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preposición posesiva a la preposición finalista–. Y esa y no otra es la tesis que defiende Esma Kučukalić : la de que va siendo hora no ya de restañar las heridas que dejó la guerra, sino incluso de superar las ententes a las que obligó la paz a fin de brindar a las nuevas generaciones de bosnios algo más que un diminuto terruño al que llamar «su tierra» y sobre el que poder gobernarse sin molestas interferencias foráneas.

      Una tarea para la que el tiempo comienza a apremiar. Porque mientras Bosnia y Herzegovina permanezca detenida en el tiempo, ensimismada en sus cuitas internas, y fragmentada en cuerpo y alma, los ciudadanos bosnios seguirán viendo en esa Europa que se aleja el lugar donde poderse labrar el futuro que sus gobernantes no se preocupan por brindarles. Y tras hacerlo, acabarán forzosamente uniéndose a tantos hombres y mujeres plenos de energía, de vitalidad y de ideas –de los que la autora de este libro es un perfecto ejemplo– que abandonando la tierra que les vio nacer, hicieron mucho mejor el país que se prestó a acogerlos, y mucho más triste el que hubo de decirles adiós.

      CARLOS FLORES JUBERÍAS

      Catedrático de Derecho Constitucional

      Universitat de València

       Valencia, verano de 2018

       Introducción

       Y en ese instante comprendí que soy un extraño en mi vieja mahala, sobre los derruidos cimientos de la casa donde nací. Esa fue la última visita a la tumba de mis recuerdos de infancia.

      REŠAD KADIĆ

      Era la primavera de 1992. Con una taza de café en la mano y una amistad de décadas, pronunció la frase más terrible: «debes decidirte». «¿Decidir qué?». «En qué bando estás». «Uno solo puede decidir entre el bien y el mal». La guerra en Bosnia y Herzegovina llamó a la puerta vestida de amigos, vecinos, conciudadanos. Nada quedaba de aquella convicción de que «juntos seríamos más libres, independientes y fuertes que bajo un extraño», como escribiría Predrag Matvejević. La desintegración de Yugoslavia, las consecuencias morales, materiales e históricas que dejó, empujaron aquella idea al ostracismo.

      Algunos siguen preguntándose cómo los pueblos que enarbolaron la bandera de la victoria sobre el fascismo fueron capaces de protagonizar aquel escenario de barbarie. Otros, incluso cuando vimos los tanques en Eslovenia y en Croacia, pensamos que aquel discurso litúrgico pronunciado en Gazimestan, a pocos kilómetros de Priština, capital de Kosovo –que se consideró como el principio del fin de Yugoslavia– no tendría sentido en Bosnia y Herzegovina. En aquel campo de Mirlos, el 28 de junio de 1989, Slobodan Milošević, rodeado de los representantes de la Iglesia ortodoxa estaba anunciando a decenas de miles de fieles el tiempo que estaba por llegar.

      Entre el pueblo había alcanzado el estatus de culto. La fórmula se la enseñó precisamente la escuela del partido-Estado al que tenía que sobrevivir tras la evidencia de que, al igual que el telón, Yugoslavia como se conocía hasta entonces, se desvanecía. Pero no por ello debía ser asesinada. Aquel líder que, ante la mirada internacional se presentaba como el carismático estandarte de la integridad de una Yugoslavia unida, en el plano federal será el último eslabón del separatismo, aunque no el único. La desintegración del Estado, y el modo en que este lo hizo no fue el resultado de un solo hombre. La concatenación multifactorial en la que diversos agentes como la crisis económica; la pérdida de posición geoestratégica tras la guerra fría y también de los créditos internacionales; la consecuente aceleración de la depresión financiera y una profunda crisis política respecto del modelo constitucional –que garantizaba el derecho a la autodeterminación de los pueblos pero también la amortiguación de este derecho– y sobre cuál se debía asentar el futuro, vienen a resumir y a sacar a la luz el carácter protagonista de las élites políticas en este desmembramiento (véase Jović, 2001; Moneo Laín, 2006; Silber and Little, 1996; Malcolm, 1996; Rodríguez Andreu, 2017), dispuestas a ir a por todas.

      Para Milošević, la eternidad estaba en el nacionalismo, aunque fuera bañado de sangre, tierra y épica. Lejos de ser un nuevo Tito –como figura supranacional que garantizase la continuidad de una federación heterogénea–, la llamada al identitarismo no hizo más que alimentar los totalitarismos y la histeria nacionalista del resto de los actores en juego, lo que generó en el conflicto un carácter eminentemente étnico. En Eslovenia, orquestado mediante una exquisita campaña mediática que comparaba su independencia con el mayo del 68; en Croacia, resucitando el germen de la «primavera croata» de los años setenta del siglo XX, que, con el nacionalista Franjo Tuđman como padre de la patria, perfilará un plan de lavado de cara que lo desvincule de la narrativa ustaša de la Segunda Guerra Mundial. Parafraseando a quién fuera miembro de la última presidencia de la Federación Yugoslava, el serbobosnio Bogić Bogićević, «entre el nacionalismo balcánico y el machete solo hay un paso».

      En 1990, se celebrarían las primeras y únicas elecciones multipartidistas en las que arrasarán los partidos nacionalistas que por aquel entonces se jactaban de ser neocomunistas. Desde la perspectiva de Jović (2001), fueron un error estratégico pues, si la primera cita electoral hubiera sido federal –cosa que impidieron Serbia y Eslovenia– y no en el ámbito de cada república, probablemente se hubiera logrado una transición como Estado con un nuevo modelo federal, y quizá una disolución, pero del modo que lo hicieron por ejemplo la República Checa y Eslovaquia. No siendo así, aquellos comicios no hicieron más que cimentar la voluntad de romper el Estado nación yugoslavo, y constituirse en naciones Estado que, en el caso de Bosnia y Herzegovina, la única república verdaderamente multiétnica –como también lo era la propia federación yugoslava–, la conducirá al infierno. «Lo acaecido aquí no es fruto de la coexistencia de mezquitas, iglesias y sinagogas, sino que es el producto de haber elegido a misántropos como líderes de sus pueblos», dirán los analistas internacionales.

      Vendrán años en los que no se dejará de repetir que los odios internos en Bosnia y Herzegovina son irreconciliables. Como si esa afirmación pudiera justificar el genocidio perpetrado en el patio trasero de la Unión Europea en pleno siglo XX. Es curioso que, a pesar de ser un argumento al uso, el fundamento étnico no es una cuestión ancestral en Bosnia y Herzegovina, tal y como lo retrata el historiador británico Noel Malcolm (1996) al decir que es «uno de los países de Europa con una historia casi ininterrumpida como construcción geopolítica desde la Edad Media hasta nuestros días». Pero, a pesar de su casi milenaria continuidad territorial, en su dimensión política tendrá constantes e intencionadas obstrucciones históricas de negación de su estatalidad –que siempre se ha caracterizado por un marcado carácter multiétnico–, y que se construirán sobre la premisa de que Bosnia y Herzegovina no ha tenido una nación propia en una equiparación del concepto de etnia con el de pueblo (Ibrahimagić, 2015). De este modo, y al contrario de lo que ocurre con la formulación moderna del Estado nación que entiende el demo como una comunidad social, de ciudadanos, con una organización política y territorial, independientemente de su pertenencia étnica o religiosa, Tuđman llegará a decir sobre Bosnia y Herzegovina que no es una nación porque la habitan varias sangres. «¿Cómo quieren de esa mezcla y de esa situación étnicamente tan impura modelar un conjunto? No señores, Bosnia debe desaparecer» (ibid., recogido del libro Le lys et la cendre del filósofo francés Bernard Henri Lévy).

      Cabe pues recordar que, durante buena parte del período medieval, entre 1180 y 1463, fue un reino independiente y sus habitantes, que profesaban diferentes credos, como la conocida como la iglesia bosnia (maniqueos), la católica o la ortodoxa, se hacían llamar bošnjani. Durante el período del Imperio otomano, a largo de cinco siglos, se usó el término bošnjaci que englobaba tanto a ortodoxos y católicos como a musulmanes (krstjani, ristjani y muslimani), para denominar al pueblo del que entonces era un eyalato, término con el que se denotaba la unidad territorial más grande del imperio. De 1878 a 1918 será «provincia imperial» en el conjunto del Imperio austrohúngaro, mientras que desde 1945 hasta 1992 una república federal. «Por consiguiente, durante aproximadamente 650 de los últimos 800 años ha existido sobre los mapas geográficos una entidad llamada Bosnia»

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