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económico, la tierra es a la vez un activo de capital y financiero, es decir, es un recurso tangible que representa un valor monetario “real” y que permite el acceso a otros recursos naturales que se pueden usar o vender por un valor monetario (Keynes, 1986; O’Lear et al., 2005).

      Finalmente, en tercer lugar, la tierra (más comúnmente llamada territorio o terreno cuando se hace alusión a esta última dimensión) tiene un valor estratégico y militar que sale a relucir en contextos de conflictos armados: corredores de movilización y aprovisionamiento, posiciones ventajosas (para defensa o ataque), fronteras y retaguardias, son elementos que se ven influenciados directamente por las características y la posesión del terreno, lo cual hace que sea un recurso valioso en tiempos de guerra y de paz. Estas tres dimensiones se conjugan para hacer de la tierra un recurso de alto valor y, de los derechos que protegen su propiedad, una institución clave en las sociedades modernas. Estas dimensiones del valor de la tierra se resumen en el siguiente gráfico:

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      Fuente: elaboración propia.

      En el Informe Nacional de Desarrollo Humano para Colombia, el PNUD se hace eco de estas dimensiones:

      La tierra no es solo un factor de producción o un activo de inversión; también sigue siendo una fuente de riqueza, poder y prestigio […] es un factor de producción y un modo de vida; desempeña un papel rentístico y de especulación; también se ha convertido en un instrumento de la guerra […] del lavado de activos del narcotráfico, y además genera poder político ligado a la violencia ejercida por grupos armados ilegales (2011, p. 181).

      En los Estados liberales, el acceso a la tierra está institucionalizado en la forma de un derecho. Si las instituciones se definen como las reglas de juego (formales e informales, creadas y evolucionadas) que determinan la estructura de incentivos en una sociedad y la distribución de los recursos políticos, económicos, culturales, entre otros (North, 1993), los derechos de propiedad pueden definirse como “una institución económica que determina la asignación de los recursos disponibles y establece quiénes serán los dueños de los beneficios de dichos recursos y su distribución” (Food and Agriculture Organization, 2002). Así, solamente son las autoridades quienes pueden usar la coerción para la protección y definición de los derechos de propiedad, excluyendo a terceros que no los poseen legalmente (Gallo, 2010).5

      En este sentido, una débil definición de los derechos de propiedad introduce distorsiones en los mercados incrementando los costos de transacción y la ineficiencia productiva (Coase, 1994). En contraste, una definición precisa y respaldada por el poder del Estado puede ser eludida por actores racionales que, tras un proceso de aprendizaje, aprovechan las “selectividades estratégicas” de las instituciones para su propio beneficio.6 De acuerdo a lo anterior, Acemoglu, Johnson y Robinson (2004) señalan que la promoción del crecimiento económico a largo plazo depende, en parte, de la construcción de instituciones políticas que dan el poder a élites interesadas en salvaguardar los derechos de propiedad de la sociedad en general. Así, el papel del Estado como garante de la definición de los derechos de propiedad se torna de vital importancia para el buen funcionamiento de los mercados de tierra, pues crea incentivos (positivos o negativos) y selectividades estratégicas para distintos mecanismos de apropiación y protección de tierras (legales o ilegales, formales o informales).

      Esta apreciación no es muy diferente de la propuesta por la teoría contractualista moderna, en la cual se concibe al Estado como una organización creada por un contrato social con la función salvaguardar la propiedad individual, principalmente la vida, aunque también la tierra o la propiedad inmueble (Hobbes, 1940; Locke, 1995). Con el paso al Estado de derecho, la propiedad privada sobre la tierra se convierte en un derecho civil (primera generación) y los derechos de propiedad uno de los pilares del liberalismo político y económico, a la vez que su protección se entiende como una de las funciones “mínimas” del Estado contemporáneo (Fukuyama, 2004, p. 23).

      Un Estado débil o en crisis se convierte en una oportunidad para el surgimiento de grupos que buscan financiación por medio de actividades ilegales, entre ellas, la apropiación de activos. A pesar de que la tesis que intenta explicar las guerras civiles contemporáneas a partir de los motivos tipo codicia y agravio (greed versus grievance) es unilateral e insuficiente, tiene sentido como punto de partida cuando se intenta ubicar el papel de la tierra en un conflicto como el colombiano. En primer lugar, porque la tierra fue recurrente como parte del programa político de las insurgencias guerrilleras y, en segundo, porque está demostrado que el conflicto armado podría agravar los problemas de concentración de la propiedad rural.

      La tesis de los agravios como fuente de los conflictos armados señala que habría un conjunto de “condiciones objetivas” (desigualdad socioeconómica, opresión política, discriminación, distribución inequitativa de la tierra, entre otras) que explicarían la demanda para reparar dichas condiciones, sea por medio de la redistribución de recursos económicos o la reorganización del poder político local, regional o nacional (Azar, 1990; Gurr, 1993; Homer-Dixon, 1999; Stewart, 2000; Zartman, 2001; Regan, 2009). Evidentemente, en esta propuesta la apropiación y redistribución de tierras es un elemento importante; pero en otras ocasiones no es la desigualdad socioeconómica, sino las motivaciones económicas e intereses privados de unos pocos, lo que motiva el conflicto armado. La tesis de la codicia señala que los conflictos armados tienen mayor probabilidad de ocurrir cuando hay altas posibilidades para la apropiación de bienes y recursos primarios. Específicamente, sostiene que algunas luchas comienzan como un intento por apropiarse de las ganancias de las rentas en regiones donde hay abundancia de recursos naturales (Collier, 2000; Azam y Hoeffler, 2002; Collier y Hoeffler, 2002; De Soysa, 2002; Collier et al., 2003). En estos casos, se tiende a mantener el discurso retórico que hace referencia a supuestos agravios para ganar apoyo civil o militar y aumentar el reclutamiento voluntario (Zartman, 2005). Sin embargo, cuando los derechos de propiedad están bien definidos y protegidos, los actores armados deben recurrir a otros mecanismos diferentes, tales como el saqueo y las donaciones voluntarias. En este punto, entran en juego el aprendizaje estratégico y la implementación de mecanismos de transferencia que no lleven necesariamente a un enfrentamiento directo con el Estado, sino que se basen en la manipulación de las instituciones a favor de los intereses de los actores.

      Adicionalmente, existen enfoques que toman en cuenta ambas perspectivas.7 Pocos conflictos armados son causados exclusivamente por codicia o agravios. Típicamente, las características de cada conflicto, junto con las realidades, desigualdades y agravios históricos, económicos y políticos, interactúan de manera íntima para crear las condiciones para la violencia (Ballentine, 2003; Zartman, 2005). Algunos estudios sugieren que la codicia y los agravios se refuerzan mutuamente debido a que la economía de guerra y la economía civil están entrelazadas (Keen, 2000; Collinson, 2003; Goodhand, 2003; Korf, 2004). De igual manera, la transferencia puede nacer de agravios o codicia y luego reproducirse por una razón distinta; por ejemplo, una vez comienza el conflicto, se produce una lógica automática (económica y política) de “clientelismo de tierras”, esto es, la modificación de los derechos de propiedad de tal forma que haya una redistribución de tierras que asegure la lealtad político-militar para mantener el orden (Velásquez, 2008), pero también como parte de una “economía criminal” organizada (la droga y en menor medida el oro y la madera) que financia el conflicto o que busca generar beneficios privados (Giraldo, 2011).8

      En cualquiera de las dos opciones, el contexto de un Estado débil –en oposición a un Estado fuerte– abre una “ventana de oportunidad” para el conflicto armado. La fortaleza estatal se expresa en un mayor número de funciones realizadas con mayor efectividad (Fukuyama, 2004; 2005). Entre estas funciones destacan: proteger a la población de conflictos violentos y controlar el territorio; satisfacer las necesidades básicas humanas de la población; promover las libertades

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