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espesas, cabeza muy linda y hermoso hocico. Pasé la cabeza por entre las rejas de hierro, para decirle: -¿Cómo te va? ¿Cómo te llamas? Volviéndose hasta donde se lo permitía su freno, alzó la cabeza y contestó: -Me llamo Patas Alegres, soy muy bello, llevo a las damitas jóvenes y a veces saco a pasear al ama, con su silla baja. Todos me estiman mucho, lo mismo que James. ¿Vas a vivir en la casilla de al lado? -Sí -repuse. -Pues, en tal caso, espero que tengas buen carácter; no me agrada tener de vecino a nadie que muerda. En ese preciso instante, un caballo asomó su cabeza por encima de la casilla más lejana. Tenía las orejas echadas hacia atrás y una expresión de enojo en la mirada. Era una yegua alta, zaina, de hermoso pescuezo largo, que me miró diciendo:

       -De modo que eres tú quien me desalojó de mi casilla... ¿Te parece correcto que un potrillo como tú venga a desalojar a una dama de su propia casa? -Discúlpame, pero no he desalojado a nadie -objeté.- El hombre que me trajo me puso aquí, sin que yo tuviera ninguna intervención en ello. En cuanto a eso de potrillo, ya he cumplido cuatro años, y soy un caballo adulto. Jamás he discutido con caballo ni yegua alguna, y sólo deseo vivir en paz. -Bueno, ya veremos -rezongó.- Claro está que no quiero discutir con un jovencito como tú... Yo no agregué palabra. Por la tarde, cuando la yegua salió, Patas Alegres habló de ella. -Lo que pasa es que Bravía tiene la mala costumbre de patear y echar tarascones; por eso la llaman así. Cuando estaba en la casilla libre, no hacía más que tirar tarascones a diestra y siniestra. Un día mordió en el brazo a James, haciéndoselo sangrar; por eso las señoritas Flora y Jessie, que tanto me quieren, temen entrar en el establo. Solían traerme cosas sabrosas para comer... una manzana, una zanahoria o un trozo de pan, pero desde que Bravía ocupa esa casilla ya no se atrevieron a venir, y yo las echo mucho de menos. Si tú no muerdes ni das tarascones, quizás vuelvan a venir.

       Yo le contesté que nunca mordía otra cosa que pasto, heno y maíz, y que no me explicaba qué placer hallaba Bravía en hacerlo. -Bueno, no creo que lo haga por placer –adujo Patas Alegres- es una mala costumbre, no más. Dice que nadie fue jamás bondadoso con ella, y siendo así, ¿por qué no va a morder? Es una pésima costumbre, por supuesto, pero si todo lo que dice es cierto, deben haberla maltratado mucho, antes de su llegada aquí. John y James hacen cuanto pueden por complacerla, y en cuanto a nuestro amo, nunca recurre al látigo si el caballo se porta bien; de modo que quizás aquí recobre su buen talante. Ya ves... -agregó con expresión sabihonda -tengo doce años, sé muchas cosas, y puedo asegurarte que en todo el país no hay mejor sitio que éste para un caballo. John es el mejor lacayo que existe; hace catorce años que trabaja aquí, y en cuanto a James, nunca se ha visto muchacho más bueno. Por eso, si Bravía no se quedó en esa casilla, es culpa suya y de nadie más. El cochero se llamaba John Manly. Con su esposa e hijito, habitaban en una cabaña próxima. Al día siguiente, me llevó al patio, donde me aseó bien. En el momento en que regresaba con el pelaje suave y reluciente, vino a verme el señor Gordon, que se mostró complacido y dijo: -John, quería probar el caballo nuevo esta mañana, pero tengo otros asuntos que atender. ¿Por qué no te lo llevas a dar una vuelta, después del desayuno? Vayan por el prado común y por Highwood, y vuelvan por el molino y el río, así conocerá el trayecto. -Muy bien, señor -contestó John. Después del desayuno, volvió y me puso una brida, cuidándose bien de pasar las correas de modo que me ciñeran la cabeza cómodamente. Luego llevó una montura, pero advirtió enseguida que no era lo bastante ancha para mi espalda y fue en busca de otra, que encajó sin dificultad. Me condujo al principio con lentitud, luego al trote y más tarde al medio galope; y cuando llegamos a la pradera, me tocó apenas con el látigo y dimos una espléndida carrera. -¡Para, muchacho, para! -exclamó al sujetarme -creo que te gustaría seguir a los sabuesos. Cuando regresábamos cruzando el parque, nos encontramos con el señor y la señora Gordon, que iban de a pie. Se detuvieron, y John desmontó de un salto.

       -Y bien, John, ¿qué tal anda? -quiso saber mi nuevo amo. -De primera, señor -aseguró John.- Es veloz como un gamo, y fogoso además, pero basta el tirón de rienda más leve para guiarlo. En la pradera nos cruzamos con uno de esos carretones de viaje, de donde colgaban toda clase de cestas, alfombras y demás. Ya sabe usted, señor, que muchos caballos no pasan tranquilos junto a esas carretas, pero él se limitó a mirarlo bien, y después siguió su camino, tan tranquilo y satisfecho como antes. Varios hombres cazaban conejos cerca del Highwood, y uno de ellos disparó cerca la escopeta; él se detuvo un poco y miró, pero no se desvió un paso a derecha ni a izquierda. Yo sólo tuve la rienda firme, sin apurarlo; en mi opinión, nadie lo asustó ni maltrató cuando pequeño. -Me alegro. Lo probaré mañana -anunció él. Al día siguiente me condujeron a presencia de mi amo. Recordando los consejos de mi madre, y a mis bondadosos amos anteriores, procuré hacer exactamente lo que el caballero deseaba. Comprobé así que era buen jinete, y muy considerado con su caballo. Cuando regresó a su casa, la señora lo esperaba en la puerta del salón.

       .-Y bien, querido, ¿qué opinas de él? -quiso saber. -Es exactamente como dijo John, querida. No podría montar cabalgadura más placentera. ¿Cómo lo llamaremos? -¿Te gusta Ebano? -sugirió ella.- Es negro como el Ebano. -No; Ebano no... -¿O Mirlo, como al caballo que tenía tu tío? -No, ya que es mucho más bello que él. -Sí, en verdad que es todo una belleza, con esa cara tan expresiva y esos ojos tan serenos e inteligentes... ¿qué te parece si lo llamamos Azabache? -Azabache... pues, sí, creo que es un excelente nombre. Si te gusta, así será. Y así fue como recibí mi nombre. Cuando fue al establo, John dijo a James que su amo y su ama habían elegido para mí un nombre inglés bien sensato, que significaba algo; no como Marengo, Pegaso o Abdullah. Los dos rieron, y James agregó: -Si no fuera por no recordar el pasado, lo habría llamado Rob Roy, ya que nunca vi dos caballos más parecidos.

       -No es de extrañar -comentó John.- ¿No sabes acaso que la vieja Duquesa, del granjero Grey, era la madre de ambos? Era la primera vez que oía tal cosa. ¡De modo que el pobre Rob Roy, que perdió la vida en la cacería, era mi hermano! No me extrañó que mi madre se mostrara tan apenada. Parece que los caballos no tienen parientes; por lo menos, nunca se conocen después de ser vendidos. John parecía muy orgulloso de mí; solía cepillarme la crin y la cola hasta que me quedaban sedosas como la cabellera de una mujer, y me hablaba mucho. Claro está que yo no entendía todo lo que me decía, pero aprendí cada vez más a saber qué quería decir y qué deseaba que hiciera. Llegué a tenerle mucho afecto, pues era muy amable y bondadoso y parecía conocer los sentimientos de un caballo. Cuando me limpiaba, conocía los lugares sensibles y los que causaban cosquillas; cuando me cepillaba la cabeza, cuidaba mis ojos como si fueran los suyos, sin producir nunca la menor molestia. A su modo, el mozo del establo, James Howard, era igual de amable y bondadoso, de modo que me consideré afortunado. Otro hombre ayudaba en el patio, pero poco tenía que ver con Bravía y conmigo. Unos días más tarde, tuve que sacar el carruaje junto con Bravía. Me preguntaba cómo nos llevaríamos, pero ella se condujo muy bien, salvo que echó atrás las orejas cuando me llevaron junto a ella. Cumplió su labor honestamente y sin retaceos, de modo que no pude desear tener mejor compañera en un doble arnés. Cuando llegábamos a una cuesta, en lugar de aflojar el paso, echaba su peso contra el collar y empujaba hacia adelante sin vacilar. Ambos trabajábamos con el mismo ahínco, de modo que John tuvo que contenernos, con más frecuencia que apremiarnos, y sin verso obligado jamás a recurrir al látigo contra uno de nosotros. Llevábamos casi el mismo ritmo, y me resultó muy fácil seguirle el paso al trotar. Así era más agradable, y al amo le gustaba que siguiéramos bien el paso, lo mismo que a John. Una vez que salimos juntos dos o tres veces, nos hicimos muy amigos, lo cual me hizo sentir como en mi casa. En cuanto a Patas Alegres, no tardamos en llegar a ser grandes amigos. Tan alegre, animoso y bonachón era, que todos lo tenían como favorito, especialmente la señorita, Jessie y la señorita Flora, quienes solían pasear con él por el huerto, y divertirse jugando con él y con su perrito, Juguetón. Nuestro amo poseía otros dos caballos, que ocupaban otro establo. Uno era Justicia, una jaca enana, empleada para silla o para tirar del carro de los equipajes; el otro, un viejo zaino de caza, llamado Sir Oliver, que aunque ya no podía trabajar, era el gran favorito del amo, quien le permitía pasearse por todo el parque. A veces tiraba de algún coche liviano por los alrededores, o llevaba alguna de las señoritas cuando salían con su padre, ya que era muy manso y se le podía confiar un niño, tanto como a Patas Alegres. En cuanto a la jaca, era un caballo vigoroso, bien plantado y tranquilo, con quien solía conversar

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