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enormemente. Las Revoluciones americana y francesa estimularon el debate político entre grupos y regiones, llevándolo allí donde antes apenas existía. La difusión de la democracia radical, del nacionalismo, del socialismo y del feminismo fue, en gran medida, el resultado de este giro sísmico en las expectativas políticas. Además, la expansión europea, el aumento del comercio mundial y la fundación de estados-nación difundieron las nuevas ideas políticas por el mundo entero. Había seguidores de Comte y de Mill hasta en China, y estos reducidos grupos desarrollaron tradiciones europeizadas del debate político e intelectual, que influyeron de diversas formas en las culturas políticas indígenas. En Europa misma, el aumento de la población, de la urbanización y de la alfabetización atrajeron al «pueblo» al ámbito de los debates políticos informados. La proliferación de periódicos, revistas y tratados demuestran el incremento de la demanda. En conjunto, el volumen de escritos políticos del siglo XIX probablemente supere al de todos los siglos precedentes juntos.

      Una de las formas más comunes de describir el pensamiento político del siglo XIX y de cartografiar su evolución es narrando el triunfo y fracaso de la noción de «progreso». La idea de progreso estaba bien asentada ya cuando la Revolución francesa, pero recibió un gran espaldarazo gracias a los descubrimientos científicos, los inventos tecnológicos y la rápida elevación del nivel de vida de las clases medias y –desde mediados de siglo– a menudo también de las clases trabajadoras. En su momento álgido, a mediados de siglo, esta idea es omnipresente y se trasluce en el concepto mismo de «civilización», en la gruesa línea divisoria entre las sociedades «atrasadas» y las «avanzadas» (a veces incluso entre la raza blanca y el resto de las razas), y en una pretendida superioridad de la moral y las costumbres derivada de la ciencia, el cristianismo y el comercio. En cambio, el periodo que va de la década de 1880 a la Primera Guerra Mundial se suele retratar como la época de la crisis de la razón, en la que diversas formas de nacionalismo, neorromanticismo, irracionalismo, misticismo, pesimismo político y culto a la violencia desataron la imaginación de las nuevas intelligentsias, desarraigadas e inquietas, que debían hacer frente a los cambios sociales, científicos y políticos de la época.

      No cabe duda de que es un enfoque que capta algunos de los desarrollos más significativos y evidentes del periodo. Pero, como demuestra el presente volumen, esta forma de abordar el tema también tiene sus limitaciones: ofrece una imagen excesivamente selectiva. En la primera mitad del siglo resta importancia a los traumas producidos por el declive o la pérdida de las jerarquías religiosas y políticas del Ancien Régime, por no hablar de las angustias y temores despertados por Malthus acerca de la sobrepoblación. En cambio, la evolución intelectual, política y cultural tras 1870 acaba describiéndose como una especie de trágica premonición de la inevitabilidad de la Gran Guerra, sin mencionar las expresiones igualmente destacadas de optimismo en relación con la educación, el arbitraje internacional, el desarrollo económico pacífico, la seguridad social y la participación cívica y democrática que ofrecían las nuevas condiciones de vida urbana. De ahí que hayamos procurado no dar una imagen de la evolución del pensamiento político del siglo en su conjunto y hayamos preferido respetar los diversos desarrollos narrados en los ensayos individuales.

      Puesto que este libro tiene una extensión limitada, no hay una forma óptima ni omnicomprensiva de dar cabida a temas tan diversos. Hemos dejado más espacio del que se dedica habitualmente en las descripciones más tradicionales de la teoría política del siglo XIX a los textos del nacionalismo, socialismo, republicanismo y feminismo, e intentado tener en cuenta el impacto del pensamiento político occidental fuera de Europa, sin olvidar el análisis de las variaciones europeas del concepto de imperio. En general, hemos optado por una clasificación más temática para no enumerar, país a país, las formas de pensamiento político. Pero, una vez más, la regla no se ha aplicado estrictamente. En algunos casos nos ha parecido que la forma más esclarecedora de considerar un cuerpo concreto de literatura política era inscribirlo en un marco nacional. Así, la evolución del pensamiento político ruso y estadounidense reciben un tratamiento aparte (capítulos XII y XXIII), mientras que en otros capítulos se debaten problemas concretos del liberalismo y de la socialdemocracia alemanas (capítulos XIII y XXII).

      Nos hemos enfrentado asimismo al problema (que en este caso no es privativo del siglo XIX) de dónde empezar y dónde terminar. Este volumen comienza a mediados de la década de 1790, de la mano de pensadores para quienes la Revolución francesa fue, en general, el primer evento y el más formativo de sus carreras intelectuales. Concluye a finales del largo siglo XIX, en un momento en el que la expansión europea, la industrialización, la biología evolutiva y la construcción de novedosas formas políticas y constitucionales en Europa y Norteamérica habían sentado las bases de nuevos modos de entender lo político. Los ensayos alcanzan el punto crítico del modernismo, pero no lo cruzan.

      Sin embargo, en una empresa de este tipo, no se pueden trazar principios y finales limpios. Hay pocas líneas rectas que lleven de la década de 1790 a la década de 1890. Lo más que podemos ofrecer es un zigzag, tanto generacional como cronológico, basado en la identificación de los puntos de inflexión del pensamiento político. En el caso de la Revolución francesa, ya se habló en el volumen precedente de la reacción de los pensadores políticos de renombre. De manera que este libro comienza con Malthus y no con Paine, con Coleridge y no con Burke, con Constant y Chateaubriand en vez de con Condorcet y Sieyès, con Fichte y Hegel en vez de con Kant y Herder. El fin del periodo es aun más indeterminado. No contábamos con ningún acontecimiento significativo comparable a 1789. Pero sí hubo giros en torno a las décadas de 1870 y 1880: la Guerra Franco-Prusiana, el fin del libre comercio, la lucha, cada vez más encarnizada, por las colonias, la gran depresión, el surgimiento del socialismo y de nuevas formas no tradicionales de conservadurismo, etcétera. A finales de siglo, los defensores de la democracia gustaban mucho más que a principios, pero había muchas formas enfrentadas de teoría democrática. En 1800 la industrialización apenas había comenzado, pero en 1900 la dimensión y la pobreza del nuevo proletariado industrial era un problema central en todas las teorías sobre el orden político y social, y habían surgido teorías radicales de cambio muy diferentes a las defendidas por los grandes actores de la Revolución francesa. En 1800, los grandes estados y órdenes de la sociedad europea habían temblado ante las acciones y principios de los reformadores franceses. Un siglo después, las clases medias dedicadas al comercio gozaban de un gran poder social y político, mientras que las monarquías y aristocracias procuraban defender un principio de legitimidad cada vez menos plausible. En tiempos de Waterloo se habían sentado los fundamentos de las nuevas ciencias económicas y sociales, que, a finales de siglo, ya habían desplazado al pensamiento político anterior.

      Como la elección de los pensadores individuales y la descripción de lo que les separa no es una ciencia exacta, hemos dejado este tema a la discreción de los colaboradores. Incluimos a Marshall y Sidgwick, pero no a Hobhouse o Wallas, hablamos de Jaurès, pero no de Durkheim, Maurras o Bergson. Nos centramos en Menger, pero no en Pareto, Bernstein o Kautsky, y sólo tocamos algunos aspectos de Nietzsche (se habla más de él en el volumen dedicado al siglo XX).

      El intento de trazar el mapa de los contornos del pensamiento político del siglo XIX en su conjunto, sobre todo a esta escala, es algo nuevo en muchos aspectos. La mayoría de las ediciones académicas de las obras de los grandes pensadores siguen estando incompletas. En algunos casos ni siquiera existen; en otros, hasta muy recientemente, se han visto influidas por las controversias políticas. En comparación con el Renacimiento o el siglo XVIII, los debates interpretativos sobre el conjunto del periodo son raros y, a menudo, ni siquiera son válidos. Hasta hace bien poco los grandes intérpretes de Hegel, Mill, Tocqueville, Comte, Proudhon y Marx mostraban mayor interés por el siglo XX que por el XIX. Las interpretaciones de las ideas de estos pensadores eran, en gran medida, una extensión del debate político del momento por otros medios. Sólo en los últimos treinta años, la autoproclamada modernidad del siglo XIX ha dejado de deslumbrar a los historiadores, que han empezado a buscar aquellas continuidades en el pensamiento político y social que lo vinculan a corrientes previas de pensamiento religioso, social y político. De manera que somos pioneros, porque sólo ahora podemos intentar dar una nueva imagen del conjunto del mapa académico y redefinir el espectro del pensamiento político decimonónico en términos muchos más amplios que los contemplados en el propio siglo XIX.

      PRIMERA

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