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antes que lo usual, han continuado siendo herramientas importantes para investigar las historias de las mujeres, de los hombres y de la familia (Twinam, 2007, pp. 334-335)5.

      La violencia conyugal no estuvo al margen de las preocupaciones de los historiadores dedicados a la familia colonial en Iberoamérica. Siguiendo la estela dejada por investigaciones como la de Roderick Phillips (1976), entre otras, fueron los mexicanistas quienes, probablemente, iniciaron el estudio de este problema, aunque el trabajo pionero de Verena Stolcke (1992) sobre las relaciones matrimoniales e interétnicas en la Cuba colonial constituya la punta del iceberg6. En este sentido, los ensayos de Silvia Arrom (1976, 1988 [original en inglés de 1985]) y de Michael Scardaville (1977) son fundacionales, y representan el punto de partida de una bibliografía que fue haciéndose más extensa con el transcurrir del tiempo, a la vez que se incorporaban paulatinamente otras áreas del espectro geográfico latinoamericano7.

      El Perú no quedó al margen de estas tendencias. Desde el pionero artículo de Pablo Macera (1977) —una verdadera rareza considerando el año de su publicación— que insinuó tangencialmente esta temática, la bibliografía fue adicionando algunos pocos títulos, entre los que destacó tanto por su originalidad como por su carácter precursor el ensayo que el fallecido y recordado Alberto Flores Galindo preparara para la Revista Andina sobre la base de un capítulo de su tesis doctoral (Flores Galindo, 1983)8, los artículos que el peruanista francés Bernard Lavallè fue presentando a lo largo de varios años9 y los estudios de María Emma Mannarelli (1994)10. A poco más de tres décadas de la publicación del ensayo inicial de Flores Galindo, por desgracia, aún es exigua la lista de textos que sobre el maltrato marital en la historia del país se han publicado; cabe tomar en cuenta, asimismo, que el inventario de los mismos se ha limitado prácticamente al período colonial11.

      La preocupación por el tema de las relaciones matrimoniales en el pasado, especialmente por los aspectos relativos al maltrato conyugal, que la legislación y la praxis judicial coloniales reconocieron como un problema serio y hasta relativamente frecuente, al igual que la literatura preceptiva y de consejos redactada por moralistas como fray Luis de León o fray Antonio Arbiol, que se interesaron por los avatares del matrimonio, así como también los manuales de confesión, demuestran no solo la importancia que este problema presentó en España y sus territorios americanos durante el Antiguo Régimen, sino también el interés que la historiografía supo corroborar y calibrar. Es que, además, la sevicia, esa expresión usual que servía para calificar al maltrato verbal, emocional y físico entre los cónyuges y que tenía como víctima central a la mujer, para ser reconocida como tal en los predios judiciales —así lo hacía saber la doctrina—, debía ser excesiva, reiterada y poner en peligro la vida del consorte afectado, lo cual ciertamente no era fácil de demostrar en los tribunales, amén de otros inconvenientes propios de los procesos y diligencias judiciales. En consecuencia, los golpes y palabras subidas de tono, esto es, los insultos, si eran eventuales y tenían un carácter “correctivo”, no encajaban en la categoría de sevicia y, por tanto, no eran punibles. Existía, a su vez, un problema adicional: el marido era el único que tenía la prerrogativa moral y legal de “castigar” a su cónyuge si esta había cometido una transgresión, pero ¿quién medía la eventualidad y proporción del maltrato infligido a la esposa, considerando que esta jamás debía dirigirlo hacia su esposo, al menos teóricamente? Es claro que el hombre, como cabeza visible del ordenamiento jerárquico patriarcal, era el indiscutible catalizador de este tipo de relaciones.

      Fueron estas y otras las inquietudes que me acercaron hace algunos años a la temática de la violencia conyugal, sobre la cual redacté algunos artículos que tuvieron como marco cronológico de análisis los años 1800 a 1805 (Bustamante Otero, 2001)12. Interesado en el papel de los juicios de divorcio como fuente para acercarse a la cotidianidad de los consorcios matrimoniales, llamó mi atención, en primer lugar, el hecho de que la Iglesia postridentina, alineada con el concepto de indisolubilidad del matrimonio convertido en sacramento, aceptara la posibilidad de que los cónyuges en conflicto pudiesen acceder, si la situación lo ameritaba, a la figura canónico-jurídica del divortium quoad thorum et mensam, separación de morada y de cuerpos con subsistencia del vínculo, que solo se aprobaba bajo determinadas causales debidamente reconocidas por la legislación y que no permitía a la pareja la posibilidad de contraer nupcias nuevamente (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 383-392). Esto significaba que la Iglesia, tradicional reguladora de la moral pública, estaba al tanto de los naturales roces y pendencias que se producían entre las parejas de casados y de los extremos a los que aquellos podían llegar. Igualmente, me sorprendió la profusión de procesos de esta naturaleza, así como los móviles que indujeron a las partes, preferentemente a las mujeres, a exponer sus dramas en el tribunal eclesiástico; entre estos pude notar que la sevicia correspondía a la mayoría, sin desmedro de otras posibles causales. Estas consideraciones me llevaron a concluir que la violencia entre marido y mujer era un problema grave para la sociedad hispanoamericana colonial —especialmente para la residente en las áreas urbanas—, y que Lima no era una excepción; es más, la capital peruana parecía presentar uno de los índices más altos de maltrato doméstico. La comparación de cifras y tendencias no solo confirmaba mi apreciación, sino que, además, generaba la impresión de que los postreros tiempos coloniales conformaban una coyuntura de alta conflictividad marital.

      Algunas cuestiones más. La primera, el innegable protagonismo de las mujeres en los juicios de divorcio —usualmente, eran las víctimas— no fue óbice para encontrar a un pequeño grupo de maridos replicando las imputaciones de sus esposas mediante la difamación, la negación y las falsas promesas de enmienda, pero también arguyendo, en otros casos, que ellos habían sido también agredidos. Lo más sorprendente, sin embargo, fue hallar eventualmente denuncias de parte de estos en las que señalaban haber sido ellos, más bien, objeto de maltrato por parte de sus consortes. La segunda cuestión está relacionada con los materiales documentales trabajados. Yo había estudiado —como quedó dicho— los juicios de divorcio y, de manera superficial, había revisado en el Archivo Arzobispal de Lima secciones como Causas Criminales de Matrimonio y Bigamia, pero el referido artículo de Flores Galindo y Chocano (1984), que abarcaba un espectro cronológico más amplio que el mío, incluía otras secciones más del mencionado repositorio, como Nulidades y Litigios Matrimoniales, arribaba a la conclusión de que la sevicia era el cargo más importante en todo este conjunto de procesos judiciales. Había observado, no obstante, que la casuística ordenada por los coautores pecaba de un “taxonomismo” tan marcado que eludía la posibilidad de demandas mixtas. En mi fuero interno, existía la convicción de que los índices de sevicia eran mayores que los señalados y no solo por el argumento expuesto, sino también porque los coautores no habían tomado en cuenta otras secciones del archivo, además de obviar la documentación contenciosa civil que resguarda el Archivo General de la Nación. Finalmente, la tesis propuesta por ambos de un incremento de la conflictividad marital judicializada a fines del Virreinato, sostenida en tres argumentos centrales, a saber: el marco estructural patriarcal, la crisis que asoló Lima y que repercutió en la cotidianidad de los hogares, y el hecho de que la sociedad se fue liberando de las amarras religiosas, al menos en este terreno (pp. 405-417), daba pie a reflexionar sobre la validez de este planteamiento que era, en esencia, correcto, pero insuficiente y carente de matices, en parte también porque Flores Galindo y Chocano no incorporaron en su investigación aspectos relativos al reformismo borbónico y su impacto en estas latitudes, entre otras cuestiones.

      Todas estas consideraciones y el interés de rectificar algunas apreciaciones vertidas en mis anteriores ensayos como, por ejemplo, la creencia de que la sevicia afectaba básicamente a los matrimonios de menores recursos, esto es, a la plebe, cuando, en realidad, se trató de un problema que atravesó a la sociedad limeña en su conjunto, aunque con énfasis en los sectores sociales medios y populares, son los motivos que impulsan la realización del presente trabajo. A ello se suma la necesidad de ampliar y profundizar propuestas, razón suficiente para extender el espectro cronológico de análisis a veinticinco años (1795-1820), escrutar los materiales contenciosos pertinentes —los eclesiásticos del Archivo Arzobispal de Lima y los civiles guarecidos en el Archivo General de la Nación— y apelar a la bibliografía reciente para recoger la experiencia de lo abordado por la historiografía en otros lugares,

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