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      Derechos Reservados © 2018 por Morgan Rice. Todos los derechos reservados. A excepción de lo permitido por la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida en forma o medio alguno ni almacenada en una base de datos o sistema de recuperación de información, sin la autorización previa de la autora. Este libro electrónico está disponible solamente para su disfrute personal. Este libro electrónico no puede ser revendido ni regalado a otras personas. Si desea compartir este libro con otra persona, tiene que adquirir un ejemplar adicional para cada uno. Si está leyendo este libro y no lo ha comprado, o no lo compró solamente para su uso, por favor devuélvalo y adquiera su propio ejemplar. Gracias por respetar el arduo trabajo de esta escritora. Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, empresas, organizaciones, lugares, eventos e incidentes, son producto de la imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es totalmente una coincidencia.

      ÍNDICE

       CAPÍTULO UNO

       CAPÍTULO DOS

       CAPÍTULO TRES

       CAPÍTULO CUATRO

       CAPÍTULO CINCO

       CAPÍTULO SEIS

       CAPÍTULO SIETE

       CAPÍTULO OCHO

       CAPÍTULO NUEVE

       CAPÍTULO DIEZ

       CAPÍTULO ONCE

       CAPÍTULO DOCE

       CAPÍTULO TRECE

       CAPÍTULO CATORCE

       CAPÍTULO QUINCE

       CAPÍTULO DIECISÉIS

       CAPÍTULO DIECISIETE

       CAPÍTULO DIECIOCHO

       CAPÍTULO DIECINUEVE

       CAPÍTULO VEINTE

       CAPÍTULO VEINTIUNO

       CAPÍTULO VEINTIDÓS

       CAPÍTULO VEINTITRÉS

       CAPÍTULO VEINTICUATRO

       CAPÍTULO VEINTICINCO

       CAPÍTULO VEINTISÉIS

       CAPÍTULO VEINTISIETE

       CAPÍTULO VEINTIOCHO

       CAPÍTULO VEINTINUEVE

       CAPÍTULO TREINTA

       CAPÍTULO TREINTA Y UNO

      CAPÍTULO UNO

      Catalina corría a toda velocidad por los muelles de los que Finnael le había hablado, avanzando más rápido de lo que nadie podría haberlo hecho, rezando por llegar a tiempo. La imagen de su hermana tumbada, pálida y muerta la perseguía, empujándola a avanzar con toda la velocidad que sus poderes podían proporcionarle. Sofía no podía estar muerta.

      No podía estarlo.

      Catalina vio que los soldados reales estaban reunidos ahora alrededor de su líder allá abajo en el pueblo. En otra ocasión, Catalina podría haberse detenido a luchar contra ellos, simplemente por el daño que la Viuda había hecho durante su vida. Ahora, sin embargo, no había tiempo. Fue corriendo hacia los barcos, intentando identificar en el que había estado Sofía en su visión.

      Lo vio más adelante, una embarcación con doble mástil con un caballito de mar como proa. Fue corriendo hacia él, dio un brinco mientras se acercaba para saltar la barandilla y fue a parar suavemente sobre la cubierta del barco. Vio que los marineros la miraban fijamente, algunos de ellos echando mano de las armas. Si habían hecho algo para hacer daño a su hermana, mataría hasta al último de ellos.

      —¿Dónde está mi hermana? —preguntó, vociferando sus palabras.

      Tal vez reconocieron su parecido, a pesar de que Catalina era más bajita y más musculosa que su hermana y llevaba el pelo cortado como un chico. Sin decir nada, señalaron hacia el camarote que había en la parte posterior del barco.

      Mientras iba hecha una furia hacia allí, vio a un hombre grande, que se estaba quedando calvo y tenía barba, esforzándose por ponerse de pie.

      —¿Qué pasó aquí? —preguntó—. Rápido, creo que mi hermana está en peligro.

      —¿Sofía es tu hermana? —dijo el hombre. Todavía parecía confundido por lo que fuera que lo había hecho caer—. Había un hombre… me golpeó. Tu hermana está en el camarote.

      Catalina no lo dudó. Fue hacia el camarote y le dio una patada tan fuerte a la puerta para abrirla que la hizo astillas.

      Vio un gato del bosque en un rincón, grande, con el pelo gris, que gruñía suavemente. Allí vio a Sebastián, arrodillado con un puñal en las manos, empapado de sangre casi hasta las muñecas. Estaba llorando mientras gritaba, pero eso no significaba nada. Un hombre podía llorar de arrepentimiento, o de culpa con la misma facilidad que cualquier otra cosa.

      En el suelo, a su lado, Catalina vio a Sofía tumbada, inmóvil como un cadáver, con la carne tan gris como en la visión que Catalina había visto. En el suelo, a su lado, había un charco de sangre y en su pecho una herida que solo podía proceder de un arma.

      —Está muerta, Catalina —dijo Sebastián, mirando hacia ella—. Está muerta.

      —El que está muerto eres tú —vociferó Catalina. Ya le había dicho una vez a Sebastián que no podía perdonar el modo en que había hecho daño a Sofía. Pero esto iba más allá de cualquier cosa que hubiera hecho antes. Había intentado asesinar

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