Скачать книгу

difícil ver más allá de los tres metros. Ignoró la punzada de miedo en su estómago y continuó. Con la linterna en una mano y con la otra sosteniendo su pistola, avanzó poco a poco. Acabó llegando a la puerta del sótano. Todo en ella le decía que había encontrado el sitio. Aquí era donde habían tenido a la pequeña Evie.

      Keri empujó la puerta y puso un pie en el primer y desvencijado escalón de madera. La oscuridad aquí era más sobrecogedora que en el corredor. A medida que bajaba lentamente por las escaleras, pensó de repente en lo difícil que era hallar una casa con sótano en el sur de California. Esta era la primera que había encontrado. Entonces escuchó algo.

      Sonaba como un niño llorando—una pequeña niña, quizás de ocho. Keri la llamó y una voz le respondió.

      —¡Mami!

      —No te preocupes, Evie. ¡Mami está aquí!—gritó Keri en respuesta, al tiempo que se daba prisa en bajar los escalones. Mientras lo hacía, algo la recomía por dentro, avisándole que algo que no encajaba.

      No fue sino hasta que su tobillo se enganchó en un escalón y perdió el equilibrio, para a continuación caer al vacío, cuando supo qué era lo que había estado molestándola. Evie había estado desaparecida durante cinco años. ¿Cómo podía seguir sonando igual?

      Pero era demasiado tarde para hacer algo al respecto mientras atravesaba el aire en dirección al suelo. Se preparó entonces para absorber el impacto. Mas no lo hubo. Para su horror, se dio cuenta que había caído a un pozo sin fondo, donde el aire se hacía cada vez más gélido, mientras ululaba sin cesar alrededor de ella. De nuevo le había fallado a su hija.

      Keri despertó de golpe, y se enderezó con rapidez dentro del auto. Tomó solo instante entender qué era lo que estaba sucediendo. No estaba en un pozo sin fondo. Tampoco se hallaba en un sótano asqueroso. Estaba en su traqueteado Toyota Prius, en el estacionamiento de la estación de policía, y se había quedado dormida mientras comía su almuerzo.

      El frío que había sentido venía de la ventanilla abierta. El sonido ululante pertenecía a la sirena de una patrulla que salía del estacionamiento en respuesta a una llamada. Estaba empapada de sudor y su corazón latía con rapidez. Pero nada de eso era real. Era otra horrible y desesperanzadora pesadilla. Su hija, Evelyn, seguía desaparecida.

      Keri sacudió las telarañas de su mente, tomó un sorbo de la botella de agua, y se dirigió de vuelta a la estación, recordándose a sí misma que ya no era solo una mamá: también era una detective de Personas Desaparecidas para el Departamento de Policía de Los Ángeles.

      Sus múltiples lesiones la obligaban a andar con cuidado. Hacía apenas dos semanas de su brutal encuentro con un violento secuestrador de niñas. Pachanga, al menos, había recibido lo que merecía cuando Keri rescató a la hija del senador. Pensar en ello hacía más tolerables los agudos dolores que sentía por todo su cuerpo.

      Los doctores le habían quitado el protector acolchado de la cara hacía apenas unos pocos días, luego de haber determinado que la cuenca fracturada de su ojo se había recuperado lo suficiente. Todavía llevaba su brazo en cabestrillo pues Pachanga le había roto la clavícula. Le habían dicho que podía quitárselo pasada otra semana, pero le resultaba tan fastidioso que estaba considerando deshacerse de él antes de tiempo. No había nada que hacer en cuanto a sus costillas rotas, más allá de colocarse un relleno protector. Eso le fastidiaba también, porque la hacía ver como si tuviera cinco kilos por encima de los sesenta de su acostumbrado peso de combate. Keri no era una mujer vanidosa. Pero a los treinta y cinco, le agradaba que todavía se volteasen a mirarla. Con las almohadillas que abultaban bajo su blusa a la altura de la cintura y algo más arriba de sus pantalones de trabajo, dudaba que provocase ese efecto.

      Gracias al tiempo de reposo que se le había concedido para su recuperación, sus ojos café no estaban tan inyectados de cansancio como era lo usual, y su cabello rubio cenizo, agarrado hacia atrás en una simple cola de caballo, había sido lavado con champú. Pero el hueso fracturado de la cuenca orbital había dejado en ese lado de la cara un enorme cardenal, ya amarillento, que solo ahora comenzaba a desvanecerse, y el cabestrillo no la hacía más atrayente. Probablemente no era el momento para salir en una primera cita.

      El pensar en citas le hizo acordarse de Ray. Su pareja durante el último año y amigo desde hacía seis, que todavía estaba recuperándose en el hospital tras recibir un tiro en el estómago a manos de Pachanga. Por fortuna, estaba reaccionando lo suficientemente bien como para recién haber sido trasladado del hospital cercano al lugar del tiroteo hasta el Centro Médico Cedars-Sinaí en Beverly Hills. Estaba a solo veinticinco minutos en auto desde la estación, así que Keri podía visitarlo con frecuencia.

      Con todo, en ningún momento de esas visitas ninguno de los dos se había referido a la creciente tensión romántica que ella sabía ambos estaban sintiendo.

      Keri aspiró con fuerza antes de emprender la familiar pero estresante caminata por el interior de la estación. Se sentía como el día de su regreso. Todavía sentía los ojos fijos en ella. Cada vez que pasaba delante de sus colegas, sentía sus miradas furtivas, como dardos, y se preguntaba qué estarían pensando.

      ¿Todavía pensaban que ella era una impredecible rompedora de normas? ¿Aunque fuese a regañadientes se había ganado su respeto por haber eliminado a un secuestrador y asesino de niñas? ¿Por cuánto tiempo ser la única mujer detective en el escuadrón la haría sentirse como una forastera permanente?

      Mientras pasaba junto a ellos en medio del trajín de la estación y se deslizaba en su escritorio, Keri trató de controlar el cúmulo de resentimiento que se agitaba en su pecho para concentrarse solo en su trabajo. Al menos el lugar estaba tan repleto y caótico como siempre, y desde ese punto de vista, tan tranquilizador, nada había cambiado. La estación estaba abarrotada con civiles poniendo denuncias, perpetradores que eran fichados, detectives al teléfono siguiendo alguna pista.

      Keri había sido limitada, desde su regreso, a cumplir turnos de escritorio. Y su escritorio estaba lleno. Desde que había regresado, vivía ahogada en un mar de papeles. Había docenas de reportes de arrestos por revisar, órdenes de registro por solicitar, declaraciones de testigos por evaluar, y reportes de evidencia por examinar.

      Sospechaba que, debido a que aún no le estaba permitido llevar casos afuera, todos sus colegas estaban dejándole las tareas fastidiosas. Afortunadamente, se suponía que retornaría a las actividades de campo mañana. Y lo que nadie sabía es que, en realidad, a ella no le importaba quedarse en la oficina por una razón: los archivos de Pachanga.

      Cuando los policías registraron su casa tras el incidente, encontraron una computadora portátil. Keri y el Detective Kevin Edgerton, gurú tecnológico del precinto, habían descubierto la clave de acceso de Pachanga, y logrado abrir sus archivos. La esperanza de ella era que los archivos la condujeran al descubrimiento de muchas niñas extraviadas, incluyendo talvez su propia hija.

      Desafortunadamente, había resultado difícil entrar a lo que al principio había parecido una mina de información sobre múltiples secuestros. Edgerton había explicado que los archivos encriptados solo podían ser abiertos con la clave de descifrado, cosa que no poseían. Keri había pasado la última semana aprendiendo todo lo que podía sobre Pachanga con la esperanza de hallar la clave. Pero hasta ahora, no tenía nada.

      Mientras permanecía sentada revisando archivos, los pensamientos de Keri regresaron a algo que la había estado rondando desde que había retomado el trabajo. Cuando Pachanga secuestró a la hija del Senador Stafford Penn, Ashley, lo había hecho a pedido del hermano del senador, Payton. Los dos hombres habían estado comunicándose a través de la red oscura durante meses.

      Keri no podía dejar de preguntarse cómo el hermano de un senador se las había arreglado para contactar a un secuestrador profesional. No era que pertenecieran al mismo círculo. Pero tenían una cosa en común. Ambos eran representados por un abogado llamado Jackson Cave.

      La oficina de Cave estaba ubicada en las alturas de un rascacielos del centro, pero muchos de sus clientes se movían más a ras de tierra. Además de su trabajo corporativo, Cave tenía una larga historia representando a violadores,

Скачать книгу