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Padre, Hijo, Espíritu Santo, Virgen María, ángel…, entonces actúo realmente» (Diario, p. 2).

      Por la liturgia, todo lo contempla brotando de la realidad primera que es la Trinidad. Si es la oración y la alabanza y la acción de gracias, brota de la contemplación de la grandeza de Dios, de la hermosura del Verbo resucitado, que lo ilumina todo. Si es la vida ministerial, la liturgia es comunión y colaboración con Cristo, sumo y eterno sacerdote, que hay que llevar a la cama de un enfermo, a la predicación apostólica o al corazón de cada dirigido. Si es el resto de la vida, hasta las acciones más naturales, todo nos descubre el amor de Dios Padre y hemos de vivirlo para su gloria.

      Por eso para el Venerable Rivera adorar no es simplemente una palabra, sino una manera de vivir, la primera manera de vivir de todo cristiano. Esa manera de vivir que él normalmente iniciaba tan de madrugada con la Liturgia de las Horas y que procuraba no abandonar a lo largo del día.

      Don José predicaba mucho contra la desobjetivación, es decir, contra el obrar frente a la multiplicidad de las cosas, no por la visión real de la fe, no por la realidad auténtica. Por eso su insistencia en la fe viva y personal para vivir siempre de la realidad de Dios. Esta falta de objetividad sobrenatural le parece verdadero obstáculo a la santidad. Ello es, en definitiva, falta de fe.

      Vivir de la realidad que es Dios y su continuo y providente actuar en la Iglesia y en el mundo, sobre todo, en el corazón de los hombres.

      En el año 1971, escribe: «La tragedia de mi vida es que, desde hace años, Dios está intentando revelarme personalmente la realidad del nivel sobrenatural, y yo no me presto dócilmente a recibirla. Y sin embargo, ¡Qué fecundidad la mía, si fuera dócil!» (Diario, p. 19).

      Pero no solo en la liturgia, sino siempre don José procura vivir «en la anchura de la realidad». Porque la «realidad» de todo es Dios presente y actuando. Si se trata del conocimiento propio, en la relación con Dios que es la realidad más profunda de nosotros mismos. Si se trata de las cosas, en todas el Verbo encarnado está obrando, está informando y recreando y por eso no encontramos nada sino en él. De ahí don José concluía que propiamente no vamos a Dios desde las cosas, sino que vamos a las cosas desde Dios; o no vamos o no vivimos la realidad o caminamos entre fantasmas.

      En un momento concreto, reconoce en él estas tres realidades fundamentales de su vida interior: La inhabitación. La encarnación. La eucaristía. De ellas vive y para ellas. Es decir, del amor personalísimo de Cristo.

      Es seguramente la actitud fundamental de la liturgia que don José cuida con especial esmero de fe y esperanza. Porque en la liturgia Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo se hacen presentes, dando y dándose, y nosotros, siempre menesterosos, participamos sobre todo recibiendo.

      El gusto de recibir es lo propio de los niños que se saben realmente amados; también de los pobres, que se encuentran verdaderamente necesitados. Y es por tanto el gozo de los espirituales en todo encuentro con Dios.

      Mirándose en el ejemplo de Cristo, escribe:

      «El hombre tiene —como Cristo— dos aspectos en su única realidad: lo tiene todo recibido, pero lo tiene; es decir, posee realmente una copia no pobre de cualidades. Ahora, Cristo se complace, en primer término, en calidad de recibido, el hombre se complace, casi únicamente, en calidad de posesión. En esto hay grados, pero llegamos, no raramente, al disgusto de recibir: y estamos en pleno pecado mortal de soberbia» (Cuaderno de estudio, p. 983).

      El pecado principal de los ángeles y de los hombres es la soberbia o la autosuficiencia frente a Dios, que la liturgia continuamente purifica para construirnos en la verdad.

      La liturgia nos enseña y capacita para recibirlo todo de Dios y siempre, pues él es el que da puro amor y nosotros lo recibimos.

      Es la misma de Cristo, la que nos viene de él, en todo el Evangelio: «El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras» (Juan 14, 10) . Porque la liturgia de la Iglesia le recuerda continuamente que la obra no es suya, sino del Padre, de Cristo. Y la liturgia le actualiza siempre la verdad de que el Espíritu Santo es el obrero de todo y nosotros humildes colaboradores.

      Preparando la renovación de las promesas sacerdotales en la misa crismal, escribe:

      «La simple lectura de las promesas, que voy a renovar dentro de unas horas, me ilumina más intensamente todavía mi vida como una “catarata de desastres”. Y como una fidelidad amorosa y omnipotente de Cristo, del Padre, del Espíritu. Pero hay que cambiar casi todo… No se trata de propósitos míos, sino de confianza en la acción del Espíritu y en abundancia consecuente de oración» (Diario, p. 53).

      Toda la seriedad de la liturgia, que nos abre al misterio, a la adoración y contemplación de Dios y a la entrega y ofrenda por los hermanos, brota de la seriedad con que en la liturgia Dios trata al hombre, lo toma en serio. Por eso la liturgia no será nunca una broma, una comedia o un espectáculo.

      Bebía a borbotones la esperanza y la confianza en la gracia y en el amor de Dios, en la liturgia, y luego la proyectaba en la vida de cada uno, con esa irrefrenable sonrisa de la acogida.

      Un 9 de Diciembre, pero del año 1963, meditando los textos de la misa de Adviento, Isaías 40, 25-31, Salmo 102 y Mateo 11, 28-30, —creo que corresponden al miércoles de la segunda semana— escribe:

      «¡La enorme figura de Yahvé en las palabras de Isaías! El texto es 40, 25-31. “¿A quién podéis compararme que me asemeje? —dice el santo—. A nadie por cierto. Y esta inextinguible sed de aristocracia; esta complacencia de mi propia distinción, este gusto en los elogios de Sócrates, cuando Alcibíades, en su alabanza, dice que es distinto a todos, ¿dónde pueden saciarse sino en la contemplación de mi Padre? Pues se trata de mi Padre, sin más; de quien tiene tal empeño en serlo, que se pasa la vida persiguiéndome, acariciándome, hiriéndome, esperándome, acechándome, alcanzándome, como sea, para ser mi Padre. El que ha tenido la paciencia de aguardar —y no era la primera vez— cinco años seguidos, enteros, para poder llamarse con verdad, una vez más, Padre mío. Creador de todo, y de cada cosa, y de cada persona; el que “a cada uno lo llama con su nombre…” ¡Dónde se ha ido, Dios mío, la sensación de desánimo, de tristeza! Basta un contacto tan somero con él para que las nubes tenebrosas se iluminen a la luz del que es luz, y se disipen al soplo de su Espíritu. Pues Isaías sabía que Dios era poderoso, creador, sabio, eterno, consolador…, pero nada sabía de que era Padre, ni de que espiraba al Espíritu personal, cuyo templo soy en Cristo» (Diario, p. 17).

      Don José vivió con la viva esperanza de recibir el don de la santidad heroica. Un deseo y una certeza que nunca le faltó: «Jamás —ni en las peores circunstancias— parece que he renunciado a recibir la santidad heroica. “Aunque me quite la vida esperaré en él”» (Diario, p. 57).

      Don José Rivera supo beber abundantemente este don en todas las fuentes que Dios le ofreció a lo largo de su vida: La eucaristía, la oración, los sacramentos, la Iglesia, la cruz y las humillaciones, la expiación abundantísima, también los hombres y la creación, la belleza y la poesía de la vida, en todos sus gestos y «sacramentos»…

      Pero todas estas fuentes tienen un origen y un sabor comunes: la intimidad con Cristo, de quien brota el agua viva; Cristo esposo, entregado y arrebatador, con quien convive siempre, pero sobre todo en las noches de adoración y vigilia, estudio y contemplación, poesía e intimidad divinas:

      Por otra belleza lucho

      y en otra viña me empeño;

      y habré de matar mi sueño,

      aunque el sufrir sea mucho.

      Me enloquece un más y más

      que irresistible detrás

      de sí me arrastra y apura.

      Sublime,

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