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es la etnocentrista por la que la incorporación se realiza desde parámetros occidentales y los valores del progreso y la “civilización”; la otra visión es la relativista cultural. Esta última plantea la noción de aculturación, proceso que implica respetar las culturas autóctonas, permitiéndoles un desarrollo propio, pero con la secreta esperanza de que tal respeto conduzca a los indígenas, en todo caso, al abandono de su sistema para incorporarse finalmente en el occidental, lo que implica nuevamente el etnocentrismo pero de manera solapada (Díaz Polanco, 1979: 16). Entonces, el relativismo cultural norteamericano replantea, subrepticiamente, un etnocentrismo que se expresa en la aculturación.

      Las formulaciones indigenistas en sus distintas variantes (integracionista, etnicismo, “cuartomundismo”, etc.) desvinculan la problemática de la cuestión nacional y anulan su aspecto político. De esta manera, las demandas y los derechos de los pueblos indígenas son despojados de su carácter político reducidos a una perspectiva culturalista. Asimismo el influjo indigenista conduce a comunidades y organizaciones indígenas a la alienación e inmovilidad respecto de sus verdaderos intereses. Por su parte la versión etnicista, particularmente, indujo a las comunidades bajo su influencia a limitar sus reivindicaciones a aspectos “culturales”, a encerrarse sobre sí misma y a mostrar poco interés por vincularse con otros sectores y organizaciones políticas. Es así que, según Consuelo Sánchez, los indigenismos no actúan para solucionar el conflicto étnico – nacional sino para asegurar la sujeción de los indígenas al Estado (1999: 104).

      El indigenismo en sus distintas vertientes puede ser pensado como estrategia estatal encaminada a ordenar su relación con los pueblos indígenas y como disciplina frente al reclamo de derechos indígenas. Ya sea como estrategia estatal o bien disciplina, el indigenismo circunscribe un campo generando un doble efecto: por un lado, inscribe la cuestión indígena en el ámbito de los derechos humanos (más adelante, aludimos a las paradojas que esta delimitación va generando); por otro lado, mediante esta inscripción se produce una esterilización de la acción que limita la posibilidad y capacidad de resistencia de los pueblos indígenas y, por tanto, su politización. De este modo, el postulado que intentará hacer compatible el respeto de las diferencias con la necesidad de integración es el de “justicia social” (Díaz Polanco, 1979: 21) o “derecho indígena”. Sin embargo, se significa y valora la cuestión indígena desde los principios que rigen a las sociedades liberales actuales (el derecho humano y el respecto por la diferencia son algunos de ellos).

      La crisis del indigenismo está asociada a una ruptura de una imagen de Estado nacional a favor de otra: la de un Estado diverso en la multiplicidad, resultado de la unión, de la comunicación entre muchos actores heterogéneos. Esta imagen de la nación implica una nueva concepción del indigenismo. Lo que ha cambiado es el paso de una recuperación del indio bajo la idea de un Estado-nación homogéneo, a un realce del indio mediante la idea de un Estado – nación múltiple y diversificado, en el cual el indígena sea el sujeto de su propia recuperación (Villoro, 1996).

      Como antecedentes de una perspectiva crítica al indigenismo observamos que durante los sesenta y sobre todo en 1968, un grupo de antropólogos sociales comienza a criticar abiertamente los objetivos del indigenismo mexicano y propone la integración de los indígenas en un desarrollo nacional progresivo que desembocara en un socialismo, y que tal integración fuera delineada y ejercida en la práctica por los propios indígenas, tomando como punto de partida sus necesidades y alianzas. Desde esta postura se sostenía que el indigenismo oficial había planteado la “incorporación” del indígena en el desarrollo nacional que se expresa en la modernización, despojando el sentido político de los reclamos de los pueblos indígenas.

      A esta visión luego se sumaría otras vertientes del pensamiento indígena con carácter más institucionalizado, que plantearían que los problema de los pueblos indígenas no son sólo económicos sino fundamentalmente culturales: la falta de comunicaciones espirituales con el medio exterior, la falta de conocimientos científico – técnicos para la mejor utilización de la tierra, la falta de un sentimiento claro de pertenecer a una nación y no sólo a una comunidad (Díaz, Polanco, 1979: 56).

      La política indigenista sufrió una ruptura importante en el período presidencial de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), quien impulsó una serie de cambios normativos con propósitos económicos y políticos. Estos cambios significaron el replanteamiento ambivalente del “estatus” de los pueblos indígenas en la sociedad mexicana: si bien se respondió en parte a las demandas culturales de los pueblos indígenas, por otra parte se abrió la posibilidad de comerciar con particulares la propiedad de sus ejidos y comunidades, quitándoles la certeza sobre sus posesiones y herencias históricas.

      El reconocimiento del estatus de los pueblos indígenas demandado por sus organizaciones se buscó a partir de una reforma Constitucional. La Comisión Nacional de Justicia para los Pueblos Indígenas creada en 1989 impulsó la reforma y en 1992 se aprobó el siguiente texto:

      “la nación mexicana tiene una composición étnica y pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La ley protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de organización social, y garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado. En los juicios y procedimientos agrarios en que aquéllos sean parte, se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley”.

      Sumado a esta reforma, se introdujo una segunda reforma al artículo 27 de la Constitución, con el cual se posibilitó al Estado para negociar y comerciar discrecionalmente con particulares la propiedad de las tierras que comprenden el territorio nacional, cuando así lo considere oportuno. Cabe anotar, que dichos cambios corresponden a las reformas económicas como la privatización y la progresiva desregulación, emprendidas por el Estado, entre otros, para afrontar la crisis económica experimentada por cuestiones como la deuda externa y la hiperinflación.

      Como paliativo se estableció el Programa Nacional de Solidaridad Social (PRONASOL), orientado a menguar la pobreza en las zonas indígenas por medio de fondos especiales, el cual no tuvo mucho éxito en su cometido pues

      “los escasos recursos destinados a dichos fondos, la manipulación de los mismos con fines políticos, la burocratización, la corrupción, etc., determinaron el fracaso de Pronasol y su nula efectividad de cara a las fundamentales metas propuestas: la pobreza en las zonas indígenas no sólo disminuyó, sino que incluso incrementó” (Sánchez, 1999:103).

      Un brote de esperanza surgió con la denominada transición a la democracia y el “gobierno del cambio” en 2000. Sin embargo, el gobierno panista no transformó la situación de los pueblos indígenas al tiempo que dio fin al indigenismo institucional que había existido desde 1940, mediante la desaparición del INI y la creación de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI).

      Varios autores denominan neoindigenismo a la política instaurada desde la administración de Vicente Fox (2000-2006); con este concepto buscan dar cuenta de cómo el indigenismo se ha recubierto de un nuevo discurso que exalta la diversidad cultural, al mismo tiempo que busca formar “capital humano” e impulsar el “desarrollo empresarial” en las comunidades indígenas. Así, modernizar y desarrollar es la nueva panacea que plantea el neoindigenismo para las poblaciones indígenas, en lugar de escuchar las voces que solicitan autonomía política y la redistribución económica (Hernández, Paz y Sierra, 2004).

      De esta forma, con la transición del gobierno, el nuevo indigenismo se basó en un discurso en el cual el reconocimiento de la diversidad étnica fungió como pieza importante para la cooptación de movimientos y líderes indígenas; es decir, el neoindigenismo, promovido por el Estado parece ser una estrategia encaminada a neutralizar a los movimientos indígenas contestatarios y simpatizantes del zapatismo (Hernández, Paz y Sierra, 2004).

      Como se vio a lo largo de estos párrafos, la aculturación y castellanización del indígena, es decir, la conversión en mestizo, fue la misión principal del indigenismo a lo largo de varias

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