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Yo sigo al perro.

       Me bajé rápidamente y su 500 salió detrás del animal, que, entretanto, al llegar al final de la plaza delante de la Iglesia de San Lorenzo, había girado a la derecha entrando en el amplio espacio peatonal delante del antiguo Palacio Real de los Saboya, separado de la plaza por una verja, con un paso en el centro intencionadamente no lo suficientemente ancho como para permitir el paso de un automóvil.

       Ada, al no poder entrar en el patio con el coche, siguió al animal con los ojos. Luego me informaría de que, al fondo del espacio, el animal había girado a la izquierda y había desaparecido por el paso que lo une a la piazza San Giovanni, delante de la catedral.

       Teníamos una noticia.

       Vi que el automóvil de la colega había reemprendido la marcha hacia via Garibaldi. Estaba claro que Ada intentaba quitar de inmediato cualquier titular de primera página, a la espera de mi llegada con las esperables novedades.

       Después de haber mostrado mi carné de periodista, pregunté al grupo que había en torno a la pobre víctima si alguno de los presentes lo conocía: nadie, o nadie que quisiera decirlo.

      Intervino una patrulla de la Seguridad Pública,11 fuerza pública que todavía no había abandonado la plaza, aunque las autoridades ya se habían ido y el área estaba casi completamente despejada. Tras mostrar mi carné de periodista también al comandante de los agentes, un subteniente, le pregunté si la víctima era una persona conocida, pero recibí un seco y casi fastidiado:

       —No lo sabemos.

       Llegó una ambulancia, tal vez llamada poco antes por los mismos policías o tal vez por ciudadanos que habían visto la tragedia. Llevaba un médico a bordo y este no pudo más que constatar la muerte de ese pobre hombre.

       Sin haber obtenido nada, me dirigí a la parada de tranvía más cercana, que entonces discurría a lo largo de via Garibaldi, para volver así al periódico, pero después de recorrer unos treinta pasos, una voz profunda que venía de detrás me detuvo:

       —¡Señor Velli!

      FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO

       La sala del Teatro Regio de Turín. Foto Ramella&Giannese - https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=2802036

      Se trataba de una mujer. Imaginé que fumaba mucho y por eso su voz se había enronquecido por el humo que había pasado durante años por su atormentada garganta. Era aquella a la que había visto caminar a pocos metros detrás de la víctima. Como pude verificar al verla más de cerca, a pesar de que su voz no sonaba muy amable, era casi más de barítono que de contralto, y aunque su edad se acercaba a los 50 años, era una mujer con un atractivo juvenil, pelo rojo brillante, sin duda teñido, pero de apariencia natural, un bonito rostro sin arrugas, boca carnosa, pero no mucho, alta y esbelta; venía hacia mí a paso ligero con calzado elegante y unos tacones cómodos de color azafrán. No llevaba bolso, vestía un abrigo azul de aspecto deportivo con tres grandes bolsillos, dos laterales y uno a la izquierda sobre el pecho, todos llenos, bajo el cual asomaban unos cinco centímetros del bajo de un vestido largo dorado.

      Parándose delante de mí, me preguntó:

      —Usted es el señor Ranieri Velli, ¿verdad?

      —Um… sí. ¿Nos conocemos, señora…?

      —Señorita: señorita Luisa Manforti. No, no nos conocemos, señor Velli. He leído algunos de sus libros y su foto aparece en las tapas ¿entiende? Además, como tengo que leer por mi trabajo varios diarios, conozco su firma en la Gazzetta del Popolo. Señor Velli, sé quién era el muerto. No quise decirlo antes, en medio de toda aquella gente.

      —Cuéntamelo.

       —Era el ingeniero Rodolfo Mangiaforni, uno de los dos subdirectores del grupo industrial Italiavolo. Lo conoce ¿verdad?

       —Sí, es muy conocido.

       —De primer nivel. Tiene fábricas en Turín, Milán y Nápoles.

       —La he visto caminar detrás de la víctima, señorita. ¿Era casualidad o tenía algún motivo?

       —Yo era su escolta privada, señor Velli. Éramos tres personas para su protección, en turnos de ocho horas cada uno. Esta noche me tocaba a mí. Por desgracia… no he podido cumplir con mi trabajo, ese maldito perro apareció como un rayo.

       —Lo he visto, señorita, y estoy de acuerdo. Habría sido muy difícil conseguir detener a tiempo a un animal como ese y no debe culparse. Pero ahora debe perdonarme si paso a otra cosa, soy periodista y hago mi trabajo: ¿podría darme alguna información más sobre la víctima?

      —Solo lo que me confesó el propio ingeniero, una vez que estaba sorprendentemente alegre y dispuesto a conversar, pues normalmente era muy cerrado: había sido comandante partisano, habiendo recibido después de la guerra la medalla de oro de la República Italiana al valor militar: el 8 de septiembre de 1943, fecha del armisticio de Italia con los aliados, estaba cumpliendo su servicio militar como subteniente de complemento del cuerpo de ingenieros de la Fuerza Aérea Real, con sede en el aeropuerto de Piacenza-San Damiano. Los antiguos aliados alemanes, seguro que lo sabe, ya presentes en parte a nuestro lado en nuestro territorio, nos invadieron brutalmente con multitud de tropas inmediatamente después del armisticio y empezaron a detener y a deportar a sus campos de concentración a nuestros militares, que habían sido abandonados sin recibir órdenes de los de más alta graduación de nuestras Fuerzas Armadas. Mangiaforni no solo consiguió no ser detenido por los alemanes, sino que no se dio por vencido y creó, con parte de sus aviadores y civiles locales, una milicia de voluntarios por la libertad, como llamaban los dirigentes del CLN12 a los partisanos, una brigada que al principio no era grande, pero que había incorporado luego bastantes combatientes entre los muchos jóvenes reclutas que no querían servir al reconstituido régimen fascista. Entre los últimos meses de 1943 y abril de 1945, Mangiaforni y los suyos llevaron a cabo en Emilia muchas acciones contra alemanes y fascistas. A pesar de eso, según me contó, tras la Liberación, en lugar de disfrutar por un tiempo del éxito donde había llevada a cabo sus acciones con sus hombres, dejó a su segundo el mando de la brigada, ya solo dedicada a festejar, comer, beber y disparar al aire y volvió humildemente a su casa en Turín, al contrario que la mayoría de los demás partisanos.

       —Hizo bien. Yo tenía entonces solo quince años, pero ya tenía opiniones políticas concretas y, como mis padres, detestaba el nazifascismo. Yo era un joven alegre y, sin embargo, en las semanas posteriores a la Liberación, me sentía molesto cada vez que veía pasar junto a mí por la calzada, sin ningún destino y haciendo sonar las bocinas, automóviles y camiones llenos de partisanos cubiertos hasta los dientes de armas. Daban la impresión de estar borrachos. Tal vez yo era demasiado inflexible al ser muy joven, pero aun así sentía que aquellas cosas dañaban la memoria de los mártires de la Resistencia: otra cosa fueron los exultantes desfiles posteriores a la victoria, que también yo aplaudí con alegría, distintos de algunos teatros posteriores.

      —Sí, señor Velli, por no hablar de aquellos falsos justicieros desatados que, ensuciando el honor de los demás partisanos garibaldinos, bajo la cobertura de banderas rojas se dedicaron a actos de violencia indiscriminada y venganzas

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