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      Hueders chilenos / Pedro Lemebel

      por Catalina Mena

      © Editorial Hueders

      Primera edición: enero de 2019

      ISBN 9789563651874

      Todos los derechos reservados.

      Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.

      Asesor editorial: Manuel Vicuña

      Diseño portada: Inés Picchetti

      Diagramación ebook: Constanza Diez

      Ilustración portada: Francisco Olea

      Ilustraciones interior: Simón Jara

      www.hueders.cl | [email protected]

      Santiago de Chile

      Fotografía cortesía de Paz Errázuriz.

      Lemebel se llevó a la tumba un zapato rojo con taco aguja”. Así tituló el diario Las Últimas Noticias el domingo siguiente a la muerte del cronista y performer, que se montaba en un par de tacos altos para sus apariciones públicas. Pedro Lemebel murió tras sobrellevar durante cinco años un cáncer de laringe. Fue el viernes 23 de enero de 2015, a las dos de la madrugada. Tenía 62 años.

      Ya a las 10 de la mañana, los diarios, sitios web y canales de televisión nacionales, latinoamericanos y españoles, se manifestaban.

      “Me tiene anonadado la noticia. Siempre que alguien muere se hace una valoración un poco prematura, brusca, pero el caso de Lemebel es especial. Él es espectacular. Es un hombre fuera de serie. Como escritor es casi un milagro en Chile, un país hasta hace poco tan arratonado, un país tan acartonado”, decía el crítico Camilo Marks.

      “Para mí es una pérdida totalmente irreparable. Para los que crecimos leyéndolo desde la década de los 90 era alguien que jurábamos que estaba ahí. Creció con nosotros y volvemos a esas obras para ver justamente el mapa de lo que Chile ha callado. Lo que el país es y no quiere ver de sí mismo”, declaraba a su vez el escritor Álvaro Bisama.

      Y la entonces presidenta Bachelet se refería públicamente a él como “un creador incansable y un luchador social”.

      No era solo su valor literario. Con mayores o menores ínfulas de exotismo, el mundo hispano celebraba el periplo épico de este personaje de brillo propio, que se autodefinió tempranamente como “pobre y maricón”, y que desde allí consiguió transgredir las fronteras de la periferia para transformarse en un símbolo popular, además de un artista e intelectual respetado, un activista político y, para rematar, un raro fenómeno de éxito editorial. Todo esto, sin abandonar jamás una posición más afín a los márgenes que al centro.

      Lemebel no se definió a sí mismo como artista ni como escritor ni como performer, aunque así quedó inscrito en Wikipedia. Emancipado de todas esas categorías, fue un cuerpo extremadamente subversivo que se infiltró con habilidad en las fallas de la cultura, decidido a aguar la fiesta del debut democrático chileno de comienzos de los 90. Fue el invitado de piedra que interrumpió los discursos oficiales con su palabra punzante y terrorífica: emitió otra voz desde su travestismo desfachatado. Él fue quien denunció a tiempo la democracia conquistada tras una negociación sucia entre los gobernadores entrantes y los poderes de la dictadura pinochetista. Más acá y más allá de los gustos personales –porque algunos lo consideran sobreactuado, ultrabarroco, hostigoso–, su voz iluminó con anticipada potencia los callejones oscuros de Chile y habló por todos quienes siguen excluidos de los beneficios de la democracia (demosgracias, decía él): los pobres, las mujeres, los adolescentes sin oportunidades, las víctimas de la dictadura. “La voz de los sin voz” fue una de las chapas que se utilizó para referirse a este artista que mezcló el aderezo popular y latino con la ironía y la rabia, develando los vicios y crueldades nacionales.

      Antiacadémico declarado, siempre dijo que era malo para leer, ya que había crecido con las radionovelas y los folletines rosa, y que la “alta literatura” no era lo suyo. “Para los pobres, esto de escribir no tiene que ver con la inspiración azul de la letra volada: más bien lo define e impulsa el estruje de la supervivencia”, afirmó una vez al diario Clarín, de Buenos Aires.

      Tras su lamentada muerte, más de 600 personas llegaron ese caluroso viernes de enero a su velatorio. Y siguieron entrando y saliendo hasta el día siguiente de la iglesia Recoleta Franciscana, donde se realizó también su funeral. No fue un solo cura, sino cuatro los sacerdotes que oficiaron en conjunto la ceremonia.

      Pero, al comienzo, esa iglesia no parecía el mejor lugar para velarlo. Algunos creían que correspondía hacerlo en la Sociedad de Escritores de Chile, lugar donde el cronista se dio a conocer a mediados de los 80. Sus amigos artistas, por otra parte, proponían el Museo de la Memoria o el Museo Nacional de Bellas Artes. La entonces ministra de Cultura, Claudia Barattini, prometió de inmediato que el Consejo de la Cultura financiaría el rito fúnebre. Y así fue. Pero tuvo menos suerte con el ofrecimiento de que el acto se realizara en la Estación Mapocho o en el Palacio de La Moneda, acorde a la estatura pública del personaje. El grupo de amigos más cercanos al escritor, junto a sus familiares, decidieron desechar esta oferta demasiado “oficialista”. Así es que ganó la Recoleta, un lugar que Lemebel solía frecuentar en vida.

      Hacia finales de los 90, el escritor había comprado una casa en Bellavista con el dinero de la Beca Guggenheim, que obtuvo en 1999: “Mi mamá me dijo ‘cómprate algo con esa plata porque si no te la vas a gastar toda en pitos y copete’. Y tenía razón”, contó una vez. Desde esos tiempos visitaba esta iglesia que le quedaba a cuatro cuadras y al lado de La Vega, otro lugar del que era habitué. La orden religiosa de estos franciscanos es conocida porque desde el siglo XVII se involucró con los problemas sociales del sector –antiguamente llamado La Chimba– recorriendo hospitales y cárceles, acogiendo vagabundos y ayudando directamente a las ­familias. Fray Andresito, uno de los religiosos más activos de la congregación, es una figura popularmente venerada: le dicen Príncipe de los Mendigos, y está en proceso de beatificación. En el templo se encuentra su tumba, además de un frasco donde se custodia su sangre que, milagrosamente, nunca coaguló. También hay un museo repleto con objetos y documentos que narran su vida y prodigios.

      Lemebel se confesaba devoto de Fray Andresito. Pero no solo llegaba a la Recoleta para visitarlo, y porque se divertía conversando con los curas, sino porque aportaba dinero para los comedores que funcionan en el lugar. “A él le gustaba mucho compartir con las personas de la calle, que siempre están alrededor de la iglesia y almuerzan acá. A veces venía a almorzar con ellos”, cuenta el padre Claudio ­Pumarino, que actualmente está a cargo del convento.

      La asistencia al funeral de Lemebel fue diversa. Estaban los comerciantes de La Vega y las floristas de la Pérgola. Había también jóvenes, estudiantes barbudos, niñas con guaguas en brazos, abuelas, tías, jóvenes pobladores y de clase acomodada, y toda suerte de personajes excéntricos. Había autoridades políticas, como Claudia Barattini, Isabel Allende y Alejandro Guillier. También desfilaba gente de distintas agrupaciones feministas, homosexuales, trans, de derechos humanos y de la causa mapuche.

      Presentes, y muy de cerca, estaban las amigas que lo acompañaron desde el comienzo de su aventura cultural, como Pía Barros y Carmen Berenguer, que fueron muy cercanas; además de Raquel Olea, Nelly Richard y Soledad Bianchi: todas mujeres feministas que ejercieron una importante influencia en el discurso de crítica al poder que sostuvo Lemebel. “La lucha reivindicativa de los homosexuales también venía del feminismo. Fue una especie de postura de política cultural de urgencia. Y eso era muy importante, porque la historia cotidiana de las violaciones a los derechos humanos superaba cualquier entablado estético”,

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