no solo nos contaban el cuento, también lo hacían! El contrarrefrán («A rey puesto, rey muerto») significa quitar cualquier aparato que no haya sido elegido de manera democrática, que el pueblo tenga el poder de elegir —por sí mismo— quién quiere que lo gobierne e, incluso, quién quiere que lo represente. En el siglo XXI, deberíamos tener bien claro que a rey puesto, rey muerto (metafóricamente hablando, por supuesto).

      6

      Afortunado en el amor, desafortunado en el juego

      Afortunado en el juego, desafortunado en amores

      Juego y amor, amor y juego. Jugar al amor o amar el juego. ¿En qué se parecen y en qué se diferencian el amor y el juego? Una cosa que parecen compartir es que en los dos se necesitan varias personas. Yo amo a alguien y yo juego con alguien, pero ¿es eso realmente así? ¿No puedo jugar solo? ¿No puedo amarme a mí mismo? Quizá no se necesitan varias personas, sino simplemente una que inicie el juego, una persona que empiece a amar.

      Otra semejanza es que ambas son actividades. Nadie puede jugar fútbol tumbado en el sofá. Para jugar al fútbol, hay que estar jugando al fútbol; es una actividad que requiere acciones y movimiento. ¿Ocurre igual en el amor? ¿Puede haber amor sin una actividad? ¿Puede ser el amor solo sentimiento? ¿Puedo amar a alguien sin hacer nada? ¿O en cambio el amor necesita de acciones? ¿No es amor la entrega, el cariño y el cuidado? ¿No son estas tres palabras acciones? Parecería que sí. Que igual que solo hay juego cuando jugamos, y no cuando estamos parados, solo hay amor cuando amamos, y no cuando estamos quietos y fríos.

      Pero también tienen grandes diferencias. Por ejemplo, en el juego se gana y se pierde. Se gana cuando se superan ciertos objetivos o cuando es mejor que el resto de jugadores. El juego es, muchas veces, competición. Y por contra, en el juego se puede perder cuando no conseguimos superar los retos a los que el propio juego nos empuja. ¿Puede verse el amor como un juego? ¿Es amor si se pierde y se gana? Sin duda, hay muchas relaciones que vemos en nuestro día a día en las que hay un amante que pierde más y otro amante que gana más, que reclama. La balanza del amor se desequilibra en estas relaciones. ¿Puede ser amor si uno de los dos pierde? Parecería que no, pero… ¿no necesitamos perder siempre un poco para amar? Fácilmente, podríamos decir aquí varios puntos en los que un amante tiene que ceder. El ejemplo más claro es la exclusividad sexual. ¿No perdemos nuestra libertad sexual para ganar una pareja estable? Parecería, pues, que en el amor también se pierde y se gana, pero ¿es esto amor o es un juego más?

      Yo pierdo para ganar. Yo cedo para que tú me des. No hago esto a cambio de que tú no hagas esto tampoco. Reglas.

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