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subsistir debido a la confiscación de lo producido por otros. De este modo, la salud, la educación, la pensión, o cualquier otro beneficio que alguien reciba del Estado, en realidad lo está recibiendo con cargo al trabajo de otros, que producen los recursos y a quienes el Estado −conformado por políticos y funcionarios administrativos− se los quitan (a través de impuestos) para ser transferidos. Por eso se dice que el Estado «redistribuye» riqueza y no que la crea. De lo contrario este le podría pagar impuestos a los ciudadanos y no al revés. Todo lo anterior quiere decir −y es fundamental insistir en ello− que el Estado jamás es quien financia a los ciudadanos, pues cuando da algo necesariamente se lo ha confiscado previamente a otro. A su vez esto implica que, cuando se afirma que existe un «derecho» a que el Estado provea, por ejemplo, educación, lo que se está diciendo −en la realidad económica− es que se tiene el derecho a que otro trabaje para quien recibe educación o cualquier otro derecho (pues le confiscan parte de su ingreso para cumplir con el derecho de un tercero). Y aunque esta realidad confiscatoria no sea consciente en quienes reclaman derechos, es eso lo que exigen con los llamados derechos «sociales». Ahora bien, puede haber muy buenas razones para que el Estado provea educación «gratuita» a quien no la puede pagar, pero ese no es el punto que aquí se discute. Lo que un buen economista callejero debe entender es: primero que los «derechos sociales» (como la educación) son un bien o un servicio económico y que como tal, deben ser producidos por alguien utilizando recursos. Segundo que, por lo tanto, nunca son «gratis»; y tercero que si el Estado los otorga −recursos− de manera gratuita a un grupo de personas, puede hacerlo porque primero debió quitárselos de manera forzada −impuestos− a algunos para entregárselos a otros. En consecuencia, afirmar que se tiene un «derecho» a algo gratis por parte del Estado, equivale a afirmar que se tiene un «derecho» sobre los frutos del trabajo de otros, porque lo que se reclama es una transferencia de recursos que realiza el Estado coactivamente. Lo que se aplica a educación, se aplica de igual manera a cualquier otro bien o servicio, ya sea salud, vivienda o pensión, pues todos ellos requieren de recursos escasos para su satisfacción.

       En esta segunda lección, se debe agregar un elemento clave para entender la lógica económica. Si vivir nos obliga a trabajar y trabajamos para vivir de la mejor manera posible, entonces es evidente que el gran incentivo para levantarnos todos los días y esforzarnos en nuestra labor será el poder incrementar los recursos que tenemos disponibles para nosotros y nuestras familias. Si fuéramos cazadores recolectores y buscáramos alimentos en los bosques estaríamos, por lo tanto, dispuestos a esforzarnos más para acumular reservas para temporadas en que la cacería o recolección ande mal. Así, nos aseguraríamos de que nuestra familia no muriera de hambre. En el mundo moderno las necesidades son, por supuesto, mucho más sofisticadas, pero el principio económico es el mismo: nos esforzamos para generar más recursos con el fin de vivir mejor, tanto nosotros como nuestras familias. Y, si nos esforzamos en trabajar más y mejor para conseguir más recursos y, al final, nos quitan una parte importante de los frutos obtenidos, entonces nuestro incentivo para producir se verá disminuido. De ahí que convendría trabajar el mínimo, ya que el resto se lo llevaría otro. Este es el riesgo que provocan los impuestos altos que nutren un gran Estado que entrega «derechos sociales» a buena parte de la población. Como esos recursos deben ser producidos por alguien, y estas personas productivas son despojadas, en mayor grado, de lo que producen, entonces decidirían dejar de producir o abandonar la comunidad que les quita gran parte de lo producido para irse a otra donde lo hagan en un grado menor. Al mismo tiempo, si cada vez existen más personas que prefieren vivir de lo que otros producen, sin requerir ningún esfuerzo, entonces el incentivo será no trabajar sino esperar a que otro trabaje para ellos. Si quien siembra trigo para sobrevivir es despojado de su grano para mantener a muchos, entonces preferirá sembrar poco o bien esperar a que otro siembre, para él también vivir del esfuerzo ajeno. Cuando esto ocurre y la redistribución se generaliza de manera desmedida, todo el sistema de creación de recursos colapsa. Entonces la gente comienza a morirse de hambre, tal como ocurrió en los regímenes de propiedad colectiva socialistas, donde no existía propiedad privada y lo producido era casi enteramente del Estado. Es cierto que países con altos niveles de tecnología y de capital, toleran una mayor redistribución de riqueza, pero incluso ellos enfrentan problemas para satisfacer la creciente demanda de recursos por parte de amplios sectores de la población, mientras quienes producen la riqueza muchas veces optan por abandonarlos.

       Un buen economista callejero entiende que no se puede abusar de la redistribución, pues ella destruye la fuente de creación de recursos generando pobreza. En otras palabras, el economista callejero sabe que los impuestos deben ser moderados, de lo contrario, disminuirá la producción y se empobrecerá a la sociedad.

       Ahora bien, así como un excesivo cobro de impuestos destruye los incentivos para producir porque implica que quienes producen se queden cada vez con menos y el Estado con más, este último también puede crear condiciones que faciliten la producción de riqueza. Se puede decir, sin exagerar, que la gran condición para que los seres humanos podamos concentrarnos en la creación de riqueza −y luego artística, cultural, etcétera− es que la violencia que somos capaces de ejercer se encuentre contenida. Ese es, de hecho, el principal problema de la vida en común: contener y mitigar la violencia que cualquier grupo o individuo puede ejercer sobre otro. El Estado se define como ese grupo de personas que detenta el monopolio de la violencia física considerada legítima dentro de un determinado territorio. En otras palabras, solo el Estado puede aplicar legítimamente la violencia y, en una sociedad con democracia liberal, debe hacerlo de acuerdo a reglas que protegen derechos esenciales de las personas. Los impuestos que cobra el Estado en este contexto, sirven para tener policías, tribunales de justicia, cárceles y fuerzas armadas que combatan a grupos de violentos que buscan robar la propiedad, atacar la vida o atentar contra la libertad de otros. Si el Estado cumple bien con su rol permitiendo vivir en paz y sin amenazas, entonces el pago de impuestos bajos, aun siendo una confiscación forzosa, se verá justificado. De lo contrario, quienes producen tendrían que distraer mucha energía, tiempo y recursos en combatir a quienes quieran robarles o agredirlos.

       Un buen economista callejero comprende, entonces, que el principal rol del Estado es asegurar el orden público y mantener la violencia bajo control. Si no lo logra −como suele ocurrir en países subdesarrollados− el Estado se puede convertir meramente en un grupo de saqueadores cobrando impuestos que solo son una forma de explotar a quienes producen riqueza para mantener a aquellos que se han hecho del Estado.

       Todo lo anterior nos lleva de regreso al punto antes discutido: cuando el Estado, que cobra impuestos y obliga a pagarlos, falla en asegurar el orden público y frenar la violencia de otros grupos, entonces se destruyen los incentivos para el trabajo, lo que finalmente empobrece a la sociedad general. Esto sucede porque nadie trabaja para que otros le roben. Del mismo modo, si el Estado como organización se convierte en el saqueador por excelencia, la sociedad podría terminar arruinada. Es importante tener presente que esto sucede incluso cuando el Estado contiene exitosamente la violencia, creando lo que se llama «estado de derecho». Si en ese contexto cobra excesivos impuestos para redistribuir, destruye, de igual modo, los incentivos para la creación de riqueza. Y es que, a fin de cuentas, mucha gente viviría a expensas de lo que producen unos pocos, en lugar de vivir de su propio esfuerzo.

      LECCIÓN 3

      La oferta es demanda y la demanda es oferta

      En la lección anterior quedó claro que el ingreso solo puede provenir del trabajo propio o del ajeno. Y si proviene de este último, únicamente se puede obtener por la fuerza o de manera voluntaria, como podría ser el caso de una donación. Sin embargo, existe otra forma en que podemos hacernos de los recursos de otros: el intercambio.

       En una tribu, el cazador de liebre puede intercambiar parte de su carne con el pescador de trucha. Este intercambio voluntario es lo que llamamos mercado. A diferencia de la donación, donde se espera simplemente un regalo del otro y se apela a la caridad, el mercado como intercambio supone que ambas partes produjeron algo, es decir, ambas trabajaron y luego, voluntariamente lo intercambiaron. Ahora bien, la única razón por la cual quien cazó la liebre estaría dispuesto a intercambiar parte de su carne por la trucha, es porque valora la trucha tanto o más, que la carne de liebre que está dispuesto a ceder. Si el

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