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y grandes argumentos para disuadirle de la idea, a todo lo cual él contestó:

      -Sus observaciones no tienen para mí valor alguno, están inspiradas en el temor de los daños que en sus mercaderías se puedan causar. Ustedes están muy interesados en ganar dinero y yo en salvar almas. Hay que salvar a los habitantes de estas islas negras.

      John Starhurst no era un fanático. Él hubiera sido el primero en negar esta imputación. Era un hombre eminentemente sano y práctico, estaba seguro de que su misión iba a ser un gran éxito, pues tenía la certeza de que la luz divina alumbraría las almas de los montañeses, provocando una sana revolución espiritual en todas las islas. En sus suaves ojos grises no había destellos de iluminado, pero sí se veía una inalterable resolución emanada de la fe que tenía en el Poder Divino, que era quien le guiaba.

      Un hombre tan sólo aprobó la decisión de Starhurst. Era Ra Vatu, quien lo animaba en secreto y le ofreció guías hasta las primeras estribaciones de las montañas. El corazón de Ra Vatu, que había sido uno de los indígenas de peores instintos, comenzaba a emanar luz y bondad. Ya había hablado en varias ocasiones de querer convertirse enlotu ( cristiano), y hubiera tenido acceso a la pequeña capilla de los misioneros a no ser por sus cuatro mujeres, a las cuales quería conservar; pero había asegurado a Starhurst que sería monógamo tan pronto como su primera mujer, que a la sazón estaba muy enferma, muriese.

      John Starhurst comenzó su gran empresa por el río Rewa en una de las canoas de Ra Vatu. A distancia, recortándose la silueta en el cielo, divisábanse las montañas. en las que se veían varias columnitas de humo.

      Starhurst las contemplaba con cierta impaciencia. Algunas veces rezaba en silencio, otras uníase a sus rezos un maestro indígena que lo acompañaba. Narau, que así se llamaba, era lotu desde hacía siete años, que su alma había sido salvada del infierno por el doctor James Eliery Brown, el cual lo había conquistado con unas plantas de tabaco, dos mantas de algodón y una gran botella de un licor balsámico. A última hora, y después de cerca de veinte horas de solitaria meditación, Narau había tenido la inspiración de acompañar a Starhurst en su viaje de predicación por las montañas inhospitalarias.

      -Maestro, con toda seguridad te acompañaré -le había anunciado.

      El misionero lo abrazó con gran alegría; no cabía duda de que Dios estaba con él, ya que con su ejemplo había decidido a un hombre tan pobre de espíritu como Narau, obligándolo a seguirle.

      -Yo realmente no tengo valor, soy el más débil de los siervos del Señor -decía Narau durante la travesía del primer día de viaje en canoa.

      -Debes tener fe, mucha fe -replicaba animándole Starhurst.

      Otra canoa remontaba aquel mismo día el río Rewa, pero con una hora de retraso a la del misionero, y tomaba grandes precauciones para no ser vista. Iba ocupada por Erirola, primo mayor de Ra Vatu y su hombre de confianza. En un cestito, y siempre a la mano, llevaba un diente de ballena. Era un ejemplar magnífico; tenía seis pulgadas de largo, de bellísimas proporciones, y el marfil, con los años, había adquirido tonalidades amarillentas y purpúreas. El diente era propiedad de Ra Vatu, y en Fidji, cuando un diente de esa calidad intervenía en las cosas, éstas salían siempre a pedir de boca, pues es esta la virtud de los dientes de ballena. Cualquiera que sea el que acepta este talismán, no puede rehusar lo que se le pida antes o después de la entrega, y no hay un solo indígena capaz de faltar al compromiso que al aceptarlo contrae. La petición puede ser desde una vida humana hasta la más trivial de las alianzas o peticiones.

      Más allá, río arriba, en el pueblo de un jefe llamado Mongondro, John Starhurst descansó al final del segundo día de canoa. A la mañana siguiente y acompañado por Narau, pensaba salir a pie hacia las humeantes montañas, que ahora, de cerca, eran verdes y aterciopeladas. Mongondro era viejo y pequeño, de modales afables y aspecto de elefantiasis; por tanto, ya la guerra con sus turbulencias no le atraía. Recibió al misionero con cariñosas demostraciones, lo sentó a su mesa y discutió con él de materias religiosas. Mongondro tenía espíritu muy inquisitivo y rogó a Starhurst que le explicase el principio del mundo. Con verdadera unción y palabra precisa, relatole el misionero el origen del mundo de acuerdo con el Génesis, y pudo observar que Mongondro estaba muy afectado. El pequeño y viejo jefe fumaba silenciosamente una pipa y, quitándola de entre sus labios, movió tristemente la cabeza.

      -No puede ser -dijo-. Yo, Mongondro, en mi juventud era un excelente carpintero, y aun así tardé tres meses en hacer una canoa, una pequeña canoa, muy pequeña. ¡Y tú dices que toda la tierra y toda el agua la ha hecho un solo hombre...!

      -Ya lo creo; han sido hechas por Dios, por el único Dios verdadero -interrumpió Starhurst.

      -¡Es lo mismo -continuó Mongondro- que toda la tierra, el agua, los árboles, los peces, los matorrales, las montañas, el sol, la luna, las estrellas, hayan sido hechos en seis días! No, no y no. Ya te he dicho que en mi juventud era muy hábil y tardé tres meses en hacer una pequeña canoa. Esa es una historia para chicos, pero que ningún hombre puede creer.

      -Yo soy un hombre -dijo el misionero.

      -Seguro, tú eres un hombre; pero mi oscuro entendimiento no puede adivinar lo que tú piensas y crees.

      -Pues yo te aseguro que creo firmemente que todo fue hecho en seis días.

      -Eso dices tú, eso dices -replicaba humildemente el viejo caníbal.

      Cuando John Starhurst y Narau se fueron a dormir, entró en la cabaña Erirola, el cual, después de un discurso diplomático, entregó el diente de ballena a Mongondro.

      El jefe lo examinó; era muy bonito y deseaba poseerlo, pero adivinando lo que le iban a pedir no quiso aceptarlo y se lo devolvió a Erirola con grandes excusas.

      Al amanecer del día siguiente, Starhurst se dirigió a pie, calzado con sus hermosas botas altas de una sola pieza, precedido de un guía que le había proporcionado Mongondro, hacia las montañas. Seguíale el fiel Narau, y una milla detrás y procurando no ser visto iba Erirola, siempre con el cesto en el que llevaba guardado el famoso diente de ballena. Durante dos días fue siguiendo los pasos del misionero y ofreciendo el diente a todos los jefes de los pueblos por donde pasaban, pero ninguno quería aceptarlo, pues la oferta era hecha tan inmediatamente después de la llegada del misionero que, sospechando todos la petición que les iban a hacer a cambio del diente, rechazaban el magnífico presente.

      Íbanse internando demasiado en las montañas, y Erirola optó por dirigirse, aprovechando pasos secretos y directos, a la residencia del Buli de Gatoka, rey de las montañas. El Buli no tenía noticias de la llegada del misionero, y como el diente era un soberbio y bello talismán, fue aceptado con grandes muestras de júbilo por parte de todos los que lo rodeaban. Los asistentes estallaron en una especie de aplauso al posesionarse del diente el Buli y grandes voces cantaban a coro:

      -¡A, woi, woi, woi! ¡A, woi, woi, woi! ¡A tabua levu! ¡Woi, woi! ¡A mudua, mudua, mudua!

      -Pronto llegará aquí un hombre blanco -comenzó a decir Erirola tras una breve pausa-. Es un misionero y llegará de un momento a otro. A Ra Vatu le gustaría tener sus botas, pues quiere regalárselas a su buen amigo Mongondro, y también desearía que los pies se quedasen dentro de las botas, pues Mongondro es un pobre viejo y tiene los dientes estropeados. Asegúrate, gran Buli, de que los pies se queden dentro. El resto del misionero se puede quedar aquí.

      La alegría del regalo del diente se aminoró con tal petición, pero ya no había medio de rehusar, estaba aceptado.

      -Una pequeñez como es un misionero no tiene importancia -replicó Erirola.

      -Tienes razón, no tiene importancia -dijo en alta voz el Buli-. Mongondro, tendrás las botas; vayan ustedes tres o cuatro y tráiganme al misionero, teniendo cuidado de que las botas no se estropeen o se vayan a perder.

      -Ya es tarde -exclamó Erirola-. Escuchen, ya viene.

      A través de la maleza espesísima, John Starhurst, seguido de cerca por Narau, apareció. Las famosas botas se le habían llenado de agua al vadear el río y arrojaban finísimos surtidores

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