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E inmediatamente, a propósito de la imagen que tiene de sí, agregaba: “Posmexica, prechicano, panlatino, transterrado, arteamericano..., depende del día de la semana o del proyecto en cuestión” (García Canclini, 1989: 301-2).

      Volvamos al tema de las superficies y a la superficialidad que clásicamente se le atribuye: ¿Es casual el precario interés que la sociedad y las ciencias del hombre han mostrado en esa impronta que perfila nuestros desplazamientos y nuestras parálisis, la insignificante atención que recae sobre la fluidez o la incertidumbre expresiva? ¿Es pura coincidencia la negación de las posturas y desplazamientos que suelen caracterizarnos, la escasa reflexión invertida en las velocidades y lentitudes que encarnamos diariamente? Hay un origen y un proceso social que se llevan inextricables en el cuerpo; anatomía socializada que capitaliza el gesto y el andar; intersección escénica de tiempos y territorios biográficos (Bourdieu, 1991: 70, 92, 250, 342, 373, 385, 389, 472, 483-5). Auténtico capital cultural del que las nuevas clases altas, y todos los arribismos sin pedigree, difícilmente consiguen sustraerse. Se trataría, pues, de levantar un geoanálisis (Deleuze y Parnet, 1980: 145), que permita hacer el recuento de los movimientos con que desterritorializamos el entorno y, en virtud de los cuales somos, paralelamente, reterritorializados. De ese modo es posible certificar el peso que acusan los cuerpos y los despliegues gestuales en el modo de hacer rostro, de ser rostro, de rostrificar (Deleuze y Parnet, 1980: 22-3; Deleuze y Guattari, 1988: 173-94, 299-301; Deleuze, 1984: 131-50).

      Demás está señalar que con esos recursos no sólo somos percibidos por el otro, sino que es a través de ellos que percibimos, paralelamente, a los demás. Para decirlo a la manera de Goffman, no hay modo de que sujeto alguno se exima de sufrir, en carne propia, lo que el autor llama divergencia, máxime si se considera que la vida social expone a cualquiera a ser ridiculizado, avergonzado, calumniado. En efecto, por probabilidades todo sujeto será descubierto en su zona más frágil; alcanzado en el secreto que más celosamente guardaba, a propósito de ese pequeño detalle o de ese mínimo defecto que atesorara como una pieza de máximo valor (Goffman, 1970: 148 y 150). A propósito de los defectos, Max Hernández, psicoanalista peruano, señalaba alguna vez que la gente puede pasar de vivir con ellos a vivir para ellos. Reconstruyamos un itinerario posible de tal anomalía: preocupación por la mirada ajena, anticipación del descubrimiento y encubrimiento anticipado del defecto, todo ello a fin de defenderse de la propia fragilidad.

      Recordando lo elemental: no hay estereotipado sin estereotipador, no hay modo de estereotipar sin aspirar, implícita y vanamente, a ser excluido de esa estereotipia. Los estereotipos, concebidos como recursos del poder, no operan sino taladrando a unos y a otros; sometiendo a unos y a otros; tanto a los que se juran sujetos del acto como a los que sufren y se quejan pasivamente, de la emisión adjetivada. Normales y anormales, estigmatizados y estigmatizadores, desacreditados o desacreditables, no son personas sino perspectivas (Goffman, 1970: 160). En tal sentido las funciones y los lugares ocupados podrán variar, uno puede estar instalado, por ejemplo, en la línea de mira o, en su defecto, fungir de francomirador, pero lo fundamental tenderá a mantenerse firme, pues el propósito es que los valores engorden, que los discursos se afirmen, que los lugares comunes se reproduzcan. O, de otro modo: que los sentidos, como el dinero, circulen (Pereña, 1990). He ahí la eficacia de las relaciones que el poder instaura, y he ahí también la fuerza y el alcance con que las consignas se diseminan, tornando dóciles a los cuerpos (Foucault, 1992: 139-42, 156-7, 168-9).

      En otros términos: que los vínculos sociales se establezcan sobre el nosaber de los agentes, bien sea que éstos se instauren, fielmente, en la unidad activo/militante de una ideología grupalista o que, en su defecto, dependan de una ilusión individualista que quiere, para el mejor cumplimiento de un reglamento tácito, constituirlos como seres “libres”. Sabemos, pues, con Guattari, que el primer caso es el de las sectas religiosas, las bandas delincuenciales e incluso agregaríamos, el de las llamadas barras bravas, en su carácter paranoicamente excluyente del mundo, reivindicando credos milenaristas o desdibujando, en su vengativo desorden, la frontera entre la violencia fáctica y la retórica de una agresividad discursiva. El segundo caso es el de los empleados de cualquier entidad o el de los oficiantes de cualquier institución, e incluso perfila la realidad de unos consumidores, siempre segmentables, que la cultura masmediática factura. Aquellos se suelen encontrar perentoriamente incluidos en la actualización de unos usos prefabricados para su dócil reproducción.

      Se observa, entonces, que las fuerzas políticas mayoritarias (no por su número se entiende, sino por el yugo que administran) se instituyen como homogéneas para pretender constituirse en homogeneizadoras. Duplican, entonces, un en sí a través de un para sí, quedando dichas fuerzas definidas más enfáticamente por el propósito de manipular (el llamado hacer-hacer de los semiólogos) cuando no usufructuar toda posición heterogénea. En otros términos, se trata de diluir o reducir toda variación que desestabilice el orden social, todo factor que indisponga las convenciones. Es precisamente bajo ese esquema que un autor como Bataille explica incluso la emergencia y funcionalidad del fascismo, añadiendo que la sociedad civil, maternal y femenina al fin, precisa del órgano masculino que la torne respetable, de la prótesis viril que la acorace contra los atentados: el poder militar, las fuerzas armadas (Bataille, 1974: 78-115). Aunque centrándose en otros tópicos, Barthes sostiene que la operatividad de la lengua radica en la base fascista de la que se nutre, no tanto por lo que impide decir sino, más radicalmente, por lo que obliga a expresar (Barthes, 1988). Más recientemente Ibáñez ha dicho que la fuerza de la ideología es del orden de lo decible: suerte de límite infranqueable para el verbo y la acción (Ibáñez, 1986a: 55, 63-4, 76; 1986b: 497-8). El aparato estatal sumiría toda manifestación o desvío, toda excentricidad en algún punto de una cartografía concéntrica: posible corolario para lo sustentado en este párrafo (Calabrese, 1988: 69-72).

      Si consideramos literalmente tales reflexiones, se inferirá una atmósfera terrorista individualizada, una suerte de catatonia aislante que multiplica la incertidumbre y que, como consecuencia, suscita una demanda de apoyo generalizada, un deseo de protección que el Estado y sus órganos conexos pretenderán colmar. No faltan los autores que han preferido hablar de un ordenamiento paranoico, quienes aluden al inextricable nexo establecido entre las posturas competitivas que un aparato moderno de producción estimula, y los afanes más prosaicos, clásicamente prosaicos tal vez, de ejercer presión, someter, humillar e incluso sacrificar al otro (Rosolato, 1981: 119-25; Enríquez, 1973). La tan mentada alienación, frecuente expresión de contradicciones históricas sistemáticamente silenciadas por el poder psiquiátrico, es articulable también como el punto ciego merced al cual los consensos van aplastando a los delirios; las creencias disfrazando los síntomas; los ideales atenuando las fantasías.

      El proceso inverso, clínico si se quiere, es el que se sigue en el reciente filme de L. Von Trier, Contra viento y marea (1996). Allí lo incondicional del amor lleva a la protagonista a nadar contra la corriente y a enfrentar el escarnio colectivo: lo curioso es que la heroína no encuentra más apoyo que una religiosidad cada vez más distante del sentir comunitario. Así, pues, cuando de regímenes totalitarios se trata, la alienación se extiende y capilariza en directa correspondencia con una incredulidad y una duda estandarizadas (Aulagnier, 1980: 35-49). Esas sospechas deberán activarse al emitir o recoger una información; tanto para el sujeto como para el objeto de un comentario; lo mismo al divisar que al ser divisado en un feudo cualquiera. No es casual que en las megalópolis de fin de siglo las proxemias epidérmicas que acompasan los flujos citadinos acentúen, paradójicamente, la distancia imaginaria de los transeúntes.

      Recuérdese, entre nosotros, la “suspensión de las garantías”, el síndrome del “toque de queda”, y su reverso festivo: las reuniones de “toque a toque”. Evóquese la cotidianidad de los atentados y de los secuestros en general; o de los

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