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El arte ecléctico con el que soñaba la familia Carracci quedó finalmente plasmado en la obra de Rubens, con toda la facilidad del genio. Sin embargo, el problema era mucho más complicado para un hombre del norte, que deseaba añadir una fusión de los espíritus flamenco y latino, algo cuya dificultad se había reflejado en los intentos más bien pedantes del romanismo. Lo logró sin perder nada de su desbordante personalidad, su inquieta imaginación y los descubrimientos llenos de encanto del pintor con el mejor manejo del color que haya existido. Rubens, el gran maestro de la exuberancia de la pintura barroca, tomó del Renacimiento italiano lo que le fue útil, y sobre ello construyó un estilo propio. Se le distingue por un maravilloso dominio de la forma humana y una riqueza sorprendente en sus colores espléndidamente iluminados. Fue un hombre de gran aplomo intelectual y estaba acostumbrado a la vida mundana, dado que viajaba de una corte a otra con gran pompa, como un enviado de confianza. Rubens fue uno de esos raros mortales que realmente son una honra para la humanidad. Era atractivo, bueno y generoso, y amaba la virtud. El trabajo era su vida, con cada cosa en su lugar. El creador de tantos magníficos festines paganos iba cada mañana a misa antes de dirigirse a su estudio. Fue la personificación más ilustre de la felicidad perfectamente equilibrada con el genio, y combinaba en su persona la pasión y la ciencia, el fervor y la reflexión. Rubens sabía expresar el drama al igual que la alegría, ya que nada humano le era ajeno y podía recrear a voluntad todo el patetismo y la expresión del color cuando lo necesitaba para sus obras maestras de temas religiosos. Podría decirse que fue tan prolífico en la representación de la alegría y la exuberancia de la vida como Miguel Ángel en la representación de emociones apasionadas.

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Pierre-Auguste Renoir nació en Limoges, el 25 de febrero de 1841. En 1854, sus padres lo sacaron de la escuela y le consiguieron un sitio en el taller de los hermanos Lévy, donde aprendió a pintar porcelana. El hermano menor de Renoir, Edmond, opinó al respecto: “A partir de lo que pintaba al carbón en las paredes concluyeron que tenía habilidad para las artes. Así fue como nuestros padres lo pusieron a aprender el oficio de pintor de porcelana”. Uno de los trabajadores de los Lévy, Emile Laporte, pintaba al óleo en su tiempo libre. Él le sugirió a Renoir que usara sus lienzos y pinturas. Este ofrecimiento tuvo como resultado la primera pintura del futuro impresionista. En 1862, Renoir pasó sus exámenes, ingresó en la Escuela de Bellas Artes y, al mismo tiempo, en uno de los estudios independientes donde enseñaba Charles Gleyre, un profesor de la Escuela. El segundo, o tal vez incluso el primero de los grandes sucesos de este periodo en la vida de Renoir fue reunirse, en el estudio de Gleyre, con aquellos que se convertirían en sus mejores amigos durante el resto de su vida y que compartirían sus ideas sobre el arte. Mucho tiempo después, cuando ya era un artista maduro, Renoir tuvo la oportunidad de ver obras de Rembrandt en Holanda, de Velázquez, Goya y El Greco en España y de Rafael en Italia. Sin embargo, Renoir vivió y respiró la idea de un nuevo tipo de arte. Siempre encontró inspiración en el Louvre. “Para mí, en la era de Gleyre, el Louvre era Delacroix”, le confesó a su hijo. Para Renoir, la primera exhibición impresionista fue el momento en que se afirmó su visión del arte y del artista. Este periodo de la vida de Renoir estuvo marcado por otro acontecimiento significativo. En 1873 se mudó a Montmartre, a la casa número 35 de Rue Saint-Georges, donde vivió hasta 1884. Renoir siguió siendo leal a Montmartre durante el resto de su vida. Aquí encontró sus temas “plein-air”, sus modelos y hasta su familia. Fue en la década de 1870 cuando Renoir conoció a los amigos que lo acompañarían el resto de su vida. Uno de ellos fue el comerciante de arte Paul Durand-Ruel, que comenzó a comprar sus pinturas en 1872. En verano, Renoir siguió pintando muchas escenas de exteriores, junto con Monet. Viajó a Argenteuil, donde Monet alquiló una casa para su familia. Edouard Manet también trabajaba con ellos algunas veces. En 1877, en la tercera exhibición impresionista, Renoir presentó un panorama de más de veinte pinturas entre las que se encontraban paisajes creados en París, en el Sena, fuera de la ciudad y en los jardines de Claude Monet; estudios de cabezas femeninas y ramos de flores; retratos de Sisley, de la actriz Jeanne Samary, del escritor Alphonse Daudet y del político Spuller; además de las obras El columpio y El baile en el Moulin de la Galette. Finalmente, en la década de 1880, Renoir entró en una racha de buena suerte. Unos ricos empresarios, el propietario de Grands Magasins du Louvre y el senador Goujon, le encargaron unos trabajos. Sus pinturas se exhibieron en Londres y Bruselas, así como en la Séptima Exhibición Internacional llevada a cabo en la galería de Georges Petit en París, en 1886. En una carta a Durand-Ruel, que entonces se encontraba en Nueva York, Renoir escribió: “Ya se inauguró la exhibición de Petit y no va tan mal, o al menos eso dicen. Después de todo, es difícil juzgarse a sí mismo. Creo que he logrado dar un paso para ganar el respeto del público. Es un pequeño paso, pero es algo”.

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El espíritu, el carácter, la vida, la obra y el método de pintar de Rembrandt son un completo misterio. Lo que podemos adivinar de su naturaleza esencial proviene de sus pinturas y de incidentes triviales o trágicos de su infortunada existencia; su inclinación por la vida ostentosa lo obligó a declararse en bancarrota. Sus desgracias no son del todo comprensibles y su obra refleja ideas perturbadoras e impulsos contradictorios que emergen de las profundidades de su ser, como la luz y las sombras en sus cuadros. A pesar de todo, tal vez nada en la historia del arte causa una impresión más profunda de unidad que sus pinturas, compuestas de elementos tan distintos y llenos de significados complejos. El espectador siente que el intelecto de Rembrandt, esa mente genial, grandiosa, osada y libre de toda servidumbre que lo guiaba a través de las más elevadas reflexiones y los más sublimes ensueños, se deriva de la misma fuente que sus emociones. De ahí el trágico elemento que plasmó en todo lo que pintaba, sin importar el tema; en su obra coexiste la desigualdad con lo sublime, algo que puede parecer la consecuencia inevitable de una existencia tan tumultuosa. Pareciera como si aquella personalidad singular, extraña, atractiva y casi enigmática hubiera sido lenta para desarrollarse, o al menos para alcanzar su completa expansión. Rembrandt demostró talento y una visión original del mundo a muy temprana edad, como lo prueban sus grabados de la juventud y sus primeros autorretratos realizados alrededor de 1630. Sin embargo, en la pintura no encontró de inmediato el método necesario para expresar las cosas, todavía incomprensibles, que deseaba expresar; le faltaba ese método audaz, completo y personal que admiramos en las obras maestras de su madurez y ancianidad. A pesar de su sutileza, en su época se le juzgó brutal, lo que ciertamente contribuyó a alejar a su público. A pesar de ello, desde sus inicios y una vez logrado el éxito, la iluminación fue parte importante de su concepción de la pintura y la convirtió en el principal instrumento de sus investigaciones de los misterios de la vida interior. Ya le había revelado la poesía de la fisonomía humana cuando pintó El filósofo meditando o La Sagrada Familia, tan maravillosamente absorta en su modesta intimidad, o, por ejemplo, en El ángel Rafael dejando a Tobías. Muy pronto aquello no fue suficiente. La guardia nocturna marca de inmediato la apoteosis de su reputación. Tenía una curiosidad universal y vivía, meditaba, soñaba y pintaba replegado en sí mismo. De los grandes venecianos tomó prestados sus temas, convirtiéndolos en un arte que brotaba de una vida interior de emociones profundas. Los temas mitológicos y religiosos los trató de la misma manera que sus retratos. Todo lo que tomaba de la realidad y hasta de las obras de otros lo transmutaba al instante en parte de su propia sustancia.

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Nacido en 1912, en un pequeño pueblo de Wyoming, Jackson Pollock personificó el sueño norteamericano cuando su país enfrentaba las realidades de la era moderna que reemplazaba al siglo XIX. Pollock se marchó a la ciudad de Nueva York en busca de fama y fortuna. Gracias al Federal Art Project, logró rápidamente la aclamación del público y después de la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en la celebridad artística más grande de Estados Unidos. Para De Kooning, Pollock fue un “rompehielos”. Para Max Ernst y Masson, Pollock fue un compañero del movimiento surrealista europeo, y para Motherwell, Pollock fue un legítimo candidato a la categoría de Maestro de la Escuela Norteamericana. Pollock se perdió entre los muchos trastornos de su vida en Nueva York en la década de 1950: el éxito sencillamente le había llegado demasiado rápido y con excesiva facilidad. Fue durante este periodo que se aficionó al alcohol y puso fin a su matrimonio con Lee Krasner. Su vida terminó de la misma forma en que acabó la vida del icono de la cinematografía, James Dean, detrás del volante de su Oldsmobile, después de una noche de copas.

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Picasso era español y por eso, según dicen, comenzó a dibujar antes que a hablar. Cuando niño, se sintió atraído de manera instintiva hacia las herramientas del artista. En sus primeros años pasaba horas en feliz concentración dibujando espirales con un sentido y un significado que sólo él conocía. Otras veces dejaba de lado sus juegos infantiles para trazar sus primeras imágenes en la arena. Tan temprana expresión artística encerraba la promesa de un raro don. No hay que olvidar hacer mención de Málaga, pues fue ahí donde, el 25 de octubre de 1881, nació Pablo Ruiz Picasso, y fue ahí donde pasó los primeros diez años de su vida. El padre de Picasso era pintor y profesor en la Escuela de Bellas Artes y Oficios. Picasso aprendió de él los rudimentos del entrenamiento académico formal en arte. Luego fue a estudiar a la Academia de las Artes en Madrid, pero no se graduó. Antes de cumplir los dieciocho años había llegado al punto de mayor rebeldía; repudió la estética anémica de la academia junto con la prosa pedestre del realismo y, naturalmente, se unió a aquellos artistas y escritores que se llamaban a sí mismos modernistas, a los inconformistas, aquellos a los que Sabartés llamó “la élite del pensamiento catalán” y que se habían agrupado en torno al café de artistas Els Quatre Gats. Durante 1899 y 1900 los únicos temas que Picasso consideró meritorios fueron aquellos que reflejaban la “verdad final”, la fugacidad de la vida humana y la inevitabilidad de la muerte. Sus primeras obras, agrupadas bajo el nombre de “Periodo Azul” (1901-1904), consisten en pinturas con matices azulados y fueron el resultado de la influencia de un viaje que realizó por España y de la muerte de su amigo Casagemas. Aunque Picasso mismo insistió varias veces en la naturaleza subjetiva e interna de su Periodo Azul, su génesis y, en especial, el azul monocromático se explicaron durante muchos años como el simple resultado de varias influencias estéticas. Entre 1905 y 1907, Picasso inició un nuevo periodo, conocido como el “Periodo Rosa”, que se caracterizó por un estilo más alegre con colores rosados y anaranjados. En Gosol, en el verano de 1906, la forma del desnudo femenino asumió una importancia extraordinaria para Picasso; identificó una desnudez despersonalizada, original y simple con el concepto de “mujer”. La importancia que los desnudos femeninos tendrían para Picasso en cuanto a temática durante los siguientes meses (en el invierno y la primavera de 1907) se hizo patente cuando creó la composición de una pintura grande titulada Las señoritas de Aviñón. De la misma manera que el arte africano se considera como el factor que llevó al desarrollo de la estética clásica de Picasso en 1907, las lecciones de Cézanne se perciben como la piedra angular de este nuevo avance. Esto se relaciona, en primer lugar, con la concepción espacial del lienzo como una entidad compuesta, sujeta a un determinado sistema de construcción. Georges Braque, a quien Picasso conoció en el otoño de 1908 y con quien encabezó el movimiento cubista durante los seis años de su apogeo, quedó asombrado por la semejanza que los experimentos pictóricos de Picasso guardaban con los suyos. En cierto momento, explicó: “La dirección principal del cubismo era la materialización del espacio”. Después de su periodo cubista, en la década de 1920, Picasso volvió a un estilo artístico más figurativo y se acercó más al movimiento surrealista. Representó cuerpos monstruosos y distorsionados, pero en un estilo muy personal. Después del bombardeo de Guernica en 1937, Picasso creó una de sus obras más famosas, que se convirtió en símbolo crudo de los horrores de esa guerra y, de hecho, de todas las guerras. En la década de 1960, su estilo artístico cambió de nuevo y Picasso comenzó a volver la mirada al arte de los grandes maestros y a basar sus pinturas en la obra de Velázquez, Poussin, Goya, Manet, Courbet y Delacroix. Los últimos trabajos de Picasso fueron una mezcla de estilos que dio lugar a una obra más colorida, expresiva y optimista. Picasso murió en 1973, en su villa de Mougins. El simbolista ruso Georgy Chulkov escribió: “La muerte de Picasso es una tragedia. Sin embargo, aquellos que creen que pueden imitar a Picasso y aprender de él son ciegos e inocentes. ¿Aprender qué? Estas formas no tienen una contraparte emocional fuera del infierno, pero estar en el infierno significa anticipar la muerte. Los cubistas difícilmente cuentan con un conocimiento tan ilimitado”.

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Edvard Munch, nacido en 1863, fue el artista más popular de Noruega. Sus pinturas de aspecto meditabundo y angustioso están basadas en su propia pena y obsesiones, y fueron piezas clave en el desarrollo del expresionismo. Durante su niñez, la muerte de su madre, su hermano y hermana, así como la enfermedad mental de otra de sus hermanas, tuvieron una fuerte influencia sobre su arte convulso y tortuoso. En sus obras, Munch rondaba con insistencia el recuerdo de la enfermedad, la muerte y la desdicha. Durante su carrera, Munch cambió de estilo varias veces. Al principio, por influencia del impresionismo y post-impresionismo, produjo un estilo y contenido muy personal, cada vez más preocupado con imágenes de enfermedad y muerte. En los años cercanos a 1892, su estilo derivó hacia el sintetismo, como puede apreciarse en El grito (1893), obra que se considera como un icono y el retrato de la angustia existencial y espiritual de la humanidad moderna. De este cuadro pintó diferentes versiones. Durante la década de 1890, Munch favoreció un espacio pictórico ligero y lo empleó en sus retratos, que con frecuencia eran de frente. Sus obras solían incluir representaciones simbolistas de temas como la miseria, la enfermedad y la muerte. Las poses de sus modelos en muchos de los retratos captaban el estado de ánimo y la condición psicológica. Todo esto da también una cualidad monumental y estática a sus pinturas. En 1892, el Sindicato de Artistas de Berlín lo invitó a que exhibiera en su exposición de noviembre. Sus pinturas causaron amarga controversia y después de apenas una semana, la exposición cerró. En las décadas de 1930 y 1940, los nazis etiquetaron su obra como “arte degenerado” y retiraron sus pinturas de los museos alemanes. Esto hirió profundamente a Munch, que era antifascista y que había llegado a considerar Alemania como su patria adoptiva. En 1908 Munch sufrió un ataque de ansiedad aguda y fue hospitalizado. Volvió a Noruega en 1909 y murió en Oslo en 1944.

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Para Claude Monet, el que se le considerara “impresionista” fue siempre un motivo de orgullo. A pesar de todas las críticas que se han hecho a su trabajo, siguió siendo un verdadero impresionista hasta el final de su muy larga vida. Lo era por convicción profunda y, por el impresionismo, pudo haber sacrificado muchas otras oportunidades que su inmenso talento le ofrecía. Monet no pintaba composiciones clásicas con figuras y nunca fue retratista, aunque su entrenamiento profesional incluía estas habilidades. Eligió un solo género y lo hizo suyo: el paisajismo, y en él logró un grado de perfección que ninguno de sus contemporáneos pudo conseguir. Sin embargo, cuando era niño, comenzó por dibujar caricaturas. Boudin aconsejó a Monet que dejara de hacer caricaturas y se dedicara a los paisajes. El mar, el cielo, los animales, las personas y los árboles son hermosos en el estado en que la naturaleza los creó, rodeados de aire y luz. De hecho, fue Boudin quien trasmitió a Monet su convicción de la importancia de trabajar al aire libre, que a su vez, Monet transmitiría a sus amigos impresionistas. Monet no quiso asistir a la Escuela de Bellas Artes. Eligió estudiar en una escuela privada, L’Académie Suisse, fundada por un ex-modelo en Quai d’Orfèvres, cerca del puente Saint-Michel. Ahí era posible dibujar y pintar modelos vivos por una tarifa modesta. Ahí conoció también al futuro impresionista Camille Pissarro. Más tarde, en el estudio de Gleyre, Monet conoció a Auguste Renoir, Alfred Sisley y Frédéric Bazille. Monet consideraba muy importante presentar a Boudin a sus nuevos amigos. También le habló a sus amigos de otro pintor que había encontrado en Normandía. Se trataba del holandés Jongkind. Sus paisajes estaban saturados de color y su sinceridad, que en ocasiones rayaba en inocencia, combinaba la sutil observación de la naturaleza cambiante de la costa normanda. En aquella época, los paisajes de Monet aún no se caracterizaban por una gran riqueza de color. Más bien recordaban las tonalidades de pinturas de los artistas de la escuela de Barbizon y las marinas de Boudin. Compuso un rango de colores basados en amarillo a marrón o en azul a gris. En la tercera exhibición impresionista en 1877, Monet presentó una serie de pinturas por primera vez: siete vistas de la estación ferroviaria de Saint-Lazare. Las seleccionó entre doce que había pintado en la estación. Este motivo en el trabajo de Monet es coherente no sólo con la obra Chemin de fer (El ferrocarril) de Manet y con sus propios paisajes en los que aparecían trenes y estaciones en Argenteuil, sino también con una tendencia que surgió tras la aparición de los primeros ferrocarriles. En 1883, Monet compró una casa en el poblado de Giverny, cerca del pequeño pueblo de Vernon. En Giverny, pintar series se convirtió en una de sus ocupaciones principales. Los prados se convirtieron en su lugar de trabajo permanente. Cuando un periodista que había llegado desde When Vétheuil a entrevistar a Monet le preguntó dónde estaba su estudio, el pintor le respondió: “¡Mi estudio! Nunca he tenido uno y no veo la razón por la que alguien quiera encerrarse en una habitación. Para dibujar, sí, pero para pintar, no”. Entonces hizo un gesto amplio para abarcar el Sena, las colinas y la silueta de un pequeño pueblo y declaró: “Este es mi verdadero estudio”. Monet empezó a ir a Londres en la última década del siglo XIX. Comenzó todas sus pinturas de Londres copiando directo de la naturaleza, pero completó muchas de ellas después, en Giverny. La serie formó un todo indivisible y el pintor tuvo que trabajar en cada uno de sus lienzos en algún momento. Un amigo de Monet, el escritor Octave Mirbeau, escribió que había logrado un milagro. Con aquellos colores logró recrear en el lienzo algo casi imposible de capturar: reprodujo la luz del sol, enriqueciéndola con un número infinito de reflejos. Como ningún otro de los impresionistas, Claude Monet adoptó una perspectiva casi científica de las posibilidades del color y la llevó hasta el límite; es poco probable que alguien más lograra llegar tan lejos como él en esa dirección.

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Amedeo Modigliani nació en Italia en 1884 y murió en París a la edad de treinta y cinco años. Desde temprana edad se interesó en estudios de desnudos y en la noción clásica del ideal de belleza. En 1900-1901 visitó Nápoles, Capri, Amalfi y Roma, además de Florencia y Venecia, y estudió de primera mano muchas obras maestras del Renacimiento. Quedó impresionado por los artistas del trecento (siglo XIV), como Simone Martini (c. 1284-1344), cuyas figuras alargadas y con aspecto de serpientes, realizadas con gran delicadeza de composición y color e imbuidas de tierna tristeza, fueron precursoras de las líneas sinuosas y luminosas evidentes en la obra de Sandro Botticelli (c. 1445-1510). Ambos artistas claramente influyeron en Modigliani, que utilizó las poses de la Venus de Botticelli en El nacimiento de Venus (1482) en su Desnudo de pie (Venus) (1917) y en Mujer joven pelirroja con camisa (1918), y la misma pose invertida en Desnudo sentado con collar (1917). La deuda de Modigliani con el arte del pasado se transformó por la influencia del arte antiguo (sobre todo las figuras cicládicas de la antigua Grecia), el arte de otras culturas (como la africana) y el cubismo. Sus círculos y curvas balanceadas, a pesar de ser voluptuosos, poseen patrones cuidadosos, más que naturalistas. Sus curvas son precursoras de las líneas móviles y geométricas que Modigliani usaría más tarde en obras tales como Desnudo reclinado. Los dibujos de las cariátides de Modigliani le permitieron explorar el potencial decorativo de poses difíciles y hasta imposibles de lograr en la escultura. En su famosa serie de desnudos, Modigliani tomó composiciones de varios desnudos bien conocidos de los grandes maestros, como los de Giorgione (c. 1477-1510), Tiziano (c. 1488-1576), Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867) y Velázquez (1599-1660), pero evitó caer en el exceso de romanticismo o en una elaborada decoratividad. Modigliani también estaba familiarizado con la obra de Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828) y de Edouard Manet (1832-1883), quien causara controversia al pintar mujeres reales e individuales en sus desnudos, rompiendo con las convenciones artísticas del uso exclusivo del desnudo en escenas mitológicas, alegóricas o históricas.

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Miguel Ángel, al igual que Leonardo, fue un hombre de muchos talentos: escultor, arquitecto, pintor y poeta; logró expresar la apoteosis del movimiento muscular, que para él era la manifestación física de la pasión. Llevó el arte del dibujo a los límites extremos de sus posibilidades, estirándolo, moldeándolo y hasta retorciéndolo. En las pinturas de Miguel Ángel no hay paisajes de ningún tipo. Todas las emociones, todas las pasiones, todos los pensamientos de la humanidad están personificados, para él, en los cuerpos desnudos de hombres y mujeres. Rara vez concibió formas humanas en poses de inmovilidad o reposo. Miguel Ángel se convirtió en pintor para poder expresar en un medio más maleable lo que su alma de titán sentía, lo que su imaginación de escultor veía, pero que la escultura le negaba. Así, este admirable escultor se convirtió en el creador de la decoración más lírica y épica jamás contemplada: la Capilla Sixtina en el Vaticano. La vastedad de su ingenio está plasmada sobre esta vasta superficie de más de 900 metros cuadrados. Cuenta con 343 figuras principales con una prodigiosa variedad de expresiones, muchas de ellas en tamaño colosal, y además un gran número de personajes secundarios que se introdujeron como efecto decorativo. El creador de este gigantesco diseño tenía sólo treinta y cuatro años cuando comenzó su trabajo. Miguel Ángel nos obliga a ampliar nuestro concepto de lo que es la belleza. Para los griegos se trataba de la perfección física, pero a Miguel Ángel poco le importaba la belleza física, salvo en ciertas ocasiones, como en el caso de su pintura de Adán en la capilla Sixtina y de sus esculturas de la Pietà. Aunque era maestro en anatomía y en las leyes de la composición, se atrevió a hacer caso omiso de ambas cuando le era necesario para expresar sus ideas: exageraba los músculos en sus figuras y hasta las colocaba en posiciones que el cuerpo humano no puede asumir naturalmente. En una de sus últimas pintura, El juicio final en el muro del fondo de la Capilla Sixtina, dejó fluir su alma como en un torrente. Miguel Ángel fue el primero en hacer que la figura humana expresara una amplia variedad de emociones. En sus manos, la emoción se convertía en un instrumento que podía tocar para extraer temas y armonías de infinita diversidad. Sus figuras llevan nuestra imaginación mucho más allá del significado personal de los nombres que poseen.

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Sin ningún género de duda, Katsushika Hokusai es uno de los artistas japoneses más famosos desde que, a mitad del siglo XIX, este arte le fuera revelado a Occidente. Sus obras, reflejo artístico de una civilización aislada y unas de las primeras que se conocieron en Europa, influenciaron notablemente a los pintores impresionistas y postimpresionistas como Vincent van Gogh. Hokusai, que fue considerado ya en vida como un maestro del Ukiyo-e, nos fascina con la diversidad y la importancia de su trabajo, que abarca un periodo de casi 90 años y se presenta aquí en toda su extensión y diversidad.