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nuevo, ¿por qué eligió Dios redimirnos? No tenía por qué hacerlo. Él no estaba obligado a tomar ninguna acción para salvarnos. Su amor por los pecadores, su resolución de dar a su Hijo por ellos, fue una elección libre que no tenía la obligación de hacer. ¿Por qué eligió amar y redimir al que nadie ama? La Biblia nos dice: “Para alabanza de su gloriosa gracia... para alabanza de su gloria” (Efesios 1.6, 12, 14).

      En el plan de salvación vemos el mismo propósito determinando punto tras punto. Él elige a algunos para que vivan; a otros los deja bajo sentencia merecida, “queriendo mostrar su ira y dar a conocer su poder... para dar a conocer sus gloriosas riquezas a los que eran objeto de su misericordia...” (Romanos 9.22 y sig.). Él escoge la gran mayoría de su iglesia de entre la gentuza del mundo: personas que son lo “insensato... débil... más bajo... despreciado”. ¿Por qué? “A fin de que en su presencia nadie pueda jactarse... para que, como está escrito: ‘Si alguien ha de gloriarse, que se gloríe en el Señor’” (1 Corintios 1.29-31). ¿Por qué no extirpa Dios el pecado que habita en sus santos en el primer instante de su vida cristiana, como lo hace en el momento en que morimos? ¿Por qué, en cambio, lleva adelante la santificación de ellos con una lentitud dolorosa de modo que se pasan toda la vida atormentados por el pecado y nunca alcanzan la perfección que tanto desean? ¿Por qué es su costumbre darles una travesía difícil a través de este mundo?

      Una vez más, la respuesta es que Él hace todo esto para su gloria, para exponer en nosotros nuestra propia debilidad e impotencia de modo que podamos aprender a depender de su gracia y los recursos ilimitados de su poder redentor. “Pero tenemos este tesoro en vasijas de barro”, escribió Pablo, “para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros” (2 Corintios 4.7). De una buena vez quitemos de nuestra mente la idea de que las cosas son como son porque Dios no lo puede evitar. Dios “hace todas las cosas conforme al designio de su voluntad” (Efesios 1.11), y todas las cosas son lo que son porque Dios así lo ha determinado, y la razón para su elección es siempre su gloria.

      EL HOMBRE PIADOSO

      Definamos ahora lo que es la piedad. De entrada podemos decir que no se trata simplemente de un asunto de apariencias sino que es un asunto del corazón; y no es el crecimiento natural, sino un don sobrenatural; y se encuentra únicamente en aquellos que han admitido su pecado, que han buscado y encontrado a Cristo, que han vuelto a nacer, que se han arrepentido. Sin embargo esto no hace más que circunscribir y ubicar a la piedad. Nuestra pregunta es: ¿Qué es en esencia la piedad? Aquí está la respuesta: Es la calidad de vida que existe en todos aquellos que buscan glorificar a Dios.

      La persona piadosa no pone objeciones al pensamiento de que la más alta vocación que podemos tener es la de ser un medio para la gloria de Dios. Más bien, Él o ella descubren que eso mismo es una fuente de gran satisfacción y contento. Su ambición es obedecer la magnífica fórmula en la cual resumió Pablo la práctica del cristianismo: “glorificad pues, a Dios en vuestro cuerpo... ya sea que coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 6.20 RVR60; 10.31). El deseo más ferviente de los piadosos es exaltar a Dios con todo lo que son, en todo lo que hacen. Ellos siguen los pasos de Jesús su Señor, quien le afirmó a su Padre al final de su vida aquí: “Yo te he glorificado en la tierra” (Juan 17.4), y quien les dijo a los judíos: “Tan sólo honro a mi Padre... Yo no busco mi propia gloria” (Juan 8.49 y sig.). Ellos se consideran a sí mismos en la misma forma en que lo hizo George Whitefield el evangelista, quien afirmó: “Que perezca el nombre de Whitefield, siempre y cuando Dios sea glorificado”.

      Como Dios mismo, los piadosos son extremadamente celosos de que Dios, y solamente Dios, sea honrado. Estos celos son una parte de la imagen de Dios en la cual han sido renovados. Existe ahora una doxología escrita en sus corazones, y nunca son más verdaderamente ellos mismos que cuando están alabando a Dios por las cosas gloriosas que Dios ya ha hecho y suplicándole que se glorifique aún más. Podemos decir que Dios, si no los hombres, los conocen por sus oraciones. “Lo que un hombre es cuando está a solas de rodillas delante de Dios”, dice Robert Murray M’Cheney, “eso es, y nada más”.

      Sin embargo, en este caso deberíamos decir: “y nada menos”. Porque la oración en secreto es el verdadero motivo de la vida de la persona piadosa. Cuando hablamos de oración, no nos referimos a las formalidades correctas y formales, estereotipadas, engreídas, que muchas veces aparentan ser lo verdadero. Los piadosos no juegan a la oración. Sus corazones están inmersos en ella. La oración es para ellos su principal obra. Sus oraciones son coherentemente la expresión de sus deseos más intensos y constantes: «Enaltécete, SEÑOR, con tu poder, y con salmos celebraremos tus proezas... Pero tú, oh Dios, estás sobre los cielos, ¡tu gloria cubre toda la tierra!... ¡Padre, glorifica tu nombre!... santificado sea tu nombre» (Salmo 21.13; Salmo 57.5; Juan 12.28; Mateo 6.9). Por medio de esto, Dios conoce a sus santos, y por medio de esto, nos conocemos a nosotros mismos.

      3

      EL ENCUENTRO CON DIOS

       La relación cristiana básica

      Una joven le preguntó a un amigo mío: — ¿Ha conocido usted alguna vez a C. S. Lewis?

      —Sí —respondió mi amigo—. En realidad, tuve bastante que ver con él.

      La joven permaneció en silencio durante un momento y luego, tímidamente, dijo: “¿Me permite que lo toque?”

      Como le dijo uno de los personajes de “Alicia en el país de las maravillas” a Alicia: “¡Hay gloria para ti!” El haber conocido a C. S. Lewis, ¡qué fantástico! Sin embargo, como lo hubiera señalado Lewis primero y luego mi amigo, algo muchísimo mejor que conocer a C. S. Lewis es conocer a Dios.

      Algún día, todos conoceremos a Dios. Nos encontraremos de pie delante de Él aguardando la sentencia. Si abandonamos este mundo sin haber sido perdonados, será un acontecimiento terrible. Sin embargo, existe una forma de conocer a Dios en la tierra que quita todo el terror de la perspectiva de ese encuentro futuro. Es posible que los seres imperfectos como nosotros vivamos y muramos sabiendo que nuestra culpa se ha ido y que el amor, tanto el amor de Dios por nosotros como nuestro amor por Él, ha establecido ya una unión jubilosa e imposible de destruir. No obstante, el modo de reunirnos que nos introduce a esta enorme gracia tiene a menudo un comienzo algo traumático. Así lo fue para Isaías, como veremos en breve.

      ¿Quién puede afirmar que ha conocido a Dios? Por cierto, no habrán de ser aquellos que firmemente niegan su realidad o su capacidad de ser conocido, ni tampoco aquellos que no van más allá de reconocer que existe “Alguien allá arriba”. La simple respuesta es que conocemos a Dios como un Padre celestial amoroso a través de nuestro reconocimiento de que su Hijo, Jesucristo, es el Camino, la Verdad, y la Vida. Al ingresar en una relación tanto de dependencia de Jesús como nuestro Salvador y Amigo como de discipulado de Él como nuestro Señor y Maestro, conocemos a Dios.

      La exposición de esta respuesta nos obliga a decir que no conocemos a Dios, ni conocemos a Cristo, hasta el momento en que la experiencia crucial de Isaías comienza a convertirse en una realidad de nuestra vida. Por tanto, Isaías 6 no posee únicamente un interés histórico como el relato de un gran hombre de qué fue lo que estableció la dirección de su propio ministerio. El pasaje es importante para todos. Su contenido sirve como lista de control de las percepciones conscientes que indican si nos hemos encontrado verdaderamente con Dios o no. Es necesario que entendamos lo que Isaías aprendió por medio de su visión.

      Él vio la visión en el templo. ¿Qué estaba haciendo allí? La frase de apertura del primer versículo del capítulo 6 nos da la respuesta: “El año de la muerte del rey Uzías”. Uzías había reinado durante cincuenta y dos años, pero ahora se acababa de morir o estaba por morirse, y éste era un acontecimiento traumático, aun para Judá. Judá se encontraba bajo presión política. Poderosos enemigos, concretamente los asirios renacientes, vivían justo al otro lado de la frontera. Había mucha ansiedad con respecto al futuro. Traumas de todo tipo impulsan a la gente a orar, y es natural suponer que Isaías se encontraba en el templo

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