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tradicional del Imperio.

      Con una amplia sonrisa, el comandante se giró y miró a sus hombres, que ahora lo miraban con deferencia; entonces tiró de su zerta y lo hizo girar, preparándolo para volver cabalgando a través del muro de arena y, directos sin parar, hasta alcanzar la base del Imperio e informar a los Caballeros de los Siete de lo que había descubierto personalmente. Sabía que en unos días toda la fuerza del Imperio descendería sobre este lugar, el peso de un millón de hombres decididos a destruir. Atravesarían este muro de arena, escalarían la Cresta y aplastarían a aquellos caballeros y se apoderarían del último territorio que quedaba libre en el Imperio.

      “Hombres”, dijo, “nuestro momento ha llegado. Preparaos para que vuestros nombres queden grabados para la eternidad”.

      CAPÍTULO TRES

      Kendrick, Brandt, Atme, Koldo y Ludvig caminaban a través del Gran Desierto, mientras salían los soles en el desierto al amanecer, a pie como habían hecho toda la noche, decididos a rescatar al joven Kaden. Marchaban con los rostros serios, siguiendo un ritmo, silenciosos, cada uno de ellos con las manos sobre sus armas, mirando detenidamente hacia abajo y siguiendo el rastro de los Caminantes de Arena. Los centenares de huellas los adentraban más y más en aquel paisaje de desolación.

      Kendrick empezaba a preguntarse si alguna vez terminaría. Se sorprendía al verse de nuevo en esa posición, de vuelta a aquel Desierto que había jurado que nunca volvería a pisar, especialmente a pie, sin caballos, sin provisiones y sin modo de regresar. Habían depositado su fe en los otros caballeros de la Cresta de que estos volverían a ellos con caballos ya que, si no era así, habían comprado un billete de ida a una misión sin regreso.

      Pero Kendrick sabía que este era el significado del valor. Kaden, un joven y buen guerrero con un gran corazón, había hecho guardia de manera noble, se había aventurado con valor en el desierto para probarse a sí mismo mientras hacía guardia y lo habían secuestrado aquellas bestias salvajes. Koldo y Ludvig no podían dar la espalda a su hermano pequeño, por desalentadora que fuera la situación, y Kendrick, Brandt y Atme no les podían dar la espalda a todos ellos; su sentido del deber y el dolor les obligaba a actuar de otro modo. Estos nobles caballeros de la Cresta los habían acogido con hospitalidad y gracia cuando más lo habían necesitado y ahora era el momento de devolverles el favor, costara lo que costara. La muerte significaba poco para él, pero el honor lo significaba todo.

      “Háblame de Kaden”, dijo Kendrick dirigiéndose a Koldo, con el deseo de romper la monotonía del silencio.

      Koldo alzó la vista, sobresaltado tras el profundo silencio, y suspiró.

      “Es uno de los mejores guerreros jóvenes que jamás conocerás”, dijo. “Su corazón siempre es mayor que su edad. Quería ser un hombre antes incluso de que fuera un chico, quería empuñar una espada antes incluso de poder sostenerla”.

      Negó con la cabeza.

      “No me sorprende que se aventurara tanto, sería el primero si hubiera que vigilar. No daba marcha atrás ante nada, especialmente si significaba cuidar de los demás”.

      Ludvig se metió en la conversación.

      “Si se hubieran llevado a cualquiera de nosotros”, dijo, “nuestro hermano pequeño sería el primero en ofrecerse voluntario. Es el más joven de nosotros y representa lo mejor que hay en nosotros”.

      Kendrick intuía todo aquello por lo que había visto, mientras hablaba con Kaden. Había reconocido el espíritu guerrero que había en su interior, incluso para lo joven que era. Kendrick sabía, siempre lo había sabido, que la edad no tenía nada que ver con ser guerrero: el espíritu guerrero residía o no en alguien. El espíritu no mentía.

      Continuaron caminando durante un buen rato, apoyándose en el silencio ininterrumpido mientras los soles seguían subiendo, hasta que finalmente Brandt se aclaró la garganta.

      “¿Y qué pasa con esos Caminadores de Arena?” preguntó Brandt a Koldo.

      Koldo se giró hacia él mientras caminaban.

      “Un sanguinario grupo de nómadas”, respondió. “Más bestias que hombres. Se les conoce porque vigilan la periferia del Muro de Arena”.

      “Carroñeros”, interrumpió Ludvig. “Se sabe que arrastran a sus víctimas hasta las profundidades del desierto”.

      “¿Hacia dónde?” preguntó Atme.

      Koldo y Ludvig intercambiaron una mirada ominosa.

      “A donde sea que se reúnan, donde llevan a cabo un ritual y los cortan a pedazos”.

      Kendrick se encogió al pensar en Kaden y en el destino que le aguardaba.

      “Entonces no hay mucho tiempo que perder”, dijo Kendrick. “Corramos, ¿no?”

      Todos se miraron entre ellos, conocedores de la inmensidad de aquel lugar y del largo camino que tenían por delante, especialmente con la temperatura, que iba en aumento, y con sus armaduras. Todos sabían lo peligroso que sería no llevar un buen ritmo en este cruel paisaje.

      Pero no lo dudaron y empezaron a correr juntos. Corrieron hacia la nada, mientras el sudor corría por sus rostros, sabiendo que si no encontraban pronto a Kaden, aquel desierto los mataría a todos.

      *

      Kendrick respiraba con dificultad mientras corría, el segundo sol estaba alto por encima de sus cabezas, su luz era cegadora, su calor sofocante y, aún así, él y los demás continuaban corriendo, a todos ellos les faltaba el aire y sus armaduras hacían un ruido metálico mientras corrían. El sudor corría por la cara de Kendrick y los ojos le escocían tanto que apenas podía ver. Sus pulmones estaban a punto de explotar y Kendrick nunca había sabido lo mucho que se puede ansiar el oxígeno. Kendrick nunca había experimentado algo parecido a la temperatura de aquellos soles, tan intensa que parecía que le iba a quemar la piel hasta hacerla caer de su cuerpo.

      Kendrick sabía que no llegarían mucho más lejos con este calor, a este paso; pronto todos morirían allí, se desplomarían, no serían más que comida para los insectos. De hecho, mientras corrían, Kendrick escuchó un lejano chillido y, al alzar la vista, vio que unos buitres que volaban en círculo iban descendiendo. Ellos siempre eran los más listos: sabían cuando una nueva muerte era inminente.

      Cuando Kendrick observó las huellas de los Caminantes de Arena, que todavía se desvanecían en el horizonte, no podía comprender cómo habían cubierto tanto terreno tan rápidamente. Solo rezaba para que Kaden todavía estuviera vivo, para que todo aquello no fuera en vano. Pero, a su pesar, no podía evitar preguntarse si alguna vez lo alcanzarían. Era como seguir unas huellas en un océano que se desvanece.

      Kendrick echó un vistazo a su alrededor y vio que los demás también iban perdiendo fuerzas, más que correr, se iban desplomando, apenas se mantenían de pie, pero todos estaban decididos, igual que él, a no detenerse. Kendirck sabía -todos lo sabían- que en el momento en que dejaran de moverse, todos estarían muertos.

      Kendrick quería romper la monotonía del silencio, sin embargo, ahora estaba demasiado cansado para hablar con los demás y obligaba a sus piernas a ir hacia delante, sintiéndolas como si pesaran medio millón de kilos. No se atrevía a usar su energía ni para alzar la vista hacia el horizonte, sabiendo que no vería nada, sabiendo que, después de todo, estaba condenado a morir allí. En cambio, bajaba la vista hacia el suelo, observando el rastro, conservando cualquier valiosa energía que le quedara.

      Kendrick escuchó un ruido y, al principio, estaba seguro de que se trataba de su imaginación; sin embargo, se repitió, un ruido lejano, como el zumbido de unas abejas, y esta vez se obligó a alzar la vista, sabiendo que era algo estúpido, que allí no podía haber nada, asustado de tener esperanzas.

      Pero esta vez, la visión que tenía delante de él hizo que su corazón palpitara por los nervios. Allí, delante de ellos, quizás a casi unos cien metros, había una reunión de Caminantes de Arena.

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