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sustituida por algo más: satisfacción. Echó una mirada hacia las puertas de la sala del trono, donde uno de sus asistentes estaba de pie esperando. Un chasquido de sus dedos fue suficiente para que el hombre echara a correr, pero entonces, todos los sirvientes de Lucio aprendieron rápidamente que enfurecerlo era cualquier cosa menos sensato.

      “Yo tengo un remedio para esto”, dijo Lucio, haciendo un gesto hacia la puerta.

      El hombre encadenado que entró hacía fácilmente más de dos metros de altura, tenía la piel negra como el ébano y unos músculos que sobresalían por debajo de la corta falda plegada que llevaba. Su carne estaba cubierta de tatuajes; el mercader que le había vendido el combatiente le había contado a Lucio que cada uno de ellos representaba a un rival que había matado en un solo combate, tanto dentro del Imperio como en las tierras lejanas del sur donde lo habían encontrado.

      Aún así, lo más intimidante de todo no era el tamaño del hombre o su fuerza. Era la mirada de sus ojos. Había algo en ellos que simplemente no parecía comprender cosas como la compasión o la misericordia, el dolor o el miedo. Podría haberles arrancado las extremidades una tras otra alegremente sin sentir nada en absoluto. En el torso del guerrero había cicatrices, donde los cuchillos le habían impactado. Lucio no podía imaginar que aquella expresión cambiara ni incluso entonces.

      Lucio disfrutaba al ver las reacciones de los demás al ver al luchador, encadenado como una bestia salvaje y caminando decididamente entre ellos. Algunas mujeres hicieron pequeños ruidos de miedo, mientras los hombres daban un paso hacia atrás y parecían percibir instintivamente lo peligroso que era aquel hombre. El miedo parecía favorecer que hubiera un vacío ante él y Lucio disfrutaba del efecto que tenía aquel combatiente. Vio cómo Estefanía daba un paso hacia atrás a toda prisa para apartarse del camino y Lucio sonrió.

      “Le llaman el Último Suspiro”, dijo Lucio. “Jamás ha perdido una pelea y nunca deja a un rival con vida. Decid hola”, dijo sonriendo maliciosamente, “al próximo -y último- rival de Ceres”.

      CAPÍTULO SEIS

      Cuando Ceres despertó todo estaba oscuro, solo la luz de la luna que se colaba a través de los postigos y una única vela parpadeando iluminaban la habitación. Ella luchaba por recuperar la conciencia, recordando. Recordaba las garras de la bestia desgarrándola y solo el recuerdo parecía bastar para reunir el dolor en ella. Este estalló en su espalda al darse media vuelta para ponerse de lado, lo suficientemente ardiente y repentino para hacerla gritar. El dolor la consumía todo el rato.

      “Oh”, dijo una voz, “¿te duele?”

      Una silueta apreció ante sus ojos. Al principio Ceres era incapaz de reconocer los detalles, pero poco a poco se pusieron en su sitio. Estefanía estaba sobre su cama, tan pálida como los rayos de luz de luna que la envolvían, formando una figura perfecta de la inocente noble, que estaba allí para visitar a los enfermos y heridos. Ceres no tenía ninguna duda de que era intencionado.

      “No te preocupes”, dijo Estefanía. Para Ceres, las palabras todavía parecían venir de muy lejos, luchando por abrirse camino entre la niebla. “Los curanderos de aquí te dieron algo para ayudarte a dormir mientras te cosían. Parecían bastante impresionados porque seguías con vida y querían sacarte todo el dolor”.

      Ceres vio que sostenía una pequeña botella. Era de un verde apagado en contraste con la palidez de la mano de Estefanía, tapada con un corcho y brillante por el borde. Ceres vio que la chica noble sonreía y aquella sonrisa parecía estar hecha de puntas afiladas.

      “A mí no me impresiona que hayas logrado vivir”, dijo Estefanía. “Esta no era para nada la idea”.

      Ceres intentó alcanzarla con la mano. En teoría, este debería ser el momento perfecto para escapar. Si hubiera tenido más fuerza, podría haber pasado por delante de Estefanía y haber ido hacia la puerta. Si hubiera encontrado el modo de combatir la nubosidad que parecía llenar su cabeza hasta el punto más álgido, podría haber agarrado a Estefanía y obligado a ayudarla a escapar.

      Pero parecía que su cuerpo solo la obedecía de forma perezosa, reaccionando bastante tiempo después de lo que ella quería. Era lo único que Ceres pudo hacer para incorporarse envuelta con sus sábanas e incluso esto le trajo una ráfaga de agonía.

      Vio que Estefanía pasaba un dedo por debajo de la botella que sostenía. “Oh, no te preocupes, Ceres. Existe una razón por la que te sientes tan indefensa. Los curanderos me pidieron que me asegurara de que te tomabas la dosis de tu medicina, y así lo hice. En parte, por lo menos. Lo suficiente para mantenerte dócil. No lo suficiente para quitarte el dolor, en realidad”.

      “¿Qué he hecho para que me odies tanto?” preguntó Ceres, aunque ya conocía la respuesta. Ella había estado cerca de Thanos y él la había rechazado. “¿Tanto te importa realmente tener a Thanos como marido?”

      “No se entienden tus palabras, Ceres”, dijo Estefanía, con otra de aquellas sonrisas en las que Ceres no veía ninguna amabilidad de fondo. “Y yo no te odio. El odio significaría, de algún modo, que tú mereces ser mi enemiga. Dime, ¿sabes algo sobre el veneno?”

      Tan solo mencionarlo fue suficiente para que el corazón de Ceres se acelerara y la ansiedad creciera en su pecho.

      “El veneno es un arma muy elegante”, dijo Estefanía, como si Ceres no estuviera ahí. “Mucho más que los cuchillos y las lanzas. ¿Piensas que eres tan fuerte porque juegas a las espadas con todos los combatientes de verdad? Sin embargo, podría haberte envenenado fácilmente mientras dormías. Podría haberle añadido algo a la bebida que te tomas antes de dormir. Sencillamente, podría haberte dado tanto que no levantaras jamás”.

      “Se hubieran enterado”, consiguió decir Ceres.

      Estefanía encogió los hombros. “¿Les hubiera importado? En cualquier caso, hubiera sido un accidente. Pobre Estefanía, intentaba ayudar, pero realmente no sabía lo que hacía, le dio a nuestra nueva combatiente demasiada medicina”.

      En tono de burla, se tapó la boca con la mano como si se sorprendiera. Era la mímica perfecta del remordimiento y la sorpresa, incluso por la lágrima que brillaba en el rabillo de su ojo. Cuando volvió a hablar, a Ceres le sonó diferente. Su voz estaba llena de lamento y recelo. Incluso estaba un poco agarrada, como si estuviera reprimiendo la necesidad de llorar.

      “Oh, no. ¿Qué he hecho? Yo no quería. Yo pensaba…¡Pensaba que lo había hecho exactamente como me dijeron!”

      Entonces se rio y, en aquel instante, Ceres vio cómo era realmente. Pudo ver el papel que tan cuidadosamente interpretaba Estefanía todo el tiempo. ¿Cómo no se daba cuenta nadie? se preguntaba Ceres. ¿Cómo no veían lo que había detrás de aquellas hermosas sonrisas y la delicada risa?

      “Todos piensas que soy estúpida, ¿sabes?” dijo Estefanía. Ahora estaba más erguida y a Ceres le pareció mucho más peligrosa que antes. “Me cuido mucho de asegurarme que piensen que soy estúpida. Oh, no estés tan preocupada, no voy a envenenarte”.

      “¿Por qué no?” preguntó Ceres. Ella sabía que debía de haber una razón.

      A la luz de la vela vio que el gesto de Estefanía se endurecía, el ceño fruncido arrugaba la piel de su frente, suave por otro lado.

      “Porque esto sería demasiado fácil”, dijo Estefanía. “Después del modo en que Thanos y tú me humillasteis, quiero veros sufrir. Los dos os lo merecéis”.

      “No hay nada más que puedas hacerme”, dijo Ceres, aunque en aquel momento no parecía que fuera así. Estefanía podía haber ido hacia su cama y la podía haber herido de cien maneras diferentes y Ceres sabía que hubiera estado indefensa para detener aquello. Ceres sabía que la noble no tenía ni idea de luchar, pero ahora mismo la podría vencer fácilmente.

      “Por supuesto que lo hay”, dijo Estefanía. “En el mundo existen armas incluso mejores que el veneno. Las palabras adecuadas, por ejemplo. Vamos a ver. ¿Cuáles de ellas te

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