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(Aguilar et al., 2014, p. 35), cuya construcción es una parte constitutiva del trabajo investigativo, resultado —y no simplemente un punto de partida— de los procesos de indagación (p. 37). Asimismo, somos conscientes de que la forma de todo corpus «constituye una estabilización provisoria (…) que se mantiene solo hasta que aparezcan huellas que movilicen otros modos de pensar la puesta en serie y la delimitación» (p. 62) de nuevos materiales4.

      Los datos de cada corpus son tratados de manera abductiva por medio del relevamiento de huellas que funcionan como indicios de explicaciones acerca de regularidades o de singularidades identificadas. El método analítico de base es el establecido por el “paradigma indicial”, como denomina Ginzburg (1999, 2006) al conjunto de procedimientos conjeturales del investigador social, que transforman una sospecha razonable en pruebas (textuales, materiales) sobre una hipótesis; explotan la potencialidad cognoscitiva de las excepcionalidades dentro de las series; y fundamentan sus reflexiones teóricas en la riqueza de los casos elegidos.

      Dado que las regularidades discursivas pueden escapar a la planeación estratégica y consciente de los sujetos en acción, el método indicial lleva al analista a considerar los detalles que parecen irrelevantes y a proponer relaciones u órdenes entre estos para dar cuenta de mecanismos que construyen significados y orientan su interpretación, más allá de las intencionalidades de los sujetos empíricos. En cuanto al procedimiento abductivo, el método observa con atención los materiales textuales como acontecimientos o hechos singulares y «desemboca en la hipótesis de otro hecho particular que se supone es la causa de los primeros. Se elabora, así, un saber que, por cierto, no podrá escapar totalmente a su carácter conjetural» (Arnoux, 2019, p. 18). Las hipótesis se ponen a prueba hermenéuticamente con trayectos constantes entre las teorías de base y los datos recolectados.

      Las marcas discursivas son las que el analista interpreta en diálogo con los saberes históricos que activan el corpus y los saberes propios de las disciplinas que lo abordan (Arnoux, 2009). En esa medida, la noción particular de discurso con la que operamos es, fundamentalmente, la articulación entre un texto y su lugar social, con lo cual el objeto de análisis no es ni la organización textual ni la situación de comunicación, sino aquello que los anuda a través de un modo de enunciación. Pensar los lugares independientemente de las palabras que ellos autorizan o pensar las palabras independientemente de los lugares de los que forman parte sería permanecer fuera de las exigencias en las que se basa el Análisis del discurso (Maingueneau, 1999, p. 65)

      Añadimos a este punto de vista el ofrecido por Orlandi (2001, p. 13), para quien el discurso funciona al vincular a los sujetos con la historia, en procesos complejos de producción de subjetividades y de efectos de sentido entre esos sujetos: «el discurso es el lugar en el que se puede observar la relación entre lengua e ideología, comprendiéndose cómo la lengua produce sentidos por y para los sujetos» (p. 10).

      El enfoque erístico del análisis discursivo

      La lucha verbal ha sido objeto de interés para varias perspectivas del análisis del discurso. Amossy (2014), por ejemplo, plantea un modelo sociodiscursivo para entender la lucha verbal como “discurso polémico”, en el marco de la socialdemocracia europea; se centra en definirlo como una modalidad argumentativa para la coexistencia en el disenso y en reconocerlo por la instalación de lógicas dicotómicas, la polarización del espacio social y la desacreditación entre los oponentes. En general, la propuesta es un avance de la ya clásica noción de polémica de Kerbrat-Orecchioni (1980), donde lo principal es el ataque a un blanco. Sin detenernos sobre estas características, podemos resaltar que este modelo se plantea bajo el presupuesto político de una democracia de base donde la palabra pública fluye sin mayores obstáculos. Sin embargo, la pregunta por las características de la democracia regional, en general, y por la colombiana, en particular, puede poner en cuestión ese presupuesto.

      Como lo sugiere Budzyńska (2013, p. 15), las aproximaciones conceptuales a la erística tienen una fuerte dependencia de los momentos disciplinares en los cuales se originan. Para el caso de la retórica clásica, la erística es presentada como un juego verbal contencioso, engañoso y deleznable (Platón, 1987) o como un modo de razonamiento defectuoso y falso para la refutación racional (Aristóteles, 1995). En Schopenhauer (2011[1864]), en cambio, la erística es el trasfondo de la dialéctica; el arte de las disputas en que los sujetos buscan ganar a cualquier precio, usando todo tipo de estratagemas verbales. Kotarbiński (1963), por su parte, continúa la reflexión de Schopenhauer, pero define la erística como una competencia o habilidad en las disputas para ganar el reconocimiento de un tribunal que juzga y define quién tiene la razón. Este punto de vista, con énfasis en los veredictos judiciales, ha sido recuperado desde finales del siglo pasado en el ámbito ruso (por ejemplo: Blazevic & Selivanov, 1999).

      Recientemente, se han evaluado los trabajos crecientes sobre erística (Kampka, 2014; Kochan, 2005; Lewinski, 2012; Min Liu, 2016; citados en Hordecki, 2018) como aproximaciones con un marcado énfasis instrumental en las técnicas o tácticas de la disputa y con poca atención a los contextos socioculturales dentro de los cuales aparecen.

      El área de los estudios clásicos también viene prestando atención a la erística como un conjunto de técnicas de refutación derivadas de la dialéctica socrática, pero con objetivos diferentes a la búsqueda de la verdad. En la antigüedad clásica, esas técnicas no aluden a una escuela o movimiento en particular, sino que se les llama “erísticas” para etiquetarlas peyorativamente, con lo cual se denostaba a los intelectuales de la época que no compartían las ideas de Platón y, por lo tanto, no merecían llamarse “filósofos” (Mársico, 2014; Ramírez Vidal, 2016). Sin embargo, como lo propone Gardella (2017), la erística logra configurar una dialéctica socrática alternativa, centrada en los modos de la antilogía, con funciones críticas (la imposibilidad de acceder a lo real a través de las palabras), persuasivas (la imposición de un punto de vista sobre otro acerca de la misma cosa) y refutativas (la capacidad de objetar cualquier posición u opinión sobre algo).

      En el trabajo que proponemos, la erística es abordada interpretativamente en su dimensión discursiva, como prácticas insertas en disputas públicas contingentes, históricas y políticas, en que los actores luchan apasionadamente por someter a sus adversarios para reforzar un orden social determinado y profundizar desacuerdos específicos en la esfera pública. Esa profundización de las discordias tiene múltiples funciones en el ámbito democrático; por ejemplo, vehiculizar y darle resonancia a la indignación de sectores sociales tradicionalmente oprimidos (Reygadas, 2015), alcanzar acuerdos más sólidos después de radicalizar las posiciones en pugna (Gilbert, 2006) o destrabar inercias violentas a través de victorias retóricas en las que todos los contendientes se declaran ganadores (Olave, 2019b).

      La erística se constituye a través de intercambios verbales cara a cara (heterogestionados presencialmente o clásicamente “dialécticos”), oratorios (monogestionados o tradicionalmente “retóricos”) o en polílogos (intercambios sincrónicos o asincrónicos en plataformas digitales). En esta medida, pretendemos profundizar en la modalidad erística de un conjunto de interacciones dialécticas y oratorias de Gustavo Petro en sus discursos electorales y poselectorales, como candidato presidencial.

      Nuestra

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