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asomarse a las sombras del exterior y cerrar las persianas. —Me colé porque estaba evitando a los paparazzi. Son molestos en Córdoba. Aquí en Estados Unidos son un peligro.

      —También lo son las panaderas solteras con una reserva de utensilios peligrosos en sus armarios. —Jan puso el rodillo en la encimera.

      —Tomo nota. —Alex se frotó la nuca. El bulto era lo suficientemente grande como para que lo notara cuando apoyara la cabeza en la almohada esta noche.

      Los rasgos de Jan se suavizaron. —Puede que haya causado un verdadero daño.

      —No es la primera vez que una mujer intenta hacerme entrar en razón.

      —Obviamente ha funcionado todas esas docenas de otras veces.

      Alex se quedó con la boca abierta de indignación.

      —¿Docenas? Han sido cientos, para que lo sepas.

      Eso provocó una risa. No una risita. Jan Peppers no se reía. Estaba demasiado seria. Le dio un empujón en el hombro.

      —Sé serio. Déjame echar un vistazo ahora que estamos en la luz.

      Alex lo hizo. Tomó asiento en uno de los taburetes del bar e inclinó la cabeza hacia delante. Jan volvió a pasarle los dedos por el pelo y Alex cerró los ojos.

      El dolor había disminuido hasta convertirse en un dolor sordo. Con los dedos de Jan palpando el punto dolorido, un pulso diferente se despertó en su interior. No pudo identificar el origen del latido. Estaba demasiado ocupado concentrándose en no mirar por debajo del top de Jan.

      Alex no estaba acostumbrado a negar la tentación. Pero permitió que sus sentidos se abrieran y percibieran su aroma. Había echado de menos su aroma, sabroso, picante y dulce al mismo tiempo. Con suerte, tendría la aromática fragancia de Jan a su alrededor con más frecuencia. Sólo tenía que averiguar cómo hacer la propuesta correcta para que se uniera a su empresa.

      Alex abrió los ojos y la miró. Más mechones de su pelo se habían escapado de las pinzas. Sus inteligentes ojos azules se fijaron en su cabeza. Sus dedos rozaban la piel sensibilizada de la coronilla.

      Estaba decidido a tener a esa mujer.

      En su cocina.

      En ningún otro lugar.

      Ella era la única que podía completar su visión.

      —No hay sangre —dijo ella, dando un paso atrás de él—. Pero tendrás un chichón por la mañana.

      —Solo hay que hacer una cosa —dijo él, echando de menos el olor de ella cuando se apartó—. Ya conoces el viejo adagio; alimenta un chichón. Matar de hambre a un chichón.

      Jan volvió a reírse. Era un tono más alto, casi acercándose a una risa. Pero no del todo.

      —Estoy bastante segura de que es alimentar una fiebre, matar de hambre un resfriado.

      —¿Morir de hambre? Eso suena como un castigo cruel e inusual para los enfermos.

      —Bien, te alimentaré. No quisiera ser la causa de un incidente internacional por tu gran cabeza.

      —Mi querida pastelera, mientras pongas comida en mi vientre, la paz reinará a través de los tiempos.

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