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de la tecnología van a resolver los problemas por nosotros. Debemos impedir que las grandes empresas tomen la batuta de la orientación de la sociedad.

      Vuelvo al tema: eso les daría mucho gusto a los libertarios. La punta de lanza aquí es Peter Thiel, famoso por su sistema de pago en línea, PayPal, e igualmente famoso —aunque él le dé menos importancia— por haber financiado con 2.6 millones de dólares el comité político de Ron Paul en 2012, Endorse Liberty. Nótese que este crítico del Estado sólo está aquí por una contradicción, pero es la contradicción propia del movimiento libertario: defender a toda costa cierta idea de libertad, cuando su verdadero ejercicio la contradice de inmediato. Los libertarios creen sobre todo en la idea de que el deseo individual prevalece sobre todo lo demás y “olvidan” que el deseo avasallador de un filántropo —sólo hay que pensar en las aspiraciones marcianas de un Elon Musk— puede imponerse fácilmente sobre la libertad (y el interés general) de la mayoría. Para los libertarios existen, por una parte, los triunfadores y, por otra, los fracasados. ¿Emmanuel Macron diría otra cosa? Por cierto, la novela La rebelión de Atlas de Ayn Rand, biblia de estos nuevos “pensadores” de Silicon Valley, se inicia con la imagen de un vagabundo al que el protagonista, Eddie Willers, no se toma siquiera la molestia de escuchar. ¿Para qué? Los libertarios rechazan la idea misma de la representación colectiva de las preferencias de la mayoría.

      ¿Y qué?, te preguntarás. ¿Acaso no es su derecho fundamental? Cada quien es libre de defender su propia concepción del Estado. Es verdad, pero yo soy libre de criticarlos y, si lo hago aquí, es porque soy consciente del hecho de que, si los libertarios están lejos de ganar la batalla de las urnas, en cambio ya han ganado, en parte, la batalla de las ideas. Hoy en día, en los hechos, sólo están representadas las ideas de quienes tienen éxito financiero. En los hechos, incluso en un país como Francia, donde por mucho tiempo la cultura de la filantropía no estuvo muy desarrollada, se sustituye poco a poco el financiamiento público del bien público con el financiamiento privado de un bien público efectivamente privatizado. Y la filantropía —la idea de que las personas más exitosas son las mejor capacitadas para decidir lo que es bueno para todos— pone en peligro los principios fundamentales que deberían sustentar el funcionamiento de toda verdadera democracia.

      ¿Y SI SOÑÁRAMOS CON UN RÉGIMEN PERFECTO?

      El régimen perfecto de los libertarios es aquel en que el Estado ya no existe, o sólo existe en su mínima expresión, preferirán decir ellos. La democracia electoral no desaparece por completo, pero cada quien es libre de emplear todos los medios necesarios —y en particular todo el dinero— para la defensa de sus intereses. Una vez “electo”, el gobierno sólo existe para garantizar su no intervención, pues su único objetivo es la salvaguarda de todas las “libertades”: la libertad de tener éxito —reducida a una mera cuestión de voluntad— y la de fracasar. También, la libertad de un gigante del tabaco, digamos Philip Morris, para financiar a la vez a la CDU, la CSU, el FDP y el SPD, sin importar que Alemania y Bulgaria sean los únicos países de Europa donde aún se discute la posibilidad de prohibir la publicidad de tabaco.

      El régimen libertario, desde este punto de vista, es perfectamente oligárquico. Es cierto que en teoría nadie manda, pero en los hechos es inevitable que lo haga una minoría: la minoría de los más ricos, pero inteligentes (y, por lo tanto, merecedores); se podría hablar de “plutotecnocracia”.20 La mayoría tiene que conformarse con uno o dos euros anuales de financiamiento público a los partidos políticos, y eso sólo donde esas subvenciones hayan sobrevivido a los repetidos ataques que han sufrido en los últimos años a manos de los populistas que arremeten contra los políticos y los conservadores que arremeten contra el Estado.

      Raymond Aron, en su prefacio a El político y el científico, de Max Weber, escribió que “toda democracia es oligarquía, toda institución es imperfectamente representativa”, no a modo de denuncia, sino, por el contrario, para celebrarlo, pues jamás ha existido, insiste Aron, un “régimen perfecto”. Entonces, deberíamos estar satisfechos con la democracia tal cual es y cerrar los ojos a su secuestro por parte de una minoría. ¿Por qué? Porque no sabemos cómo hacerlo mejor y la ilusión y el sueño sólo pueden conducirnos al desastre. Si seguimos este razonamiento, ¿por qué no celebrar que hoy en día, en la mayoría de las democracias, el Estado financie con impuestos las preferencias políticas, pero sólo las de la minoría más adinerada? “Las leyes no están hechas para otra cosa que para explotar a quienes no las comprenden.” ¿Acaso no tiene razón Bertolt Brecht? En otras palabras, es la democracia de tres centavos, un teatro del absurdo donde la mayoría votante, cuando vota, lo hace en contra de sus propios intereses.

      Ninguno de esos puntos de vista me convence. La realidad no me satisface y definitivamente es posible hacer algo mejor. Me niego a resignarme a la impotencia, al sentimiento de que, frente a la oligarquía y la falta de representatividad, no hay más que agachar la cabeza y claudicar, o bien abstenerse y dejar que las cosas pasen.

      En este libro intento trazar otra vía. Para esto, tomo varios caminos. Para empezar, el de la historia, el de la economía y el de las ciencias políticas; en particular, el de los archivos que permiten rastrear el lento y frágil desarrollo de los sistemas de regulación del financiamiento de la vida política. Con esto, construyo una base de datos inédita sobre la evolución histórica de los financiamientos privado y público de la democracia alrededor del mundo. A menudo concentraré mi atención en Europa Occidental y América del Norte, regiones en las cuales los datos históricos son más abundantes, pero veremos que también hay lecciones importantes en democracias más distantes, como las de Brasil y la India. El lector me perdonará (¡o al menos, eso espero!) la abundancia de gráficas y cifras, pero sólo así —midiendo con precisión, por ejemplo, la cantidad de dinero público y privado que se ha gastado cada año para financiar el funcionamiento de los partidos políticos, y haciendo comparaciones entre países y entre épocas— podemos comprender las fuerzas en juego hoy en día y proponer alternativas concretas, creíbles y eficaces.

      Al apoyarse en esta perspectiva histórica y comparativa, este libro plantea preguntas sobre los riesgos de una desviación oligárquica de la democracia en el siglo XXI. En Estados Unidos, donde en las últimas décadas toda la regulación de la democracia política ha sido barrida por la ideología, los políticos sólo responden a las preferencias de los ricos y el dinero corrompe cada día más la política y el debate democrático. En Francia, por fortuna, aún estamos lejos de eso. No obstante, hay que estar muy conscientes de que las donaciones privadas de los más privilegiados —generosamente subvencionadas por el Estado, es decir, por los impuestos de todos— tienen un efecto importante en el resultado de las elecciones. Así, veremos que el efecto causal de los gastos electorales sobre los resultados de las elecciones locales en Francia es tal que podría ser, en gran parte, la explicación de la “extraña derrota” de la derecha en las elecciones legislativas de 1997, cuatro años después de la disolución del Partido Socialista en 1993 y sólo dos años antes de la amplia victoria de Jacques Chirac en las elecciones presidenciales. ¿Por qué? Porque los candidatos de derecha, acostumbrados a depender en gran medida de las donaciones de empresas privadas, no lograron recuperarse de la prohibición de dicha práctica en 1995, mientras que los candidatos de izquierda, que en su mayor parte no se beneficiaban de eso, no sufrieron con la prohibición y gastaron más que sus adversarios durante la corta campaña para esa elección anticipada.

      Además, más allá de la política pura, los más ricos contribuyen al financiamiento de los bienes públicos de manera más que proporcional a sus ingresos, por medio de sus donaciones a las asociaciones y las obras que consideran prioritarias. Para eludir los límites del financiamiento privado directo de la vida política, utilizan sus recursos para influir en el proceso electoral, legislativo y de regulación por medio de, por una parte, el financiamiento de think tanks y otros grupos de reflexión y, por otra parte, el financiamiento de los medios de comunicación. Así, en la mayoría de las democracias se observa una creciente concentración de los medios informativos en manos de un puñado de multimillonarios.

      La cuestión fundamental es, sin duda, la confusión entre el interés general y el interés particular. Así, esta obra, que se basa sobre todo en un trabajo de investigación histórica, legislativa y estadística,

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