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teoría constitucional, que de los observadores políticos y los críticos (Kelley, 1994). En las leyes y en la experiencia histórica, la continuidad con el Antiguo Régimen –en la mentalidad, las costumbres sociales, las convenciones jurídicas y la organización económica– resultaba cada vez más obvia, sobre todo en el caso de aquellas personas y grupos dedicados a continuar y extender una agenda revolucionaria basada en la «libertad, igualdad, fraternidad».

      ESCUELA HISTÓRICA Y ESCUELA FILOSÓFICA

      «La historia debe verse a la luz de las leyes y las leyes a la luz de la historia», afirmó Montesquieu (Montesquieu, 1751, XXX, p. 2). Bien se puede decir que este es el lema de la jurisprudencia del siglo XIX o, al menos, el punto central del debate. En general, el aforismo de Montesquieu ilustra la naturaleza anfibia de la ley, que, por un lado, es sabiduría acumulada de siglos y, por otro, debe ser juzgada con arreglo a la realidad histórica. En el Antiguo Régimen imperaba la costumbre y, casi siempre, se dejaba que la historia arrojara luz sobre la práctica y la teoría de la jurisprudencia, mientras que la Revolución juzgaba la historia a la luz de su concepto del derecho y sus deseos de cambio social. Los juristas y pensadores políticos posrevolucionarios tendían a argumentar desde estos dos polos ideológicos. Ambas posiciones se definían respectivamente como la «escuela filosófica», que extraía su inspiración de las ideas del derecho natural derivadas de Grocio, Pufendorf, Barbeyrac y otros iusnaturalistas, y la «escuela histórica», basada en el «derecho positivo», en la idea de la evolución del derecho y en las críticas a las teorías abstractas del derecho natural (Gierke, 1934, 1990; Thieme, 1936, pp. 202-263; Stein, 1980). Los debates entre ambas escuelas reverberaron mucho más allá de los confines del derecho e incluso del pensamiento político del siglo XIX.

      La escuela filosófica se asentó en Francia, que, en vísperas de la Revolución, se convirtió en un laboratorio social para probar teorías y aspiraciones. En 1791, la Asamblea Nacional expresó su determinación de «redactar un código de derecho civil común para todo el reino» y dos años después el ciudadano (posteriormente conde) Cambacérès presentó su primer «proyecto» de código civil nacional. «¡Lo que la época esperaba con devoción ha llegado para garantizar el imperio de la libertad y enmendar los destinos de Francia!», proclamó, añadiendo que pretendía, nada más y nada menos, que regenerar, perfeccionar y «verlo» todo a la luz del espíritu del despotismo ilustrado y más concretamente de la ingeniería social jacobina (más tarde bonapartista) (Fenet, 1827, I). «Legisladores, filósofos y juristas», declaraba Cambacérès en su «Discurso sobre las ciencias sociales» de 1798, «esta es la época de las ciencias sociales [la science sociale] y, permítaseme añadir, de la auténtica filosofía» (Cambacérès, 1789; cfr. Gusdorf, 1978, VIII, p. 401; Head, 1985, p. 109; Moravia, 1974, p. 746). Los debates entre la escuela filosófica y la histórica –representadas respectivamente por el radicalismo de Rousseau y el relativismo histórico de Montesquieu– eran parcialmente una disputa en torno a la naturaleza de este nuevo campo, el de las «ciencias sociales» (un término de nuevo cuño).

      En las deliberaciones oficiales sobre el Código Civil sostenidas por el comité de redacción instaurado por Napoleón (1800-1804), vemos al espíritu de Rousseau y de Montesquieu peleando póstumamente por el alma política de Francia (Bonnecase, 1933; Gaudemet, 1904, 1935). En aquel comité, Cambacérès representaba la búsqueda de la perfectibilidad y de la codificación de la voluntad general por medio de una ciencia infalible de la legislación. Su rival era el ciudadano (más tarde conde) Portalis, discípulo de Montesquieu, a quien no gustaba el espíritu revolucionario y «robespierrista» del plan original, que en su opinión «abusaba del espíritu filosófico» (Portalis, 1827). «La doctrina de los redactores es que debemos preservar todo aquello que no sea necesario destruir» (Portalis, 1844, p. 69), y concluía: «¿Cómo podemos controlar la acción del tiempo? ¿Cómo podemos resistir al curso de los acontecimientos o a la imperceptible fuerza de la costumbre? ¿Cómo saber y calcular por anticipado lo que sólo la experiencia nos puede enseñar? ¿Se puede extender la previsión a objetos que ni el pensamiento mismo puede aprehender?» (Fenet, 1827, I, p. 469; Schimséwitsch, 1936).

      Estas cuestiones anticipaban las críticas más extensas del famoso manifiesto de 1814 de Savigny: De la vocación de nuestro siglo para la legislación y para la ciencia del derecho (Savigny, 1831). En el siglo XVIII, escribió Savigny, «Los hombres ansiaban nuevos códigos, que, al ser muy completos, garantizaran una administración de justicia de precisión mecánica». El resultado fue la obra bonapartista, que «irrumpió en Alemania y la fue carcomiendo, poco a poco, como un cáncer…» (Savigny, 1831, p. 18). Savigny publicó pasajes de debates anteriores sobre el texto del código francés, en los que hablaba de la contradicción entre la simplicidad jurídica y la complejidad social, refiriéndose, en concreto, a los argumentos conservadores de Portalis. Fue esta violación jurídica de la historia lo que originó el manifiesto de Savigny en 1814 y condujo a la formulación de una pregunta crucial: «¿Qué influencia ejerce el pasado sobre el presente?», a lo que Savigny añadió: «¿y cuál es la relación entre el ahora y lo que será?». El asunto se convirtió automáticamente en el problema central de la Escuela Histórica del Derecho y en uno de los dilemas básicos del pensamiento político del siglo XIX.

      Aunque Hegel era la cabeza visible de la escuela filosófica, su intención era superar y reconciliar las concepciones históricas y filosóficas del derecho. Así como el derecho romano había surgido de leyes «positivas» concretas y aspiraba al estatus de «razón escrita» (ratio scripta), la ley positiva moderna debía intentar adquirir el nivel del derecho natural y de la sociedad civil para hallar su forma ideal en el Estado (Hegel, 1952, pp. 16-17; Kelley, 1991, pp. 252-257; Lucas y Pöggeler, 1986; Riedel, 1984). Es esta reconciliación entre la voluntad humana y la razón, en términos jurídicos, la que subyace al famoso lema de Hegel: «Lo que es racional es real y lo que es real es racional». Lo irónico es que lo que Hegel había unido en términos conceptuales, lo volvieron a separar sus discípulos. La «derecha» hegeliana interpretó este eslogan como una defensa del conservadurismo; la «izquierda» hegeliana, como un ideal que alcanzar por medio de la acción radical y, en último término, por la revolución.

      EL ADVENIMIENTO DE LA LEY EN FRANCIA

      Jules Michelet escribió: «Defino la Revolución como el advenimiento de la ley, el renacer del derecho y la generación de justicia», y esta noble visión persistió durante generaciones (Michelet, 1847-1853, introducción). En el siglo XIX el derecho, la historia y el pensamiento político adquirieron forma gracias a las ideologías y realidades de la Revolución francesa, pero luego les acosó su fantasma. Los juristas y los historiadores, al igual que los teóricos políticos, definían su postura ideológica con arreglo a la Revolución, tanto si se trataba del orden en el que se debían ocupar los asientos en la Asamblea como si hablaban de la extensión cronológica representada por las etapas sucesivas del gobierno revolucionario, la monarquía constitucional, el despotismo y la vuelta a la monarquía constitucional, con ciertas gradaciones intermedias. Al igual que los teóricos políticos, los juristas e historiadores debían explicar, interpretar y juzgar el conjunto de sucesos sin precedentes y únicos que definían al «Antiguo Régimen» aunque era evidente que ya no existía (Kelley, 1987, pp. 319-338). Los especialistas en historia y derecho se vieron abocados a analizar mejor la base social e institucional y las relaciones humanas en el contexto de esa «sociedad civil» que se distanciaba cada vez más del Estado. En palabras de Portalis: «Las nuevas teorías no son más que sistemas inventados por individuos, las máximas antiguas representan al espíritu de los tiempos» (Portalis, 1844, p. 84). Era una forma de distinguir no sólo entre la ciencia del derecho y la jurisprudencia, sino asimismo entre una teoría política basada en la razón universal y la utilidad, y otra basada en la historia y en la experiencia; ambas contraposiciones resultan fundamentales para la historia del pensamiento político.

      Tal como era concebida por sus partidarios, la Revolución exigía prioridad en el proceso histórico y estaba por encima de las convenciones jurídicas. Los «hombres de leyes» (hommes de loi) hicieron más que ningún otro grupo por formular las metas de la Revolución a partir de 1789 (cfr. Fitzsimmons, 1987; Kelley, 1994; Royer, 1979). No es que existiera acuerdo alguno sobre cómo hacer realidad los ideales de la justicia, pues de nuevo la profesión jurídica estaba muy polarizada;

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