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y hegemonía del poder real. Semejante argumento puede formularse a favor de las sucesivas conspiraciones limeñas de Riva Agüero, Torre Tagle, Berindoaga (vizconde de San Donás), Vásquez de Acuña (conde de la Vega del Ren) y de muchos otros patriotas. Por lo demás, en algunos casos, las grandes revoluciones a escala mundial contaron con un líder o conductor y no precisamente con una “clase política” que le sirviera de soporte o sostén.

      En el plano doctrinario e ideológico, es de antaño reconocida no solo la perseverancia e inquietud de muchos pensadores criollos en torno al afán independentista, sino también su innegable preponderancia en el actuar de quienes, más tarde en momentos cruciales, serían considerados con toda legitimidad los “Padres de la Patria”. En este sentido, la influencia de Viscardo y Guzmán, Bravo de Lagunas, Baquíjano y Carrillo, Vidaurre, Rodríguez de Mendoza y Unanue, fue decisiva y gravitante. Todos ellos fueron conscientes de su rol a favor de la liberación política de España o, cuando menos, de la necesidad perentoria de un cambio del statu quo reinante desde épocas pretéritas. Separatistas o reformistas, ellos fueron los paradigmas que, junto con los enciclopedistas e ilustrados de la Europa dieciochesca, estuvieron presentes en el pensamiento y en el accionar de los indicados “Padres de la Patria”.

      Otro asunto no suficientemente esclarecido y que amerita también una breve mención, es el referido al absoluto convencimiento de los patriotas americanos respecto a la necesidad perentoria de acabar con el principal (y único) núcleo de poder realista en el Continente que se jactaba de catorce años de triunfos y que se hallaba focalizado en Lima “la capital o sede del más poderoso y del más antiguo de sus virreinatos”, en palabras de Vicuña Mackenna (1924, p. 62). Ellos eran conscientes de que el poder de España se hallaba intacto en la tierra de los incas y que mientras él subsistiera, todo lo ganado en términos de vida autónoma corría el virtual riesgo de perderse; por lo tanto, era apremiante e imperiosa su destrucción in situ4. Semejante parecer lo compartían los patriotas peruanos desde tiempo atrás. Recordemos que la sociedad peruana a comienzos del siglo XIX no se reducía ya a los supérstites del incario (según el oportuno reclamo aparecido en el Mercurio Peruano), pues a su lado estaban las vastas poblaciones de criollos, mestizos y mulatos; y al sumarse estos a la marea revolucionaria, alteraron en forma decisiva la concepción estratégica de la lucha emancipadora. En la Universidad Mayor de San Marcos y en el Convictorio de San Carlos dialogaron profesores y alumnos, en torno a la coyuntura política y económica imperante, exponiendo teorías sobre la naturaleza de sus problemas y las ventajas de la libertad. Reconocieron que el Perú era el centro del dominio español en la América del Sur, tanto por la prestancia de su tradición cultural, como debido a la ventajosa posición geográfica y la riqueza de sus recursos naturales; y que la empresa de hacerlo independiente requería la cooperación de cuantos sostenían en el Continente la causa de la libertad y la ilustración. Consecuentemente, prodigaron su actividad en planes y movimientos sediciosos, encaminados a socavar la estabilidad del régimen colonial (Tauro, 1973, p. 14).

      Ciertamente, lo expresado por nuestros connacionales se ajustaba a la verdad histórica. Una rápida mirada retrospectiva nos señala que desde mediados del siglo XVI fue el Perú el centro del poder español en América meridional. Es en nuestro suelo donde se organizaban las expediciones que someterían a la corona española los dominios actuales de Chile, Ecuador, Alto Perú (o Bolivia), norte de la actual Argentina, las regiones del río Amazonas, etcétera. Esa condición geopolítica no la perdió el Perú con el transcurrir del tiempo; y Lima, en la práctica, fue la cabeza del gigantesco imperio español en la región. En la centuria decimonónica, desde Lima salió el apoyo económico que dio impulso a la victoriosa resistencia platense a las fracasadas invasiones inglesas; de la capital, asimismo, partieron fuerzas militares realistas para la lucha contra los patriotas de Chile, Alto Perú, Río de La Plata, Quito y la lejana Panamá5.

      Todo ello —dice Félix Denegri (1976)— significó para el Perú un enorme sacrificio financiero y humano que lo dejó postrado social y económicamente, pues además de su propia guerra de la Independencia, el virreinato peruano tuvo que participar en los otros esfuerzos continentales. En todo ello, obviamente, las movilizaciones de tropas de nuestro virreinato hacia tantos y tan variados frentes no solo representaron la recluta de miles de hombres para atender la lucha en puntos tan alejados, sino que afectaron hondamente su economía, provocando el abandono de los campos y la quiebra de la industria textil (obrajes) que, no obstante ser primitiva, daba trabajo a un buen número de familias. Prácticamente, el 10 % de la población masculina de entonces fue llamada a las armas. ¿El resultado? El nefasto impacto que sufrió el Perú antes de la llegada de la Expedición Libertadora del Sur. Las guerras de la Independencia, después del desembarco del ejército sanmartiniano en Pisco (1820) y hasta la victoria de Ayacucho (1824), multiplicaron esos esfuerzos (Denegri, 1976, t. VI, vol. I, pp. 31-34).

      Ciertamente, este enorme esfuerzo desplegado por nuestro país fue claramente percibido por los líderes de la revolución independentista sudamericana, pues ya en el año 1810, ejércitos platenses bajo el mando de Juan José Antonio Castelli emprendieron la marcha sobre el virreinato peruano, pero fueron derrotados por el general José Manuel de Goyeneche en Guaqui, casi en las fronteras mismas del Perú. Por eso José de San Martín, Simón Bolívar, Juan Martín de Pueyrredón y Bernardo O’Higgins, por citar solo unos pocos nombres de una lista que podría ampliarse, creyeron con plena certidumbre que ningún país sudamericano podría ser libre mientras no se consiguiese la emancipación peruana (Denegri et al., 1972, p. 214).

      Bajo este convencimiento, los gobiernos independientes organizados en Buenos Aires, Chile y Nueva Granada comprendieron (y así lo divulgaron) que su propia seguridad los obligaba a doblegar inevitablemente las reservas del poderío español existentes en el Perú6. Su lucha por la independencia alcanzó así la intensidad y la gloria de una gesta, porque debía resolverse en tierra peruana la fundamental contradicción entre despotismo colonial y libertad nacional. Pero tal coyuntura —como lo subraya Basadre (1968)—gravitó sensiblemente sobre el desarrollo histórico del Perú, debido a la excesiva prolongación de las campañas militares libradas en su suelo (1820-1824). En este sentido, la Gran Colombia7, Chile y las provincias del Río de La Plata eran naciones soberanas, pero se veían obligadas a “vivir con el arma bajo el brazo” temerosas de que el virrey del Perú, dueño de un rico imperio, con un ejército de 25 000 hombres, marchase en cualquier momento al sur o al norte, traspasase sus linderos, inflamase el espíritu de rebelión de los realistas vencidos, y pusiese en peligro la victoriosa causa, que costaba casi tres quinquenios de guerras heroicas y de máximos esfuerzos8. Se preocupaban, con razón, de la suerte de su vecino, porque mientras los peruanos no fuesen libres, tenía que mirarse aquella región como una amenaza persistente contra la independencia de toda la América del Sur. De aquí nació en el ánimo de estas tres regiones la idea de aliarse a su vecino con ejércitos, escuadras, dinero y recursos de todo género, con el firme propósito de destruir de raíz y para siempre el último, pero también el más formidable, núcleo de tropas que conservaba España en el vasto continente americano.

      Al impulso, pues, de aquel afán pragmático de autoconservación, las naciones independientes acometieron tempranamente la empresa de coadyuvar a redimir al Perú9. Los siguientes testimonios sanmartinianos así lo confirman. Tres meses después de haber tomado posesión del mando del Ejército Auxiliar del Perú, en extensa misiva a su amigo íntimo Nicolás Rodríguez Peña, San Martín concluye diciéndole:

      Ya le he dicho a usted mi secreto. Un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza es suficiente para pasar a Chile y acabar allí con los godos, apoyando un gobierno de amigos sólidos para concluir también con la anarquía que reina. Aliando las fuerzas pasaremos por el mar a tomar Lima: ése es el camino y no otro. Convénzase que hasta que no estemos en Lima la guerra no acabará para nadie…10

      Dos años después, en una extensa carta a su apreciado amigo Tomás Godoy Cruz (fechada en Mendoza el 12 de mayo de 1816), San Martín le dice sin eufemismo alguno: “Lima, con la presencia de la formidable fuerza realista, será siempre el azote de la libertad del continente…”11. Y tres años más tarde, en una nota confidencial a su igualmente fraterno amigo Bernardo O’Higgins (fechada en Mendoza el 9 de noviembre de 1819),

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