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La economía de la manipulación, Akerlof y Shiller presentan una tesis que ha sido ignorada por la economía tradicional, pese a ser extremadamente intuitiva (¿será por eso que fue ignorada…?). Sencilla y popularmente: muchas empresas se aprovechan de sus clientes. El subtítulo en inglés del libro no deja dudas: Phishing for Phools significa literalmente “Pescando tontos” (el reemplazo de ‘f’ por ‘ph’ se supone que suaviza la ofensa de llamar “tonta” a la gente). Aunque tienta pensarlo así, el libro está lejos de denunciar una conspiración de empresas que acuerdan para perjudicar a los consumidores. Esta es una idea descartada como general hace rato por los economistas, porque se supone que la mayoría de las empresas que engaña a sus clientes no puede durar demasiado en el mercado. ¿Cuánto subsistiría una ferretería que vendiera repuestos fallados como si fueran buenos? ¿Y una pescadería que ahorrara electricidad y vendiera productos en mal estado? El sistema de mercado debería asegurar que estos engaños no tengan futuro, y solo sobrevivan los honestos.

      Pese a esta defensa de la teoría económica, muchos consumidores siguen sintiendo que las empresas tienen ventajas sobre ellos. Akerlof y Shiller proponen entonces un argumento sutil para dar cuenta de esta sensación generalizada. Comencemos por remarcar que, durante las últimas tres o cuatro décadas, miles de experimentos han revelado una alarmante ausencia de racionalidad en las decisiones económicas de los individuos. Por supuesto que no nos equivocamos comprando dos kilos de palta cuando en realidad queríamos gastar ese dinero yendo al cine, pero cuando se trata de elecciones no tan obvias podemos pifiar y mucho.

      Los individuos solemos tomar decisiones solos, en caliente y con información bastante limitada. Además, caemos usualmente presos de una excesiva confianza en nosotros mismos, que nos compele a creer que siempre tomaremos la decisión correcta. También solemos hacer mal las cuentas, especialmente las que involucran al futuro, como cuando compramos en cuotas porque nos parece barato, pero luego durante 50 meses seguimos sufriendo pagos cada vez más insoportables, y deseamos terminar cuanto antes con esta eterna obligación. En relación a las empresas que nos venden, un sesgo de racionalidad importante de las familias es su sensibilidad a las señales no siempre honestas de las firmas, como la publicidad engañosa, el orden en que se presentan las opciones de compra o la forma en que se exhibe la información sobre los productos y servicios que se ofrecen.

      La cosa es un poco distinta en el caso de las empresas. Allí las decisiones no se toman de manera inconsulta y atolondrada, sino a partir de una planificación explícita basada en consultas previas a especialistas con una larga experiencia en el rubro al que se dedican. Las empresas conocen su negocio y están presionadas continuamente por la competencia, por lo que seguramente toman decisiones mucho más racionales que los consumidores. Más aun, las decisiones más importantes son debatidas y votadas por varias personas, lo que suele acotar la aparición de sesgos.

      Si es cierto que los consumidores cometen fallos, y si esos fallos son menos comunes en el caso de las empresas, entonces la predicción es que las firmas aprovecharán esta asimetría de racionalidad, y literalmente tratarán de desplumarnos. Este es el aporte conceptual de Akerlof y Shiller. Sin necesidad de hablar raro, escribir ecuaciones intrincadas, citar bibliografía aburrida, demostrar teoremas irrelevantes o hacer estimaciones econométricas de difícil interpretación, los autores logran dejar una marca en el terreno más preciado de la teoría económica tradicional. Adam Smith se hizo famoso por su conjetura de que debemos el pan en nuestra mesa al egoísmo del panadero. Lo que Smith quiso decir con esto es que, en un contexto de libre mercado, se produce una compatibilidad muy conveniente entre la actitud materialista de los individuos por un lado, y la producción y distribución eficiente de los recursos por el otro. Donde haya una necesidad habrá un precio mayor, y por lo tanto una oportunidad de beneficio que algún oferente aprovechará si provee los bienes y servicios que satisfacen esta necesidad. La teoría económica ha decidido llamar a este robo descarado “apropiación del excedente del consumidor”. Genios de la metáfora.

      Akerlof y Shiller utilizan ese mismo principio para hablar del engaño y del fraude económico, ya que donde haya una ocasión para engañar a los consumidores, habrá quienes la aprovechen, generando una tendencia automática hacia lo que los autores llaman “equilibrio de pesca” (phishing equilibrium). Este estado se alcanza cuando los “pescadores” (manipuladores) han agotado toda posibilidad de continuar engañando a los “pescados” (incautos). Por supuesto, se trata de un equilibrio subóptimo, ya que los estafados podrían estar mejor de no haber sido engañados.

      Si Akerlof y Shiller tienen razón, entonces los individuos se equivocan al elegir, al menos en promedio. Pero ¿qué significa exactamente que alguien compra algo que en realidad no desea? ¿Es posible determinar si alguien está tomando una mala decisión de gasto? ¿O hay aquí una subjetividad irreductible e inapropiada de la naturaleza humana y su circunstancia dialéctica autohegemonizada? Ok, nos pasamos un poco con la retórica, pero queremos ser un poco más precisos y definir mejor lo que entendemos por una consumidora engañada, por una persona que compra lo que, según parece, no deseaba.

      La idea de que los consumidores son explotados en forma sistemática apunta al corazón de la economía tradicional y desafía el principio de Adam Smith. Si un individuo compra lo que no desea, entonces toda la teoría del consumidor moderna se desmorona. ¿Pero qué queremos decir con “muchas veces los consumidores adquieren bienes que no querían comprar”? Algunos críticos de Akerlof y Shiller sostienen que esta afirmación es, como mínimo, una arbitrariedad. Aun habiendo ganado el Nobel, estos dos economistas no son quiénes para decirnos lo que nos gusta y lo que no. Más aun, la afirmación misma podría constituir una contradicción en los términos, pues no se entiende cómo es que alguien termina haciendo de manera “voluntaria” aquello que en realidad no deseaba hacer en primera instancia.

      Para resolver este enigma, es necesario alejarnos un poquito de la economía y comprender algo básico sobre el funcionamiento del cerebro humano. Dentro de nuestras cabezas no hay nada parecido a un componente único de control centralizado de las decisiones del estilo que nos muestra la película Intensamente. Al contrario, el cerebro está conformado por módulos relativamente independientes cuyos “deseos” suelen colisionar entre sí. Muchas veces esta ambivalencia puede incluso sentirse internamente; somos conscientes de ella.

      A la hora de decidir comprar un paquete de cigarrillos, por ejemplo, nuestro cerebro se debate entre obtener placer en el corto plazo, y sufrir un problema de salud en el futuro. Si bien creemos que nuestra decisión final ha sopesado eficazmente costos y beneficios, en realidad lo normal es que prevalezca alguna de las opciones por motivos completamente azarosos. Ante una decisión dilemática, la mente termina decidiendo a partir de una buena justificación que solucione nuestro conflicto interno. Si se nos aparece el pensamiento “soy joven, ¿qué daño me puede hacer un atado de cigarrillos más?”, terminaremos comprando el paquete. Aunque menos común, también podría surgir una buena razón para no fumar, como cuando nos fijamos un objetivo desafiante del tipo: “hoy es mi cumpleaños, el día ideal para empezar a dejar de fumar, trataré de cumplir dos meses sin fumar un cigarrillo”. Como ni nuestro cerebro sabe lo que quiere, es inútil insistir con que “sobre gustos no hay nada escrito”, o afirmar democráticamente que “a cada uno le gusta lo que le gusta”. Básicamente, porque ese “uno” individual de estas frases simplemente no existe. Nuestros módulos cerebrales tienen literalmente deseos independientes y a veces contradictorios, y no hay un órgano central que juzgue ecuánime y económicamente las ventajas y desventajas de cada uno.

      Ahora bien, aun cuando para un individuo sea difícil distinguir qué es lo que realmente desea y lo que no, un observador experto podría caracterizar y computar desde fuera los pros y los contras de cada opción. Para asegurarse de que su análisis fuese objetivo podría, por ejemplo, encuestar a los decisores tras sus compras, para verificar si se arrepienten o no de sus elecciones atolondradas. Y lo que se encuentra en la práctica, a través de cientos de experimentos, es que muchos consumidores se muestran descontentos por decisiones que fueron tomadas “en caliente”. Los ejemplos más comunes de compras compulsivas se producen al visitar otros países, donde todo resulta atractivo y fascinante, lo que se mezcla con el temor a

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