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sencillamente con un gesto de desdén que la empujó para que estuviera quieta sobre su hombro. Iban subiendo por el palacio, a lo largo de unas escaleras en espiral que se estrechaban más cuanto más subían. En un punto, el guardia tuvo que bajar a Angelica para avanzar, pero la cogió cruelmente por el pelo, arrastrándola con una dureza que hizo que Angelica gritara de dolor.

      —Podrías dejarme marchar —dijo Angelica—. Nadie lo sabría.

      El guardia resopló al oírlo.

      —¿Nadie se dará cuenta cuando aparezca de repente en la corte, o en la casa de su familia? ¿Los espías de la Viuda no sabrían que usted está viva?

      —Podría irme —intentó Angelica. Lo cierto era que probablemente tendría que marcharse si quería vivir. La Viuda no se detendría ante ese intento en su vida.

      —Mi familia tiene intereses tan lejos al otro lado del mar que apenas hay noticias nunca. Podría desaparecer.

      El guardia no parecía mucho más impresionado por esa idea que por la anterior.

      —¿Y cuando algún espía la mencione? No, creo que cumpliré con mi deber.

      —Podría darte dinero —dijo Angelica. Ahora estaban llegando más alto. Tan alto que, cuando miraba a través de las delgadas ventanas, podía ver la ciudad allá abajo dispuesta como el juguete de un niño. Tal vez así era cómo la Viuda la veía: un juguete que debía ser dispuesto para su diversión.

      Eso también significa que debían estar casi en el tejado.

      —¿De verdad no quieres dinero? —preguntó Angelica—. Un hombre como tú no puede ganar mucho. Yo podría darte tanta riqueza que serías un hombre rico.

      —No puede darme nada si está muerta —puntualizó el guardia—. Y yo no puedo gastarlo si lo estoy yo.

      Más adelante había una pequeña puerta, rígida, con un simple cerrojo. Angelica pensaba que el camino hasta su muerte debería tener, de algún modo, más drama. Aun así, esa sola visión hizo que su miedo creciera de nuevo, haciendo que se echara hacia atrás aunque el guardia la arrastrara hacia delante.

      Si Angelica hubiera poseído un puñal, lo hubiera usado mientras él descorría la puerta y la abría para dejar que el aire frío tras ella los rasgara. Si por lo menos hubiera tenido un cuchillo de comer afilado, por lo menos hubiera intentado cortarle el cuello con él, pero no era así. En su vestido de boda, no lo tenía. Lo máximo que tenía eran un par de polvos pensados para refrescar su maquillaje, un rape sedante que se suponía que estaba allí para la amenaza de los nervios y… ya está. Eso era todo lo que tenía. Todo lo demás estaba por allá abajo en algún lugar, guardados ante la conclusión de su boda.

      —Por favor —suplicó, y no tuvo que actuar mucho para parecer desamparada—, si el dinero no es suficiente, ¿qué tal la decencia? Solo soy una mujer joven, atrapada en un juego que yo no quería. Por favor, ayúdame.

      El guardia la sacó al tejado. Era plano, con unas almenas que no tenían nada que ver con una defensa real. El viento azotaba el pelo de Angelica.

      —¿Espera que crea algo de eso? —le preguntó el guardia—. ¿Que usted es una pobre inocente? ¿Sabe las historias que cuentan sobre usted en palacio, señora?

      Angelica conocía la mayoría. Insistía en saber lo que la gente decía de ella para poder vengarse del desprecio más tarde.

      —Dicen que usted es vanidosa y cruel. Que ha arruinado a personas solo por hablar de usted en el tono equivocado y que ha organizado que se llevaran en barco a rivales con una marca de los criados tatuada donde antes no estaba. ¿Cree que merece piedad?

      —Eso son mentiras —dijo Angelica—. Son…

      —Tampoco me preocupa mucho —Tiró de ella hacia el parapeto—. La Viuda me ha dado órdenes.

      —¿Y qué harás cuando las hayas cumplido? —preguntó Angelica—. ¿Crees que ella te dejará vivir? Si la Asamblea descubriera que asesinó a una mujer noble, la destituirían.

      El hombre grande encogió los hombros.

      —He matado para ella antes.

      Lo dijo como si nada y Angelica supo que iba a morir. Dijera lo que dijera, intentara lo que intentara, este hombre la iba a asesinar. Por la pinta que tenía, también iba a disfrutar de ello.

      Empujó a Angelica hacia el borde y ella supo que solo sería cuestión de minutos que cayera. Inexplicablemente, se puso a pensar en Sebastián y los pensamientos no estaban llenos de odio, como deberían haber estado, dado el modo en el que la había abandonado. Angelica no podía entender por qué tenía que ser así, cuando él solo era el hombre al que había captado como marido para impulsar su posición, un hombre al que se había preparado para atraerlo hasta la cama con unos polvos para dormir…

      Se le ocurrió una idea. Era desesperada pero, ahora mismo, todo era desesperado.

      —Podría ofrecerte algo más valioso que el dinero —dijo Angelica—. Algo mejor.

      El guardia rió pero, aun así, se detuvo.

      —¿Qué?

      Angelica buscó en su cinturón, sacó una pequeña tabaquera de sedante y la levantó como si fuera la cosa más valiosa del mundo. El guardia se lo permitió, mirando fijamente casi fascinado mientras intentaba averiguar qué era. Muy delicadamente, Angelica abrió la caja.

      —¿Qué es? —preguntó el guardia—. Parece…

      Angelica sopló bruscamente y le mandó una diseminación de polvos a la cara mientras él respiraba con dificultad. Se marchó mientras él la agarraba, con la esperanza de esquivarlo mientras todavía estaba lidiando con el polvo de sus ojos. Una mano gruesa la sujetó y los dos retrocedieron hacia el borde del tejado de palacio.

      Angelica no sabía qué efecto tendría el sedante. Siempre que lo había usado, había funcionado rápidamente, pero normalmente iba en dosis pequeñas y tenía efectos leves. ¿Qué le haría una dosis tan grande a un hombre de ese tamaño? ¿Y ella tendría tiempo suficiente antes de que eso sucediera? Angelica ya podía sentir el borde del tejado contra su espalda, el cielo se hizo visible mientras el hombre la empujaba.

      —¡Te mataré! —bramó el guardia y lo más que podía decir Angelica sobre ello era que sus palabras salían ligeramente arrastradas. ¿Se estaba debilitando su agarre? ¿La presión que la empujaba hacia atrás era algo menos?

      La reclinó tanto que podía ver el suelo por debajo de ella y una diseminación de sirvientes y nobles. Un segundo más y estaría cayendo, para estrellarse contra los adoquines del patio y hacerse añicos tan seguramente como una copa caída.

      En ese instante, Angelica sintió que el agarre del guardia se debilitaba. No mucho, pero lo suficiente para que ella se girara y escapara de él, poniéndolo de espaldas al cielo vacío.

      —Deberías haber cogido el dinero —dijo ella, y cargó hacia delante, empujando con toda su fuerza. El guardia se balanceó en el borde durante un segundo y, a continuación, cayó hacia atrás, agitando los brazos en el aire.

      No solo en el aire. Consiguió cogerla con uno y Angelica vio cómo la tiraba hacia delante, hacia el borde y más allá de él. Ella chillaba y se agarraba a cualquier cosa que podía encontrar. Con los dedos encontró un trozo de cantería, perdieron su agarre y lo encontraron de nuevo mientras el guardia continuaba cayendo por debajo de ella. Angelica miró hacia abajo el tiempo suficiente para seguir su caída hasta el suelo. Sintió un breve momento de satisfacción cuando él chocó, rápidamente sustituido por el horror que venía de estar colgando del lado del castillo.

      Angelica escarbaba en busca de asideros, intentando encontrar algo más a lo que sujetarse. Sus pies colgaron en el aire por un momento y después consiguieron encontrar un apoyo en los irregulares lados de un escudo heráldico de piedra trabajada. Angelica se dio cuenta con una ligera diversión de que era el escudo real, pero tampoco pudo evitar sentir alivio

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