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con el que Yuri Tzivian (Mennel, 2008: 2) se refería a la reacción de azoro, estupefacción y susto que provocó entre los primeros espectadores el corto proyectado por los hermanos Lumière, du­rante la mítica función en el café del Boulevard des Capuchines, donde se registraban las imágenes (bastante rudimentarias, por cierto) de un tren arribando a una estación. Y aún en el supuesto de que, como afirma Mennel, se trata de una anécdota exagerada, el concepto “Train effect” alude correctamente a la experiencia distintiva que se suscita al ver una película determinada.

      Se trata, en términos generales, y para abundar sobre el punto, de lo que también se ha denominado, más recientemente, un “efecto de realidad” (Martínez Puche, 2010: 158), es decir, la sensación resultante del acto de ver cine, en la que el espectador, si bien distingue los distintos niveles de realidad involucrados en el disfrute de una película, al final termina sobreponiéndolos en la experiencia vivida en ese momento particular. “Por su verosimilitud, la información suministrada a lo largo del espectáculo, se integra en el flujo experiencial, confundiéndose con el resto de vivencias y, en ocasiones, propiciando una indiscriminación efectiva entre realidad y ficción…” (Gómez Tarín, 2002: 3).

      El cine es capaz de conmover al espectador, gracias a su capacidad para movilizar emociones reales mediante historias, las más de las veces, ficticias. Ocurre algo parecido a la experiencia sinestésica: la sucesión de imágenes visuales y auditivas (ya en el caso del cine sonoro), en una secuencia narrativa que ocurre en la pantalla, el espectador las experimenta tan vívidamente como las experiencias de su vida diaria. Y no se trata de una evocación de tales sensaciones y emociones, sino de una vivencia actual.

      Las neurociencias han logrado explicar este fenómeno gracias al descubrimiento de las llamadas neuronas espejo. Se ha dicho que “con la teoría de las neuronas espejo, se abrieron nuevos horizontes a la explicación del aprendizaje vicario o por imitación y a la empatía emocional. Según esta teoría, en el momento en que reconocemos emociones en otra persona, se activarían las neuronas espejo, debido a que nosotros, por ser de la misma especie, tenemos la posibilidad de experimentarlas, y de algún modo, cuando la observamos, la experimentamos, de forma que entran en juego las emociones sociales y los estados del ‘como si’”. (Perogil Acedo, 2018).

      También cuando vemos una película, las neuronas espejo “comportan una implicación en primera persona por parte del observador, que le permite tener una experiencia inmediata (de un) acontecimiento, como si fuera él mismo quien lo realiza, y captar así, plenamente su significado” (Rizzolati y Sinigaglia, 2006, citado en Aertsen, 2017: 251). Pero incluso a diferencia de la observación de acciones reales “contempladas en directo, el cine aporta la ventaja añadida de la movilidad de la mirada del espectador: mediante el montaje y el movimiento de la cámara, el observador cinematográfico puede observar la acción desde perspectivas privilegiadas”. (Aertsen, 2017: 251).

      Podría decirse que entre el concreto “Train effect” y el más abstracto y general “Efecto de realidad” media un proceso de aprendizaje cultural de décadas, en el que los espectadores han aprendido a ver cine. Los primeros espectadores —pensemos en los azorados asistentes a la función de los hermanos Lumière—, todavía “tenían que enseñarse a negociar cognitivamente con el nuevo medio, hasta encontrar el balance entre creer o no en su nivel de realidad, lo que constituye la precondición para disfrutar el cine” (Mennel, 2008: 2). Este balance se logra en la ontogénesis y la filogénesis, es decir, en los planos colectivo e individual a través de los relevos generacionales y el ciclo de vida.

      Lo sobresaliente es que el “Efecto de realidad” no mengua, ni mucho menos desaparece, por el desarrollo de las capacidades cognitivas y perceptivas requeridas para entender la experiencia cinematográfica, es decir, las vivencias que le van asociadas permanentemente, dadas sus bases neurológicas: se trata de experiencias cercanas a las vivencias cotidianas, pero, hay que reiterarlo, la mayoría de las veces diferente en intensidad e impacto emocional, por la posición privilegiada del espectador. Y esto no cambia con la habituación progresiva de las generaciones al disfrute de las obras cinematográficas, en razón de que siempre entran en funcionamiento las “neuronas espejo”, produciendo una experiencia siempre novedosa, conforme se observan y disfrutan nuevas producciones, y por lo tanto, nuevas tramas e historias.

      En ello radica una explicación de fondo que permite entender mejor el porqué el historiador del cine mexicano, de origen español, Emilio García Riera, llegó a afirmar, en varias ocasiones, que “El cine es mejor que la vida”. En el mismo tenor, el periodista mexicano Catón escribió, más recientemente, que el cine “es un retrato de la vida tan cabal que se diría —al modo de Oscar Wilde— que no es el cine el que copia la vida, sino la vida la que copia al cine… en el cine hay más vida que en la vida, y más interesante” (Catón, 2014).

      Un influyente teórico del cine, de origen alemán, autor de un libro con un título más que sugerente, Teoría del cine: la redención de la realidad física, describe la experiencia de ver cine recurriendo a sus propias vivencias experimentadas a una edad temprana:

      Yo era aún un niño cuando vi mi primera película. Tuvo que causarme una impresión embriagadora, porque de inmediato resolví poner la experiencia por escrito. Por lo que puedo recordar fue ése mi primer proyecto literario. No sé si alguna vez llegó a materializarse, pero lo que no he olvidado es su pomposo título, que apunté en una hoja tan pronto volví a casa: El cine como descubrimiento de las maravillas de la vida cotidiana. Y tengo todavía presentes, como si fuera hoy, esas maravillas. Lo que tan profundamente me había emocionado era una vulgar calle de suburbio, llena de luces y sombras que la transfiguraban. Había varios árboles, y, en primer término, un charco en el que se reflejaban las fachadas invisibles de las casas y un trozo de cielo. De pronto, una brisa agitaba las sombras, y las fachadas y el cielo, allí abajo, empezaban a oscilar. El tembloroso mundo de arriba en el charco turbio: esta imagen jamás me ha abandonado (Sigfried Krakauer, citado en Espinosa Mijares, 2011).

      Sin duda, el manejo libre del tiempo, la libertad respecto de las leyes de la física, como de las ataduras emocionales, de los códigos estéticos rígidos y estrechos, y respecto de la ley y de la moral que es dable experimentar en la fruición cinematográfica, constituyen características inseparables del cine y abundan en la explicación de la particular naturaleza de la experiencia vivida en el disfrute de las películas.

      Por ello, ya en los albores del siglo XX, un afamado escritor ruso, Andrei Bely, después de ver el filme inglés The fatal sneeze (1907), de Lewin Fitzhamon, emitió una sentencia que se adelantaba en el tiempo y resultaba premonitoria: “El cinematógrafo (afirmó convencido Bely), reina en la ciudad, reina sobre la tierra. En Moscú, París, Nueva York, Bombay, el mismo día quizás a la misma hora, miles de personas acuden a ver a un hombre que estornuda —que estornuda y explota. El cinematógrafo ha cruzado las fronteras de la realidad. Más que los sermones de hombres sabios, el cinematógrafo ha demostrado a todos qué es la realidad” (Andrei Bely, 1908, citado en Mennel, 2008: 1).

      Se puede afirmar, por lo tanto, que los imaginarios modernos, los que permiten percibir, pensar y significar distintos aspectos, asuntos y acontecimientos de la vida personal y social, del mundo y la naturaleza, no serían los mismos sin la presencia avasalladora del cine en la cultura contemporánea.

      Para empezar por la particularidad ya señalada de las vivencias que se producen en el consumo de las obras cinematográficas, pero también porque el cine es el arte adecuado, y expresa la sensibilidad propia del mundo en los siglos XX y XXI. Alguien ha dicho que el cine es el arte que mejor expresa “el modo perceptual de la modernidad y su manera de abrirse al mundo” (Pezzella, 2004: 14).

      Walter Benjamin sostuvo que las trasformaciones culturales ocurridas a lo largo de la historia han configurado nuestro sentido de la percepción: “dentro de largos periodos históricos, escribió, junto con el modo de existencia de los colectivos humanos, se transforma también la manera de su percepción sensorial. El modo en que se organiza la percepción humana —el medio en que ella tiene lugar— está condicionado no sólo de manera natural, sino también histórica” (2003: 47). Es decir, los sentidos y la percepción no son capacidades físicas abstractas. Marx ya entendía que son facultades social e históricamente

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