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mismos que el que les podríamos ocasionar a ellos.

      »Tal vez sepan que la mejor ayuda que nos pueden dar es no interferir en nuestro proceso de madurez – me contestó papá mientras con una mano sujetaba el volante y con la otra hacia atrás buscaba acariciar mi cabeza y la de mi hermana.

      –¡Yo, si fuera extraterrestre, vendría con mis naves y pelearía contra los malos y ayudaría a todos los buenos, imponiendo la paz y haciendo desaparecer la pobreza y la enfermedad! –dijo con énfasis mi hermana Yaya.

      –En el camino espiritual y en la vida uno debe saber distinguir entre lo que puede, quiere y debe hacer. Hay cosas que aunque uno pueda y quiera, no debe hacer, porque haría más mal que bien. Todo nos enseña y de todo debemos aprender –comentó papá con esa forma tan suya.

      –¿Por qué no, papi? ¿Por qué no obligar a los malos a no hacer maldades? –dijo Yayita.

      –Para todo hay una edad. Quizás, hace siglos, la humanidad era como un niño y se le podía imponer lo que se consideraba lo mejor. Pero ahora ha cambiado; es adolescente y rebelde. Precisamente por ello no se le debe obligar, sino que se debe enseñar a la gente para que madure y tome conciencia, y vea por sí misma que el camino adecuado de la convivencia fraterna es la responsabilidad y el respeto entre nosotros y hacia la naturaleza. Todo lo que es obligado genera rebelión, rechazo y conflicto. La gente se tiene que unir y aprender a elegir a sus dirigentes para que estos sean justos y sabios.

      Cuando mi papá terminó de decir eso, habíamos llegado y nos bajamos del coche. Al descender agarramos nuestras bolsas con el desayuno y nuestras mochilas, le dimos un beso a papi y entramos por la puerta del colegio. Allí estaba una señora mayor que cuida de que los alumnos entren a la que llamamos con cariño «La Chichi». Ella se acuerda de los nombres de todos los alumnos y hasta los de los padres de familia. Parece que tiene mal genio porque habla siempre en voz alta, pero es buena persona. Muchas veces las cosas, como las personas, no son lo que aparentan.

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      La esfera dorada

      Ese día en el colegio tuvimos un tema libre de pintura y yo escogí dibujar la esferita roja en mi habitación. También dibujé a mi papi y a mi mami en su cuarto descansando, y a mi perezoso gato durmiendo en el cuello de mi hermana como si fuera una bufanda.

      Cuando presentamos los dibujos a la profesora, ella celebró mi originalidad, porque pensó que había dibujado el sol al amanecer dentro de mi cuarto. Y también trató de explicarme lo que es la perspectiva para que coincida con la realidad. Yo le dije que esa bolita no era el sol, sino que era una «canepla», y que venía de dentro de una nave espacial. Era una cámara de televisión extraterrestre. Lo sabía porque mi papá me lo había contado y porque la había visto en mi cuarto. Eso generó que mi mamá fuera llamada al colegio para conversar con la profesora.

      Mis papis por la noche me llamaron la atención con mucho cariño, haciéndome ver que tenemos que tener mucho cuidado con nuestra imaginación. Que podemos jugar y tener nuestro mundo, pero otra cosa es cuando tratamos de involucrar a otros en nuestras cosas.

      –¡Yo no me lo imaginé! ¡Fue real! –dije bastante triste porque no me comprendían.

      Papá, al ver mi tristeza se me acercó tratando de consolarme y se disculpó porque no querían hacerme sentir mal.

      –Debemos cuidarnos de comentar abiertamente ciertas experiencias de la vida, porque podemos exponernos a que la gente no comprenda lo que le estamos tratando de decir; o que no estén preparados para tocar determinados temas.

      –¿Pero por qué? –dije yo.

      –Porque hay mucha gente que ignora muchas cosas y, mientras no les ocurran a ellos mismos, siempre estarán negándolas.

      –¿Por qué? –insistí.

      –Bueno, porque hay muchas experiencias que son personales y requieren de nosotros discreción hasta poderlas entender, para así, más adelante, saber compartirlas –comentó papá.

      –Pero ¿por qué?...

      –Porque así es, Tanisita.

      Poco a poco me fui dando cuenta de que, aunque no me creyeran, mis papás se esforzaban en ser comprensivos y respetuosos, enseñándome a respetar y valorar el testimonio de las personas, procurando escuchar más allá de las palabras y sintiéndolas. Desde ese entonces fui más prudente a la hora de comentar lo que veía. Me dirigía a mis papás buscando su consejo y trataba de dibujar en el colegio cosas más normales. Pero en casa sí daba rienda suelta a mis reportajes con la esferita aunque no me creyeran del todo.

      Una de esas noches, la esfera nuevamente apareció. Pero esta vez era dorada y un poco más grande que la anterior. Había entrado por la ventana, produciendo el ruido como de una brisa que juguetea entre las ramas de los árboles, y se dirigió lentamente hacia la puerta de mi habitación sin detenerse. La seguí con curiosidad y también molesta porque no me había saludado. Después de la última vez pensé que se animaría a intimar. ¡Pero no! Pasó de largo, entrando en la habitación de mi hermana. Chuchi, que esta vez estaba durmiendo sobre el edredón a los pies de Yaya, se espantó y se escondió debajo de la cama. Pero el sueño tan pesado de Yaya, sumergida en su propio pelo, hizo que le hablara balbuceante en voz alta al gatito, recriminándolo por que no la dejase dormir y se dio la vuelta envolviéndose entre las mantas y desapareciendo entre ellas.

      La esfera, después de recorrerlo todo, salió de allí y siguió hacia donde dormían mis padres. Mi papi roncaba como serrucho de leñador en el bosque, así que mi madre, acostumbrada a semejante ópera nocturna, no se despertó.

      La esfera se detuvo delante de la cómoda y puso bastante atención en las muchas fotografías y marcos que allí se encontraban. Me percaté en ese instante de que tenía como un ojo delante, por lo que a partir de ese día la bauticé con el nombre de «Ojitos».

      «Ojitos» no se detuvo en el baño –a pesar de que la puerta estaba abierta y de que ese baño es el más bonito y espacioso de la casa–, sino que descendió por las escaleras hasta el primer piso, donde están el salón y el comedor. Allí abajo, quedó suspendida sobre los muebles del salón. Entonces, como había bajado detrás de ella con sumo cuidado para no pisarme el camisón, fui a las mesas laterales, donde también hay marcos de fotos, y se los comencé a mostrar uno por uno. «Ojitos» se acercó y descendió hasta ubicarse a mi altura (soy un poco baja por mi edad).

      Mostró entonces mucha curiosidad por las fotos del matrimonio de mis padres, mis abuelos maternos y paternos, y hasta por mi hermana. ¡Bueno, esa foto la pasé rápido! Pero, al mostrarle una foto mía en solitario ella subía y bajaba, mirándome luego a mí de arriba abajo. A continuación me subí al sofá y de la estantería bajé un tomo de una enciclopedia que tiene muchas fotos y «Ojitos» se puso a mi lado. Empecé por mostrarle los continentes, los países, entre ellos el nuestro, donde vivíamos. Le enseñé, por si no sabía cómo se eran, la Tierra, las razas, los distintos animales, etc. Con mi papá y mamá a veces hacía eso; jugábamos a recordar países, sus razas, animales, todo a través de un juego de adivinanzas o viendo los mapas. Mi padre imita muy bien los sonidos de algunos animales del bosque, pero como mi hermana es mayor que yo, me gana recordando los nombres de los animales y sabe mucho de países. ¡Eso no vale!

      Le mostré de nuevo la foto de la Tierra y le pregunté de dónde venía. La esfera se elevó ligeramente y se dirigió al mueble; entonces hizo que uno de los libros que estaba en los estantes más altos, adonde yo no podía llegar, empezara a levitar, flotando por el aire. Eso me produjo mucha risa. El libro fue colocado suavemente sobre mis piernas pero sin que me pesara. Era de astronomía. De pronto las páginas empezaron a pasar a gran velocidad, como si un viento fuerte las estuviese moviendo. Luego las hojas volvieron a pasar, pero esta vez de atrás hacia delante, deteniéndose en una foto. Parecía un planeta. Entonces aproveché y le pregunté:

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