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cielo y poniéndonos a todos bajo la amenaza del infierno, nuestro Creador tomó acción para formar una raza humana perdonada, renacida e interracial, es decir, la iglesia, una comunidad que debiera gozar del destino original de la humanidad y aún más por la gracia divina soberana y la fe personal en nuestro Señor Jesucristo. Así que los creyentes de todas las épocas deberían vivir sabiendo que son los hijos adoptados de Dios y herederos de lo que se dice de su gloria, su ciudad y su reino. Ellos deberían saber que Jesucristo, quien por amor entregó su vida por la iglesia en forma inclusiva (Ef 5:25) y por cada futuro creyente en forma personal (Gal. 2:20), está ahora con ellos en forma individual por su Espíritu (Mt. 28:20), para cuidar de ellos diariamente como un pastor cuida sus ovejas (Jn. 10:2-4, 11-25) y para fortalecerlos constantemente de acuerdo a sus necesidades (Fil. 4:13; 2 Tim. 4:17), y que él finalmente se los llevará de este mundo para que vean y compartan la felicidad celestial que ya es de él (Jn. 14:1-3, 17:24; Rom. 8:17). Por lo tanto, juntamente con Pablo, deberían aguardar ansiosamente por el Espíritu la esperanza de la justicia” (Gal. 5:5) – esto es, el fruto completo de ser totalmente aceptado por Dios, o como la Nueva Traducción Viva lo dice, “ansiosamente esperar para recibir todo lo que se nos ha prometido a nosotros los que somos justos delante de Dios a través de la fe.” La identidad del cristiano no es sólo la de un creyente sino también la de un esperanzado.

      Ahora podemos ver claramente que la palabra esperanza significa dos realidades distintas pero relacionadas. En el sentido objetivo, significa perspectiva divinamente garantizado delante de nosotros; en el sentido subjetivo, significa actividad o hábito de mirar con expectativa al día cuando lo que se ha prometido se convertirá en nuestro en verdadero gozo. Así que es bastante distinto al optimismo. El optimismo espera lo mejor sin tener ninguna garantía de que va a llegar y es a menudo nada más que un silbido en la oscuridad. La esperanza cristiana, por contraste, es fe que mira hacia adelante al cumplimiento de las promesas de Dios, como cuando se entierra al cadáver en el servicio fúnebre anglicano “en una esperanza segura y cierta de resurrección para vida eterna, a través de nuestro Señor Jesucristo.” El optimismo es un deseo sin garantía; la esperanza cristiana es una certeza, garantizada por Dios mismo. El optimismo refleja ignorancia de si verdaderamente cosas buenas van a venir. La esperanza cristiana expresa conocimiento de que el creyente en verdad puede decir cada día de su vida, y cada momento que pase después, en base al compromiso del propio Dios, que lo mejor está aún por venir.

      La mentalidad de los esperanzados cristianos está bastante atacada hoy en día. Choca con el orgulloso “este mundismo” de nuestra sofisticada cultura materialista, y eso mismo provoca resentimiento. Los marxistas se oponen a ella porque creen que la esperanza (ilusoria, en su opinión) de un “pastel en el cielo cuando te mueras” produce pasividad e impide que las masas tomen una acción revolucionaria hacia el cambio social. Algunos consejeros psicológicos se oponen porque lo ven como una forma de escapismo que evita que la gente encare las realidades de sus vidas. La verdad es, sin embargo, que el esperar cristiano, en virtud de su objeto (la garantizada, infinita generosidad de Dios), llama al amor, el gozo, el celo, la iniciativa y la acción devota, para que, como dice C.S. Lewis, aquellos que han hecho más por el mundo presente, han sido aquellos que pensaron más en el venidero.

      Pablo mismo en el libro de Romanos muestra esta realidad. Él presenta a Abraham como un modelo de fe justificadora porque él creyó en una promesa de Dios que daba forma a su futuro, el cual en ese entonces parecía demasiado bueno para ser cierto. “Contra toda esperanza, Abraham creyó en esperanza...plenamente convencido de que Dios era poderoso para hacer todo lo que había prometido” (Rom. 4:1-3, 16-22). Al describir la vida de aquellos que fueron justificados por fe, él escribe: “Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (5:2; ver también 12:12, “Gozosos en la esperanza”). Después de decir que nosotros anhelamos la redención prometida de nuestros cuerpos, él prosigue: “Porque en [o con, o para, o por] esta esperanza somos salvos. Pero la esperanza que se ve, no es esperanza. Porque lo que alguno ve, ¿A qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos” (8:24-25). Aquí él le dice a sus lectores que esperen pensativa, intencional, comprensiva, y tenazmente por la culminación transformadora de la salvación que, relacional y posicionalmente, ya la han recibido. Nosotros aprendemos de Pablo que así como hemos sido salvos en cierto sentido, así también lo seremos en otro. La salvación es ambas cosas, presente y futura. Debemos agradecer a Dios por ello en el primer sentido, en el cual llegó a ser nuestra en base a nuestro creer (1:16, 6:17-18, 22-23; 11:11, 14), mientras que aguardamos su llegada en el segundo sentido, confiados que cada día está más cerca (13:11). Luego en 15:4, Pablo nos dice impresionantemente que “las cosas que se escribieron antes” – esto es, todo lo que llamamos el Antiguo Testamento – “se escribieron para nuestra enseñanza” – él quiere decir, para nosotros los creyentes cristianos – “a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza.” Y en 15:13, como vimos, él ora para que el “Dios de esperanza” capacite a sus lectores a “abundar en esperanza” a medida que ellos pongan estas cosas en sus corazones.

      ¿El énfasis que pone Pablo en la esperanza, lo cual expresa evidentemente el sentir de su propio corazón (el “nosotros” y el “nos” citados en los pasajes entre comillas lo demuestran), reduce en algo la energía y la intensidad de sus labores apostólicas? No, de ninguna manera, sino lo opuesto. El escribe a los Romanos como una persona que, después de haber evangelizado el mundo mediterráneo desde Jerusalén hasta la costa Adriática, ahora planea visitar Roma camino hacia una misión en España (vea Rom 15:15-28). Quizás él fue el misionero más empresarial que el mundo haya visto y verdaderamente tenía derecho a decir como un simple hecho, “He trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1a Cor 15:10). Su esperanza no solamente incluía su resurrección personal y una eternidad gozosa con Cristo (Fil 1:2023; 3:8-14) sino también el levantar una comunidad creyente entre los que no eran judíos, de todas partes bajo su ministerio.

      Pablo fue un pionero incansable que viajaba y predicaba para hacer que esto ocurra. La esperanza de ver el cumplimiento del plan de Dios no lo condujo a relajarse en la obra, sino que le dio fuerzas para proseguir, así como el plan de Dios para traerlo corporalmente a la esfera de la resurrección lo incitó a “asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús...una cosa hago; olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:12-14). La esperanza hizo en la vida espiritual y el ministerio de Pablo lo que los atletas esperan que el entrenamiento y el levantar pesas haga en ellos físicamente: proveyó fortaleza y mejoró el rendimiento. Así debería de ser con todos nosotros. Eso nos lleva al siguiente punto, el cual tiene que ver con nuestro propio rendimiento.

      Los cristianos que están creciendo saludablemente se están dando cuenta más y más de una verdad, que Dios es trascendentalmente grande y el ser humano en comparación es infinitamente insignificante. Dios, nos damos cuenta, puede proseguir muy bien sin necesidad de ninguno de nosotros. Así que esto nos debe dar un sentido abrumador de privilegio de que no sólo él nos ha hecho, amado y salvado sino que nos toma como compañeros de trabajo para el avance de sus planes. Así pues Pablo puede llamar a sus colegas y a sí mismo “Embajadores de Cristo” y “Compañeros de trabajo de Dios” (2 Cor. 3:20; 6:1), y decirnos a todos que nos veamos en nuestra propia esfera como sirvientes, ministros y trabajadores de Dios. Así como hace cincuenta años la gente sentía obtener gran dignidad al trabajar para Winston Churchill debido a lo que él era, así también nosotros debemos de obtener un gran sentido de dignidad al saber que hemos sido llamados a trabajar para Dios. Y ninguno de nosotros está excluído, ya que las Escrituras muestran a Dios usando a sus hijos más extraños, más novatos, más desequilibrados, y defectuosos para avanzar su obra, mientras que al mismo tiempo continúa con su estrategia santificadora de ponerlos en mejor forma moral y espiritual. Esto es un hecho que ofrece enorme aliento a las almas sensibles que sienten que no están calificados para servirle. En este libro vamos a ver a Dios tratar con Sansón el mujeriego, Jacob el engañador, Nehemías el temperamental, la esposa de Manoa, la tímida, Marta la mandona bullera y María la callada pasiva, Jonás el patriota terco, Tomás el tonto-listo pesimista profesional, y Simón Pedro el impulsivo, cariñoso, e inestable. Notaremos cómo Dios bendijo y usó esta gente

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